La restauración de la cultura cristiana



Finalmente, apareció la versión castellana de La restauración de la cultura cristiana, el libro de John Senior que hemos mencionado en muchas ocasiones en este blog. Se trata de un libro que debe ser leído: ilumina, acompaña y cura las heridas de todos los que caminamos en las sombras de este valle de lágrimas.
Fue editado por Vórtice y pueden visitar la página o blog de la librería para comprarlo. 
Aquí dejo algunos párrafos del prólogo e introducción para pregustarlo:

Andrew Senior (hijo del autor)
Este libro es como una fiesta asombrosa. Escrito cuando Occidente se adentraba en las profundidades de la malvada noche del mundo moderno, se transforma en una luz cálida y resplandeciente que esparce su fulgor en un mundo realmente malvado. En primer lugar, provoca que el lector tome conciencia que, como Dante en el comienzo de su viaje, estamos perdidos en una gran foresta. Y luego, suavemente, nos conduce hacia las viejos, probados, verdaderos, simples y familiares senderos de la tradición.

Philip Anderson (abad de Nuestra Señora de Clear Creek y discípulo converso del autor)
Una de las inspiraciones más grandes –y más sorprendentes– del Pearson Integrated Humanities Program, al cual John Senior dedicó su enseñanza en los ’70, fue el significado y la importancia que le otorgaba a Don Quijote de la Mancha. [...] En el contexto de los desafíos que enfrentaban los estudiantes universitarios de fines del siglo XX, el Caballero de la triste figura vino a simbolizar el combate desigual pero glorioso de cada ser humano contra lo que parecía ser la inevitable hegemonía de la tecnología y de la estandarización deshumanizada. Creo que, a pesar de las amarguras de esta lucha, John Senior nunca perdió esa actitud de “esperar contra toda esperanza”, ese valor quijotesco al que llamaría “asombro invencible”.

Rubén Peretó Rivas (traductor)

La lectura de La restauración de la cultura cristiana nos pone en contacto directo con esa maravillosa empresa que tuvo lugar hace pocas décadas, en un mundo y en un ámbito tan descristianizado como el nuestro. El modo en que se desarrolló este proceso no consistió en grandes encuentros masivos, ni ruidosas misiones populares, ni alborotados programas televisivos. Fue a través del silencio, la oración y la lectura de los clásicos, ofrecidos por tres profesores de provincia, que cientos de vidas se transformaron. Es ese el modo divino de actuar: Dios habla a través de la brisa y no del viento, y se manifiesta en el silencio y en la profundidad del corazón, como nos enseña Nuestra Señora.

Natalia Sanmartin Fenollera (autora de El despertar de la señorita Prim)

W. B. Yeats tiene un hermoso poema que expresa muy bien lo que quiero decir: “Una belleza terrible está naciendo”. Con la pequeña hoguera que se encendió en la Universidad de Kansas comenzó a nacer una belleza terrible. Una belleza que está presente en todo lo que Senior escribió, que está presente en las páginas de La restauración de la cultura cristiana, pero que sobre todo sigue viva en las múltiples vidas en las que él influyó. No hay una ruptura entre su vida y su obra, no hay una separación entre lo que hizo y lo que escribió, no existe una teoría separada de una práctica. Senior llevó a cabo en la vida la misión que plasmó en los libros. Por eso, cuando se conoce su historia y se leen sus palabras, se contempla un edificio levantado con cimientos firmes, construido sobre la verdad y alimentado por la fe y por la experiencia. No es un experimento pedagógico, no es una ideología de laboratorio; es la cosa misma.

Tarde piaste

[Ciertamente, no tiene sentido hacer comentario alguno acerca del bochornoso encuentro del viernes último entre el papa Francisco y Hebe de Bonafini. Todo lo que desde aquí podíamos decir, y lo que no podíamos también, fue dicho por los lectores de Clarín, Infobae, Perfil -La Nación debió cerrar los comentarios de la nota- y cualquier otro medio de prensa nacional. Miles de argentinos no tuvieron reparos en apostrofar al pontífice de todos los modos posibles. Lo del Bergoglio es un “autosuicidio”, se ha hecho odiar por la mayor parte de sus compatriotas, incluidos obispos y sacerdotes, y se está convirtiendo en el mejor aliado de Macri].

Vayamos a lo serio, o más o menos. La semana pasada, Mons. Georg Gänswein expresó en una conferencia en la Universidad Gregoriana de Roma que la renuncia de Benedicto XVI debe entenderse como enmarcada en un “ministerio petrino expandido”, con un miembro activo (Francisco) y otro contemplativo (Benedicto). Estas palabras encendieron las luces de alerta de tradis y líneas 3/4 que empezaron a razonar que, entonces, la cosa no está tan mal: Benedicto sigue siendo el papa, de un modo particular, pero sigue siendo papa. Otros, con una imaginación más calenturienta, encontraron en visiones, revelaciones y locuciones sobrenaturales que esta bicefalía estaba profetizada. 
A mí, me parece un disparate. Hay “un solo rebaño y un solo pastor”, y ese pastor, mal que nos pese, es Jorge Mario Bergoglio. Si Benedicto quiere tocar el piano a cuatro manos con su hermano, puede hacerlo, pero la Iglesia no se gobierna a cuatro manos. En esta ocasión estoy de acuerdo con De Mattei cuando dice: "Es posible que Benedicto XVI comparta esta posición, expuesta por Violi y Gigliotti en sus ensayos, pero la eventualidad de que él se haya apropiado de la tesis de la sacramentalidad del papado no significa que sea verdadera. Un papado espiritual diferente del papado jurídico no existe o lo hace sólo en la fantasía de algún teólogo”. 
Y los esperanzados arguyen: "El que lo dijo fue el Prefecto de la Casa Pontificia", como si ese cargo poseyera cierta solidez doctrinal o de autoridad. Gänswein, más allá de que nos caiga simpático, es el mayordomo del papa. Un empleado que usa algunas cintas más en la librea, pero es nada más que un doméstico. 
Fantasías, puras fantasías o, más bien, manotazos de ahogado. Yo me huelo que Benedicto, y su secretario y consejero  Gänswein, está en una profunda crisis de conciencia: se sabe en buena medida responsable de la catástrofe que provocó al renunciar al papado, y hace lo que lo que le viene en mano. En este caso, la única circunstancias que realmente cambiaría las cosas es que se comprobara que el papa Ratzinger fue obligado a renunciar pero, hasta el momento, no hay pruebas al respecto, y el que podría darlas -que es el mismo Ratzinger- sigue entretenido alimentando pecesitos de colores en los estanques vaticanos. 
¡Tarde piaste! Benedicto XVI debería haber pensando seriamente lo que hacía. Si su única opción era la renuncia al papado, por los motivos que fuera, debería haber tenido un poco más de sagacidad política, la que es una virtud propia del hombre de gobierno, para neutralizar a quienes se quedaron efectivamente con el papado: le bastaba esperar un par de meses para que Kasper quedara fuera del cónclave; le bastaba reemplazar a Bergoglio, que ya hacía un buen rato había cumplido los 75 años, en la sede porteña, y lo mismo podría haber hecho con Daneels. Bien podría haber enviado a Gänswein a negociar con Sodano, que aún tenía mucho poder, para fabricar un candidato de compromiso, o bien, con el cardenal Dolan, que manejaba a buena parte de los americanos y ratzingerianos. En cambio, renunció a tontas y a locas, y nos dejó a todos los fieles y a la Iglesia misma en manos de un truhán.
Si estuviera en mi poder, le aconsejaría al papa Benedicto y a su secretario que, si tienen algo que decir, que lo digan claramente y a viva voz, y si no, mejor que se queden calladitos, no sea que a Bergoglio se le ocurra aplicar el método del clavo: Celestino V era un piadoso monjecito que fue elegido papa a los 85 años en 1294 porque lo cardenales habían pasado más de dos años sin ponerse de acuerdo. Como era previsible, su pontificado de meses fue un desastre con ribetes casi bergogliescos. Pero estaba allí para asesorarlo en materia canónica el cardenal Benedicto Caetani que, a poco a poco, lo convenció de que podía renunciar, y así lo hizo. Y, ¡oh sorpresa!, el cónclave siguiente duró un solo día y el elegido fue el mismísmo Caetani que tomó el nombre de Bonifacio VIII. Por supuesto, lo primero que hizo fue tomar prisionero a Celestino, que dejó de llevar ese nombre y pasó a ser nuevamente el monje Pietro di Murrone. Como berreaba con que quería volver a la cueva en la que vivía, el nuevo pontífice le hizo construir dentro de una muy custodiada iglesia una cueva, y allí se fue a vivir, aunque seguía con sus hablando y rodeado de un un grupo de seguidores. Murió a los pocos meses. Se dice que, cuando años más tarde exhumaron el cuerpo, tenía un clavo incrustado en el cráneo. En la Edad Media las cosas se resolvían de modo más expeditivo. Bergoglio todavía guarda ciertas formas: permite a los "papas eméritos" entretenerse con pasatiempos  piscícolas. 


Reflexión al margen: Después de ver el obsceno espectáculo de Bergoglio abrazando a la Bonafini, y con la memoria aún fresca de Tucho Fernández como teólogo pontificio, recordaba que, cuando era adolescente e ingenuo, creía a pie juntillas lo que me habían enseñado mis maestros nacionalistas: “Argentina es un país que ha sido bendecido especialmente por la Santísima Virgen y posee un misión irreemplazable que cumplir en el mundo”. Ahora, que soy viejo y escéptico, me he dado cuenta que la primera parte de la sentencia es falsa porque nadie ha podido comprobarla más que en el discurso, y estoy descubriendo cuál es la misión irreemplazable que Argentina y lo argentinos.

Plagio pontificio

Sandro Magister dio a conocer ayer que los párrafos más confusos y menos católicos del documento pontificio que hemos llamado Los amores de Leticia, y que son justamente aquellos que dan pie a que los recasados puedan comulgar, no son originales de la pluma del Romano Pontífice. Es decir, el Papa Francisco plagió y, aquí viene la sorpresa, se copió nada menos que de un par de artículos escritos hace diez años por ¡Tucho Fernández! Francamente, ni Hugo Sofovich podría haber ideado una comedia tan grotesca, ni Fidel Pintos la podría haber interpretado tan magistralmente.
Que en las encíclicas y otros documentos papales haya innumerables citas de otros autores debidamente referenciadas, es regla y norma. Y esto es así porque, de esa manera, queda claro a los fieles que lo que el Papa está afirmando no es nada nuevo -cosa que no podría hacer- sino simplemente explicitando de otro modo algún punto del Depósito de la Fe que la Iglesia ya poseía a través en las Escrituras y en la Tradición. Y lo hace siguiendo las enseñanzas de los Padres, doctores y pontífices que lo han precedido. 
También se sabe que, generalmente, no son los papas quienes escriben sus encíclicas sino los teólogos que lo asesoran, pero es el Pontífice quien da su aprobación y estampa la firma. Es lógico que así sea. El Papa está envuelto en un sinnúmero de ocupaciones; pocas veces los papas son teólogos o intelectuales y la cosa es demasiado seria para escribirla a la ligera. Se dice que los papas que escribieron sus propios documentos fueron pocos: León XIII y Benedicto XVI, seguro, aunque quizás haya algún otro por allí.
Pero una cosa muy distinta es utilizar el método estudiantil de “cortar y pegar”, esperando que el profesor no se dé cuenta que se está cometiendo plagio o, en otras palabras, robo. Por eso, Magister y cualquier persona con un poco de seso, no sale de su asombro hasta una noticia tan grotesca. Supongamos que, efectivamente, Bergoglio escribió Los amores de Leticia. Si quiere robar letra porque no tiene ganas de escribir, que lo haga, pero que sea inteligente acerca de a quién le roba, porque robarle al Tucho es absurdo. Lo mismo hubiera sido, y le habría salido más barato, robarle a Jacobo Winograd, a Bernardo Stamateas o Johann Sebastian Mastropiero. Si, en cambio, fue el mismo Mons. Tucho Fernández el que escribió el documento -que es lo que sugiere Magister- es un indicador preciso que estamos en lo más profundo de un horno siderúrgico: ¡nada menos que Tucho Fernández es quien establece la doctrina de la Iglesia universal!
Mons. Víctor “Tucho” Fernández es un personaje menor, burdo y obsecuente, cuya producción intelectual comenzó con el libro Sáname con tu boca. El arte de besar y promedió con la carta pública redactada poco después de la elección del cardenal Bergoglio al solio pontificio en la que hace gala de lenguaje soez y giros vulgares para defender a su padrino. En los pasillos vaticanos lo conocen como il coccolato, es decir, el “consentido” o “el niño mimado”. Nosotros diríamos “el chupamedias”, porque tanto en el Oltretevere como en el Río de la Plata, todas saben quién es el personaje.
Este episodio -insisto, impensablemente grotesco- pone una vez más en el tapete la cuestión del famoso magisterio. ¿Hasta qué punto se puede seguir sosteniendo la versión “tradicional” -de la tradición de la segunda mitad del siglo XIX- acerca del valor del magisterio eclesiástico cuando, en un documento que claramente se encuadraría dentro lo que se conoce como “magisterio ordinario” ha metido mano un palurdo como Tucho Fernández, provocando confusión en millones de fieles y modificando en los hechos la doctrina verdaderamente tradicional de la Iglesia sobre el matrimonio?
En esta cuestión sucede algo muy curioso: una confluencia o coincidencia de opuestos que ni siquiera Nicolás de Cusa hubiese soñado. Tucho afirmó en una entrevista a un diario italiano: “El Papa está convencido de que lo que ya ha escrito o dicho no pueda ser castigado como si fuera un error. Por lo tanto, en el futuro todos podrán repetir esas cosas sin miedo a ser sancionados”. Tanto para Bergoglio como para su niño mimado, lo que el Papa dice -es decir, lo que ellos dicen- es palabra incuestionable y sagrada. Esta opinión propia de dos progresistas sería suscrita sin problemas por un neocon de cualquier especie: desde el Opus Dei a Fasta, todos coincidirían. Pero, incluso, también coincidirían muchos lefes, que han adoptado una suerte de filosofía alfonsinista para salir del brete en el que su ultramontanismo decimonónico los ha ubicado. El presidente argentino de tumultuosa memoria solía repetir que “los problemas de las democracia se curan con más democracia”; ellos dicen: “Los problemas del magisterio se curan con más magisterio” y, por tanto, la solución pasa porque el papa se ponga los pantalones y se dedique a enseñar en serio... 
La solución, en realidad, pasa por otro lado. Es bastante sencilla. Pasa por ser cristiano y retomar la verdadera tradición de nuestra Iglesia que no empezó con Pío IX. 
Un párrafo de La historia de Jesucristo del P. Raymond Bruckberger, o.p. echa luz sobre la verdadera fuente de la Revelación:
“A todas las solicitaciones a salir del silencio con revelaciones particulares, Dios podría replicar: Puesto que te he dicho ya todas las cosas en mi Palabra que es mi Hijo, no tengo más palabra que pueda ahora responderte nada ni revelarte más que eso. Fija los ojos en Él solo, pues en él lo he dicho todo, lo he revelado todo, y encontrarás en Él más aún de lo que deseas y preguntas... Si fijas los ojos en Él, lo encontrarás todo, pues Él es toda mi palabra y mi respuesta. Él es toda mi visión y toda mi revelación; todo os ha sido dicho ya, respondido, manifestado y revelado, cuando os lo he dado por hermano, compañero y maestro, como rescate y recompensa. Desde el día en que bajé sobre Él con mi espíritu en el monte Tabor diciendo: ‘Este es mi Hijo amado en quien me he complacido: escuchadle’, he dejado todas esas antiguas formas de enseñanzas y respuestas, y se lo he dado todo a Él, porque no tengo más que revelar, ni más que manifestar. Si he hablado antes, era para prometer a Cristo; y si me preguntaban, eran preguntas que iban todas a la pregunta y a la esperanza de Cristo, en quien se hallaría todo, como ahora lo declara la doctrina de los evangelios y de los apóstoles”. 

En defensa del zoológico

Periódicamente se anuncia, y como todo, finalmente se realizará: el Zoológico será cerrado. No temo que durante el resto de mi vida vea a la Dictadura Progre vedándome comer carne, pero percibo cada vez más inminente y próximo este duro golpe, como la abolición de la corbata o la desaparición del foie gras. Por eso, quizás el título debería ser más lúgubre y encabezarlo un Réquiem.
Comienzo con un modesto disclosure: amo al Zoológico. De chico no necesitaba de excusas para ir, sólo la disposición de algún adulto. Ya mayor, usaba desvergonzadamente la coartada de mis hijos, y ahora, mientras espero a los nietos, en la forma subrepticia con que se concurre a un lugar vicioso, cada tanto voy solo a Palermo a recorrerlo. Me gustan las jaulas y los islotes, el templete con el nombre del Intendente Anchorena en letras latinas, el reloj de sol con la maravillosa inscripción ‘Horas non numero nisi serenas’ y sobre todo los animales. Las bestias en su universal y abigarrada taxonomía, mezcladas las especies autóctonas con las exóticas, bajo el mismo sol y a veces los mismos rigores que suscitan el sarpullido progre (pobres osos polares sin aire acondicionado adecuado). El gozo que me produce verlas –y cuando era chico, alimentarlas- sigue siendo básicamente idéntico. Hay algo primario y fontal en contemplar a quines no contemplan, en ver las vidas de aquellos que desconocen la muerte, en ese sumergirse en el tiempo inconsciente de los animales que para Borges tenía un vestigio de eternidad.
Bueno, lo nombré: para Borges también el paseo era importante, al punto de darle a los animales del zoológico tanta consistencia real como a los de los libros: “no sé si mi primer tigre fue el tigre de un grabado o aquel, ya muerto, cuyo terco ir y venir por la jaula yo seguía como hechizado del otro lado de los barrotes de hierro”. Y estos mismos tigres y jaguares saltarían, ya inmortales, de las jaulas a los sonetos o a los cuentos.
Hijo del siglo XIX, el zoológico era una enciclopedia y un esparcimiento y un ritual. Cuando Holmberg fundó el porteño también pensaría en la divulgación de conocimientos, sobre todo entre las clases populares, que podían ver animales y microclimas que nunca contemplarían en su originalidad. Hoy mismo, muchos chicos pobres tienen en el zoológico la única oportunidad de ver y muchas veces tocar a estos animales in vivo. Cerrarlo implicaría condenarlos al  siempre mezquino contacto virtual.
Curioso humanismo el progresista. Ahora viene a condolerse de las “personas no humanas”. Las sensibles almas contemplan al orangután  viudo, al mono canoso y solitario, a la familia de chimpancés enjaulada y creen advertir el tedio, la depresión, el angst. Entonces, corren a presentar recursos de amparo por estos hermanos, en los cuales proyectan sus vidas enjauladas y rutinarias. Incapaces de imaginación, creen que un animal es una suerte de hombre disminuido y alienado.  Advierten que no es el mono para el hombre, ni el hombre para el mono: una especie de transhumanismo impera la liberación de estos buenos salvajes, provistos quizás de un curador.  Y finalmente lo lograrán: echarán primero a las especies no autóctonas en una suerte de nacionalismo animalista, luego a las indígenas y finalmente convertirán el predio en un parque poblado por aves, con suerte. 
De nada sirve advertir que la vida promedio de los animales en cautiverio llega a duplicar la de los que se encuentran en libertad, para peor plagados de enfermedades, stress y pánico, parásitos, etc.  Lo reconocerán – es indiscutible, quizás con la única excepción de los elefantes-, pero invocarán valores supremos al mero transcurrir de la vida: la belleza del riesgo, la incertidumbre de vivir peligrosamente, la gloria de morir en plena juventud. Incluso alguno, exaltado y luego de comer un sándwich que su filosofía exige estrictamente vegano, afirmará con énfasis que la gloria de la gacela es ser devorada por el león. La coherencia no ha sido nunca una virtud progre.
Aquí cesan los argumentos, porque estamos hablando de mística. Sólo una exhortación al Aquiles que prefiere para sus hermanos no humanos una vida breve y brillante a una larga y oscura. Viaje hasta los lindes de, digamos, la selva amazónica. Deje su tarjeta de la medicina prepaga sobre una piedra, despójese de sus ropas, e ingrese, desnudo y glorioso, en la foresta llena de símbolos.
Ludovicus

Interesante lectura la del artículo aparecido en la Jotaperra, que pueden leer en el blog de El Whiskerer.

Payada a Mons. Marcelo Sánchez Sorondo



Ay obispo el solideo
Ay obispo el solideo,
En tu sabiola de hongo
Es un panqueque mistongo
Que te quema el poco seso
Y andan mentando por eso
Que vos sos Sanchez Sorongo.

Chamuyando a la Piqué
Chamuyando a la Piqué
Andás diciendo huevadas,
Vergüenza no tenés nada
Pastor de la indignidad
Sabé que la autoridad
A la Verdá es sujetada.

Miserable

El diccionario de nuestra lengua define a una persona miserable como una persona ruin o canalla, es decir, despreciable. Es el mejor adjetivo que puede adjudicarse al arzobispo argentino Marcelo Sánchez Sorondo, canciller de la Pontificia Academia de Ciencias. La Nación de hoy publica un reportaje que le hizo otro despreciable personaje argentino, la periodista Elizabetta Piqué. Allí, el prelado afirma entre otras cosas que “…es muy curioso que todo lo que haga [el Papa Francisco] lo critiquen, porque no se debe criticar a Pedro. Y tanto menos los que se dicen católicos y de comunión diaria”.
Cualquier católico medianamente formado estará de acuerdo conmigo en que esta afirmación es propia de un canalla que se está aprovechando de su puesto e investidura, y de la oportunidad que le brinda su compinche Piqué a través de La Nación, para esparcir una mentira, confundir aún más los fieles y operar políticamente contra de Elisa Carrió y, en definitiva, contra el presidente Macri. Por supuesto, detrás de todo esto está la figura del peronista orillero que se sienta en la sede de Pedro. La conclusión que cualquier católico debería sacar fácilmente de la afirmación de Mons. Sánchez Sorondo es que criticar al Papa equivale a criticar a San Pedro y eso no puede ser admitido en un católico. Es decir, quienes critican al Papa están en contra de Pedro y, por tanto, en contra de la Iglesia. Algunos integrantes del gobierno macrista critican al Papa, ergo… Pero la jugada no les está saliendo como pretendían: basta mirar los cientos de comentarios que los lectores del diario han dejado a la nota en la que llenan de los epítetos más pintorescos tanto al prelado como al jefe de la pandilla.
Mons. Sánchez Sorondo proviene de una antigua y prestigiosa familia argentina a la que dio realce su padre, el Dr. Marcelo Sánchez Sorondo, líder del nacionalismo católico. Más allá de las diferencias que puedan separarme de él, fue un hombre honorable y meritorio, que defendió los ideales de la fe y de la hispanidad durante décadas. La formación de su hijo sacerdote y obispo no pudo ser mejor, como tampoco tiene tacha su cuna. Fue decano de la facultad de filosofía de la Pontificia Universidad Lateranense y siempre se distinguió por ser, si no tradicionalista, sí conservador y fiel exponente de las enseñanzas seculares de la Iglesia. Durante el pontificado del papa Benedicto se distinguió por la adhesión a su magisterio y a su figura y, también, como uno de los pilares más importantes, junto a cardenal Sandri, de la resistencia argentina en Roma a quien era entonces arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio.
Cuentan las malas lenguas que, apenas elegido Bergoglio como Sumo Pontífice, y a imitación de lo que había hecho raudamente un conocido arzobispo argentino, Mons. Sánchez Sorondo se postró (literaliter) delante del nuevo Papa Francisco implorando su perdón y poniéndose a su entera disposición puesto que, con razón, temía terminar misericardiado como secretario de nunciatura en Bagdad o en Antananarivo. Y claro, el Papa Francisco le otorgó un perdón similar al agradecimiento que le solicitó el elefante a la hormiguita; y lo peor de todo, es que Mons. Sánchez Sorondo aceptó ese perdón y, automáticamente se convirtió en un miserable y en un canalla.
Al contrario de lo que afirma el arzobispo en la nota, a Pedro se lo debe criticar cuando es necesario hacerlo. Y el primero que lo hizo, y en términos bastante duros, fue el apóstol Pablo y, detrás de él, lo hicieron cientos de santos, desde San Atanasio a Santa Catalina de Siena. No se puede criticar a Cristo ni a su Revelación y, en todo caso, no se podría criticar al Papa cuando se pronuncia excátedra, pero en el resto de lo que dice o hace, el Papa puede, y debe ser criticado cuando se equivoca. Si así no fuera, se estaría otorgando al Romano Pontífice un estatus comparable a una de las Personas Divinas, porque sería impecable e infalible, y sabemos que no lo es.
Más aún, los que deben criticar al Papa cuando se equivoca, son justamente los católicos de comunión diaria. Que lo critiquen los paganos, o los musulmanes, o los enemigos de la fe, sería para él, y para nosotros, una prenda de prestigio. Pero son justamente los católicos formados y que llevan una vida espiritual profunda, los que están más capacitados para percibir ese sensus fidelium, ese sentido de los fieles, que pueden percibir, -o casi olfatear-, cuando algo va en contra de la fe que Dios nos ha dado.

Por supuesto, no estoy defendiendo aquí a la Gorda Carrió, ni a Macri ni a su gobierno, todos los cuales me importan un bledo. Estoy señalando simplemente la mentira que profiere sin sonrojarse un alto prelado de la Iglesia y la consecuente confusión y daño que causa. 

Mudanza

Nuevamente me mudé de habitación. Durante la Cuaresma, estuve residiendo en medio de las ruinas de Whitby, entre los vientos y las lluvias del mar del Norte. Pero, como me decían los amigos, el lugar era demasiado inhóspito y, por eso, para Pascua me mudé a una habitación que resultó ser demasiado oscura, con un solo sillón y un solo vaso, lo cual daba la impresión de que al Lagavulin me lo tomaba yo solo. No era esa la idea, pero era lo que parecía ser. Por eso, y con la ayuda del generoso Alex, elegí una nueva habitación para las charlas que tenemos en este blog. Es más amplia y tiene con varios sillones a fin de que el grupo de amigos, que ¡velay! suelen ir a las reuniones con sus mujeres, pueda estar cómodo. Las lámparas ofrecen una luz cálida que invita a la conversación y y al afecto amical que, entre los cristianos, es condición necesaria para la santidad.
Y a tal punto esto es así, que los medievales tenían un particular cuidado en conservar y profundizar la amistad. Y quiero ponerles un ejemplo. El Misal de Leofric es un libro litúrgico  datado hacia fines del siglo IX o inicios del X. Fue compilado para Plegmund, arzobispo de Canterbury. El texto posee cuatro misas completas denominadas pro amico. De acuerdo a los usos litúrgicos de la época y del lugar, cada una de las misas comprende la oración colecta, la secreta, el prefacio, el hanc igitur o in fractione y la oración ad complendum o postcommunio, la que en algunos casos presenta dos opciones. Destaco aquí algunas de la cosas que los cristianos medievales pedían a Dios para sus amigos. 
En el Hanc igitur de la primera misa, se pide que el amigo pueda “vivir bien” (valeat bene vivere). El verbo utilizado, valeo, expresa tanto la posibilidad como el ser capaz de algo. Ambas acepciones pueden ser admitidas y son pertinentes en este caso. Se trata no sólo de vivir, sino de vivir bien y esta condición de vida es también don de Dios. Sólo Él puede otorgar al hombre la “capacidad” de vivir bien y, quien de ese modo viva, se hará acreedor de la felicidad eterna: “... et ad aeternam beatitudinem feliciter pervenire”, termina la oración. 
En otras de las misas aparece la mención a un nuevo don que se suplica para el amigo: el gozo de la redención. La primera de las oraciones de postcomunión suplica a Dios que el amigo, siempre gobernado por el don divino, merezca alcanzar los gozos de la eterna redención (“... et praesta ut tuo semper munere gubernetur, et ad gaudia aeterne redemptionis, te ducente peruenire mereatur”). La religión cristiana es una religión caracterizada por la esperanza y, en ese sentido, por la alegría. Ese gozo fluye de la redención obtenida de una vez y para siempre por Jesucristo, y hacia él deben dirigirse todos los esfuerzos del cristiano. El mayor deseo de un amigo hacia otro se encamina en ese sentido: alcanzar el gozo eterno. Es sugerente que se menciona en este caso el concepto de gaudium que en los casos  anteriores se habla de beatitudo. Si bien la diferencia es sólo de matices, éstos son relevantes ya que, mientras la beatitudo hace referencia a una felicidad plena y abarcadora de todo el ser humano, el gaudium acentúa también el aspecto sensible de tal estado. 
Todos los amigos laicos que participamos de este blog agradeceríamos a los sacerdotes que lo leen que, de vez en cuando, rezaran algunas de estas misas por todos nosotros. Pueden bajar el Misal de Leofric desde aquí. Y no se les ocurra poner la excusa de que ese Misal está abrogado, porque en ese caso, el año próximo se les van a ordenar diaconisas cinco viejas de la parroquia, y ahí va a ver lo que es bueno. 

Don Gabino y la hoja de Niggle

Don Gabino salía todos los días a dar un paseo. A veces, caminaba durante horas, hasta perderse en el bosque que se extendía el oeste, y regresaba a su casa al atardecer. Otras, el paseo era más breve y se reducía a recorrer las calles del pueblo y allegarse, a lo sumo, hasta la vieja iglesia que se levantaba al final de una de las callejuelas. Había sido el templo de un pequeño monasterio, del que ahora solo quedaban algunas paredes y las lápidas del cementerio que lo rodeaba. Y allí, un banco de madera bajo un frondoso cedro, ofrecía una vista apacible a los ojos y al alma.
En esa dirección iba don Gabino esa tarde, cuando se encontró en su camino con el Dr. Silícides, que salía de la consulta y regresaba a su casa.
- ¿Lo acompaño don Gabino?- preguntó el joven médico.
- Claro, caminemos juntos- respondió el viejo, dándose cuenta que Silícides, más que hablar, esa tarde necesitaba compañía. Era un hombre de corazón grande, a quien un ángel había hecho caer del caballo a la edad en que otros ni siquiera sabían poner el pie en el estribo. Y él sabía que eso era una gracia muy grande.
No hablaron casi hasta llegar al banco, y allí se sentaron en silencio. 
- Glorias pasadas -dijo Silícides señalando hacia la la enorme portalada de piedra que se levantaba la derecha y daba entrada a lo que, en otros tiempos, había sido el latifundio del señor de la villa. 
- Pareciera que ya todas las glorias del mundo han pasado. Sólo quedan fruslerías; apenas algunas baratijas de las que los hombres de hoy se enamoran - respondió con poesía don Gabino.
- ¿Se enamoran? -preguntó con picardía el joven, sabiendo que no se trataba precisamente de amor.
- Tiene razón doctor. No se enamoran; apenas si se dejan seducir, porque así les conviene, de un camelo. Puro plástico y tecnología, que vacía el alma.
Y otra vez se quedaron callados mientras la brisa del atardecer apenas si movía las pesadas ramas del cedro.
- El sol se está poniendo -dijo el doctor luego de rato.
- Y las sombras ya comenzaron a aparecer en el fondo -respondió con Gabino. 
La portalada amarillenta bajo los rayos del sol, se veía ahora gris, y grisáseos eran también los prados que la rodeaban. Sin embargo, hacia el oeste, el sol todavía no había terminado de hundirse en el horizonte y las nubes que lo acompañaban estaban teñidas de azules, celestes, blancos y rosados.
- Ya no queda nada que hacer don Gabino. Está todo perdido ¿no? -dijo después de una pausa Silícides mirando como el sol se debatía inútilmente por seguir brillando.
- Casi todo está perdido. Pero siempre queda el pequeño rebaño.
- Cuesta un poco verlo, ¿no le parece?
- Ese suele ser nuestro problema -repuso el viejo-. Tendemos a estirar demasiado la vista. Mientras vemos cómo el sol se esconde en la lejanía, no vemos las flores azules que salpican los arbustos que tenemos aquí enfrente. Y fíjese usted doctor que lindas que son.
Y, en efecto, eran flores pequeñas; apenas cuatro o cinco pétalos de un azul brillante que ni siquiera la luz tenue del atardecer podía empalidecer. 
- Ya no es tiempo de las grandes guerras, don Silícides. A esas, las perdimos todas. Ahora es el  tiempo de las batallas más importantes.
- ¿Pero no dijo que las grandes guerras habían pasado? -preguntó extrañado el médico mientras seguía contemplando las flores.
- Y ese es el problema. Seguimos creyendo que las cosas importantes son las grandes empresas; seguimos soñando con una patria cristiana que jamás existió, ni existirá, y perdemos el tiempo soñando con pelear contra el temible león rampante para arrebatarle un pedazo de tierra y, mientras tanto, somos incapaces de caer en la cuenta de la belleza de las flores azules. Es allí donde están las batallas importantes.
- ¿En las flores?
- No. En las pequeñas cosas. Primero, usted mismo. Después, los que usted ama. Tercero, su misión con respecto a los que Dios les puso delante, como decía el cardenal Newman. Y me parece que con eso ya es demasiado.

- Tiene razón. ¿En qué guerra podemos meternos si ni siquiera hemos sido capaces de vencernos a nosotros mismos? -asintió pensativo el Dr. Silícides.
- Y a veces ni siquiera somos capaces de conocernos a nosotros mismos. Y ese es nuestro primer deber como humanos y como cristianos. 
- Gnóthi seautón - replicó, recordando aún su griego. 
- Usted mismo; su familia y sus amigos, y su misión, que ya verá usted de qué se trata, porque a cada uno Dios le asigna una distinta.
Y nuevamente quedaron en silencio contemplando los últimos rayos de sol que aún se erguían detrás del horizonte. Y en ese momento, la brisa comenzó a agitarse con más intensidad y llegó hasta ellos, volando y descendiendo lentamente, una hoja de roble. 
- La hoja de Niggle -dijo don Gabino.
- No. La hoja del roble -respondió casi sin ganas Silícides, señalando el árbol que se alzaba algunos  metros frente a ellos.
- Tiene que leer más a Tolkien, doctor. Me refería al cuento. “Había una vez un pobre hombre llamado Niggle, que tenía que hacer un largo viaje. Él no quería; en realidad, todo aquel asunto le resultaba enojoso, pero no estaba en su mano evitarlo”. -recitó de memoria el viejo. ¿Y sabe qué lo detenía? El cuadro que estaba pintado. ¿Y sabe qué cosa le llevaba más tiempo de pintar? Una hoja, una pequeña hoja, que era todas las hojas del árbol. Porque esa hoja, y todas las hojas, debían ser perfectas. Cada detalle debía ser cuidado. Niggle “era de esa clase de pintores que hacen mejor las hojas que los árboles. Solía pasarse infinidad de tiempo con una sola hoja, intentando captar su forma, su brillo y los reflejos del rocío en sus bordes”. Esas son las pequeñas batallas que debemos dar, Silícides, como la que daba Niggle todos los días con su hoja y con su árbol, a pesar de todo, y mientras esperaba emprender el viaje. 
- ¿Y qué pasó con el cuadro y la hoja de Niggle?
- No quiera saberlo -dijo don Gabino, conociendo que la respuesta no era la que el joven esperaba-. Cuando estaba por terminarlo, una tormenta voló parte del techo de la casa de un vecino anciano y bastante molesto que tenía, y el pobre Niggle se vio obligado a darle el lienzo de su cuadro para cubrir el agujero del techo. Con los años, sólo un retazo del lienzo sobrevivió. La mayor parte de él se echó a perder, aunque una preciosa hoja permaneció intacta. Un vecino que la encontró la hizo enmarcar, y mas tarde la donó al Museo Municipal. Durante algún tiempo el cuadro titulado “Hoja, de Niggle” estuvo colgado en un lugar apartado y solo unos pocos ojos lo contemplaron. Pero luego el Museo cerró, y el país se olvido por completo de la hoja y de Niggle.
- Pobre Niggle -dijo Silícides- Me recuerda a Ozymandias - Y comenzó a recitar pausadamente el poema de Shelley:
“I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert. Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,
And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them and the heart that fed.
And on the pedestal these words appear:
“My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!”
Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away”.
- Aunque si mejor se piensa - continuó el doctor - de Ozymandas quedó algún trozo de su rostro de piedra y una inscripción. Del pobre Niggle no quedó nada.
- Bendito Niggle, doctor, bendito Niggle -dijo alegre don Gabino- Él se encontró con su verdadero árbol y con sus verdaderas hojas cuando terminó el viaje. Y sí, en el mundo lo olvidaron, como nosotros olvidamos a todos estos que nos rodean.
Y el viejo señaló las lápidas de piedra llenas de musgo que los años habían pulido y ni siquiera podía leerse en ellas el nombre del difunto.
- Pero lo importante, doctor Silícides, es pintar la mejor hoja, porque en esa hoja están todas nuestras hojas y, en ellas, está el árbol.
Volvieron caminando lentamente, mientras la brisa seguía soplando y, detrás de las ventanas de las casas del pueblo, comenzaban a adivinarse las primeras luces. 

Traducción del poema de Shelley:
Conocí a un viajero de una tierra antigua
que dijo: «dos enormes piernas pétreas, sin su tronco
se yerguen en el desierto. A su lado, en la arena,
semihundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo ceño
y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones
las cuales aún sobreviven, grabadas en estos inertes objetos,
a las manos que las tallaron y al corazón que las alimentó.
Y en el pedestal se leen estas palabras:
"Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!"
Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia
de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas
se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas».

Sobre el instituto Miles Christi

En las últimas horas recibí la opinión de dos personas a las que respeto y a una de las cuales conozco desde hace décadas. Ambos coincidieron en advertirme que, a su juicio, el haber promovido desde este sitio un blog dedicado a denunciar lo que ocurre en el instituto religioso Miles Christi había sido un desacierto.  Creo que en cierta medida tienen razón, reconozco el error y pido disculpas a quienes pueden haber sido afectados. 
Debo aclarar que conozco ese blog desde hace tiempo y que nunca quise hacerme eco de él hasta que pude hablar, hace pocos días, con dos ex miembros del Instituto que me confirmaron algunas, -y no todas-, las acusaciones que en ese sitio se hacen.  
Por otro lado, es preciso recordar que en mi artículo mencionaba al instituto Miles Christi como un caso más entre tantos, es decir, no era un post contra Militem
Sin embargo, y en razón de que efectivamente cabe la posibilidad que en muchos casos los comentarios relaten malosentendidos, resentimientos o, directamente, mentiras, he preferido retirar el post del blog. 
No significa esto que me desdiga de los peligros que veo en muchas nuevas fundaciones sino que, en razón de los testimonios  a los que hice mención al comienzo, considero justo desligar al instituto Miles Christi de esos casos y llamar la atención de los lectores de este bitácora acerca del blog de denuncias mencionado advirtiéndoles que, si bien muchos de los hechos que allí se relatan son verdaderos, muchos otros no lo son o pueden no serlo.

Miserias en el valle de lágrimas

Días pasados nos enteramos que el Santo Padre recibirá en audiencia privada a Hebe de Bonafini, un antropoide totalmente despreciable que, entre otras cosas, defecó detrás del altar mayor de la catedral metropolitana de Buenos Aires y que, en ocasión de la muerte de Juan Pablo II dijo: “Nosotras deseamos que se queme vivo en el infierno. Es un cerdo. Aunque un sacerdote me dijo que el cerdo se come, y este Papa es incomible”. Por supuesto, jamás se arrepintió de sus dicho y hechos.
Ayer nos enteramos que el Santo Padre no quiso recibir a Margarita Barrientos, una humilde mujer originaria de Santiago del Estero que a sus 12 años fue abandonada por sus padres junto a sus once hermanos. Ya en Buenos Aires, se casó y tuvo nueve hijos propios y adoptó otros tres. En medio de la crisis del 2002 comenzó a dar de comer a niños de su barrio, tan pobres como ella. Hoy alimenta diariamente a cientos de ellos. 
Relató en un programa televisivo refiriéndose a su frustrada presencia en la audiencia pública pontificia: “Avisé con tiempo que iba. Un empresario nos pagó el viaje. Fuimos con Juan Carlos Pallarols y la periodista Karina Villela. Teníamos la audiencia. Entramos con la tarjeta celeste, para sentarnos. En un momento vinieron y nos sacaron. Me dijeron que había prioridad por otra gente que había ahí. No me sentí mal en absoluto. Pensé 'estará ocupado’”. Y añadió quien la acompañaba en ese momento: “Estábamos ubicados en el atrio. Y al lado de Margarita estaba la señora de Carlotto. De una manera espantosa nos sacaron del lugar y no nos dieron ninguna explicación. Nos faltaron el respeto. Fue una experiencia triste. Nos sentimos muy maltratados. Dejé una carta que le había escrito al Papa. Nunca me la contestó”.

Días atrás nos enteramos de la polémica desatada en Lima, un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, a raíz de que el párroco del lugar, P. Carlos Scarlata, fijara un cartel en la entrada del templo indicando cuál era la vestimenta adecuada para ingresar. Allí disponía que no podía hacerse con pantalones cortos, bermudas, chinelas, minifaldas, escotes pronunciados, etc., es decir, lo que cualquier cristiano que posee un mínimo de conciencia y piedad hacia los lugares sagrados hace. A mi juicio, el P. Scarlata cometió el error de hablar con la prensa. (La prensa, siempre es enemiga, aunque sea un pasquín de pueblo. Con la prensa no se debe hablar, ni siquiera se debe enviar una carta de lectores porque es hacerle el juego al enemigo). La cuestión es que los carteles del pueblo se convirtieron en escándalo nacional, apareciendo en los diarios de mayor lectura y en los programas de televisión de mayor audiencia.
El obispo del P. Scarlata, es Mons. Pedro Laxague, hijo de una ilustre y heroica familia francesa que, según dicen los memoriosos, en sus años de juventud fue postulante en la abadía de Fontgombault. Declaró a la prensa: “La Iglesia tiene las puertas abiertas para todos, quiere recibir a todos, atender a todos sin discriminar a nadie. Lo que mira Dios es el corazón de la persona que se acerca a conocerlo. El Señor nunca se va a fijar en la vestimenta, los adornos. Es de hombres, es de adultos, reconocer los errores y pedir perdón. Y yo asumo ese pedido de perdón a la comunidad, a los que se han sentido discriminados”. 


La sombra del siglo XIX es alargada

Vivimos a la sombra del siglo XIX. Quiero decir con ello que, en aspectos decisivos, la imagen del mundo estándar de nuestros días sigue firmemente asentada sobre las claves desarrolladas por varias generaciones de filósofos de aquella centuria. Estos filósofos labraron, a lo largo de un proceso creativo realmente notable, los surcos de las ideas sobre la realidad y sobre el hombre que hoy suelen considerarse obviedades; unos surcos que cualquier ingenuo puede creer ahora que está descubriendo por su cuenta, cuando no hace más que seguir el trazado impuesto por los que fueron sus auténticos pensadores.
Por supuesto, entre los distintos autores decimonónicos encontramos enormes discrepancias: No dice lo mismo Feuerbach que Schopenhauer; ni Marx que Nietzsche; ni Comte que Freud (que es tan decimonónico como el que más, aunque casi la mitad de su vida transcurriera ya en el siglo XX). Pero hay un punto clave que comparten todos ellos, y que le da un aire de familia a todas las propuestas intelectuales de aquel tiempo: su ateísmo. El siglo XIX es el momento en el que se realiza el mayor esfuerzo de la historia de Occidente por pensar la realidad en clave atea. De manera que las principales propuestas filosóficas de esa centuria bien pueden ser entendidas como tentativas para obtener la cosmovisión atea más consistente y verosímil.
Ni que decir tiene que el ateísmo no es un invento del siglo XIX: Ya en tiempos de Sócrates —en pleno siglo V antes de Cristo— sofistas como Protágoras apenas si cubrían su ateísmo con el delgado velo de declararse incompetentes para abordar el asunto de la existencia y los rasgos de la divinidad. Pero lo cierto es que la confluencia de la corriente de pensamiento socrático-platónico-aristotélica con la teología cristiana dio lugar a una imagen teísta del mundo tan persuasiva que durante muchos siglos ningún autor de primera fila se sintió atraído a explorar la vía inicialmente esbozada por Protágoras, Demócrito o Lucrecio. Durante todo el periodo medieval, en incluso a comienzos de la Edad Moderna, el ateísmo estaba reservado a anónimos profesores de la Sorbona, o no menos anónimos «libertinos eruditos». Se sabe de la existencia de esas voces ateas por el eco que despertaron en los grandes filósofos teístas de cada periodo, pero poco más. El gran explorador pionero del ateísmo actual fue David Hume. Y con tal éxito, que sus «Diálogos sobre la religión natural» (publicados póstumamente en 1779, año que podemos considerar como el verdadero inicio del siglo XIX filosófico) constituyen la fuente genuina de casi todos los argumentos ateos que se vienen repitiendo desde entonces hasta la fecha. A mi modo de ver, el lector que busque las razones para el ateísmo pierde su tiempo leyendo a Dawkins, o a Dennett, o incluso al propio Bertrand Russell, puesto que podría acudir directamente a la versión original de las ideas que manejan todos ellos, que no es otra que los «Diálogos sobre la religión natural» de Hume.
Vivimos a la sombra del siglo XIX. Y no resulta sorprendente que sea así, porque la historia del pensamiento se escribe por épocas que abarcan varios siglos. A veces muchos siglos. Las imágenes del mundo pensadas tienden a perdurar mucho más que aquellos que las pensaron. Modificándose a veces con extrema lentitud, y llegando otras veces, también con extrema lentitud, a generar crisis históricas que muestran sus limitaciones (como ocurriera al final del mundo antiguo, y también al final del mundo medieval).
La desproporcionada lentitud de la evolución de las ideas, comparada con la duración de la vida humana, convierte en una tarea prácticamente imposible el atisbar los desarrollos futuros del pensamiento. Bien es cierto que Nietzsche, por mencionar el ejemplo quizás más notable de profeta filosófico, supo ver con cierta antelación lo que sería la gran popularización del ateísmo en el siglo XX, y también el tipo de hombre y de sociedad a que ello daría lugar (el «último hombre», en su terminología). Pero es justo reconocer que Nietzsche fue, en este sentido, alguien dotado de una capacidad intuitiva definitivamente excepcional. Para el común de los mortales, lo único que está al alcance es constatar la situación presente, y tratar de deducir de ella las consecuencias y extrapolaciones más obvias.
La situación presente, por lo que se refiere al pensamiento, viene dada por el hecho de que la cosmovisión decimonónica atea ha triunfado en Occidente, convirtiéndose en la convicción popular por defecto. Al menos por lo que se refiere a ese tipo de pueblo constituido por profesores, académicos, políticos, periodistas, líderes económicos, líderes «intelectuales» etc. Eso implica, para empezar, que no nos hallamos ante unas ideas que puedan ser en estos momentos refutadas mediante simples argumentos, por muy necesarios que estos sean (y los buenos argumentos lo son siempre, con independencia de su utilidad). Pues los que viven inmersos en la cosmovisión decimonónica, ni siquiera se dan cuenta de que están tomando partido por una filosofía, sino que, guiados por la seguridad que ofrece el pensamiento compartido por toda la colmena, tienden a tomar el materialismo ateo, no por una hipótesis, ni por una interpretación de la realidad, sino por la más evidente de las realidades, que resulta ocioso siquiera discutir.
En tales circunstancias, si la experiencia histórica nos permite anticipar algo, es que, salvo sorpresas intelectuales (que también se dan a veces) el materialismo ateo continuará ocupando el papel de pensamiento hegemónico en nuestra civilización hasta que esta sea llevada a situaciones realmente insostenibles y motivadas en parte por las deficiencias de dicho pensamiento. O al menos hasta que nuestra civilización tenga que afrontar situaciones límite para las que no haya salida desde la cosmovisión estándar.
¿Cabe apuntar indicadores de que nos estemos acercando a alguna situación límite en este sentido? Desde luego, resulta muy arriesgado aventurar nada al respecto. Pero a mi modo de ver, comienzan ya a atisbarse problemas muy difíciles de manejar desde las coordenadas del pensamiento vigente (e incluso en parte motivados por él). La catástrofe demográfica hacia la que nos encaminamos es posiblemente uno de ellos. Quizás el más importante. Y la incapacidad de ofrecer un análisis certero (y no digamos ya una estrategia de defensa) frente al peligro de islamización de Europa, bien puede ser otro.
En cualquier caso, y por centrarnos en un solo ejemplo, la familia cristiana, con su compromiso por la fidelidad, la fecundidad y el cuidado de las generaciones venideras podría llegar a ser contemplada en el futuro como una auténtica tabla de salvación, como un ariete contra el muro de aporías del materialismo, cuando se aproxime, o se alcance, el desplome demográfico de una sociedad basada en individuos que buscan maximizar su bienestar en esta vida (la única que existe para ellos). De manera que el testimonio (estoy por decir martirial) de tales familias tal vez nos acerque en su día más a la superación del ateísmo decimonónico que muchos tratados de teología. Ahora bien, cuando llegue el momento, ¿habrá aún familias cristianas en un número socialmente relevante?
Graves amenazas se ciernen hoy sobre la familia cristiana, en buena parte debidas al ambiente ideológico hostil en el que tiene que desenvolverse. Y de ahí que la Iglesia debería hacer cuanto estuviera en su mano por mantener vigente y fortalecer su modelo de familia fiel, estable y fecunda, que constituye uno de los tesoros principales de la perspectiva cristiana. Pero, ¿lo está haciendo? 
¡Ay!, el problema es que la sombra del siglo XIX también se alarga en nuestros días sobre la Iglesia: En aquella centuria, como respuesta al ambiente intelectual cada vez más enemigo, se optó por garantizar la fidelidad a la doctrina cristiana sobredimensionando el papel de la ciudadela romana, que sería el baluarte para siempre inexpugnable. Y así se llegó en la mentalidad popular católica al extremo de confundir la Santa Sede con la perenne morada en la Tierra del Espíritu Santo, y cada palabra de un Papa como un dictamen infalible. Y de ahí el caos que se está produciendo ahora que la ciudadela romana flaquea, y flaquea justo en un tema tan grave como es la enseñanza de la doctrina cristiana sobre el sacramento del matrimonio, el sacramento de la penitencia y el sacramento de la eucaristía. Las aguas del Tíber bajan turbias. Las directrices son ambiguas. Y el potencial disolvente de semejante situación para muchas familias es obvio. Como obvio resulta también el peligro de que la propia doctrina cristiana sobre la familia acabe difuminándose en una niebla de indefiniciones, casos particulares, ambigüedades, alternativas y aproximaciones infinitas a un ideal irrealmente lejano. ¡Y justo la doctrina cristiana sobre la familia!, cuando la dimensión familiar del hombre es posiblemente uno de los elementos de la realidad peor enfocados por el pensamiento dominante de nuestro tiempo.
Reitero y concluyo: Vivimos a la sombra del siglo XIX. Los ateos a su manera, y los católicos a la nuestra. Mucho habríamos ganado si consiguiéramos nosotros reconocer esta circunstancia, de manera que podamos dejar atrás dicha sombra antes de que su oscuridad nos impida maniobrar frente a los escollos.

Francisco José Soler Gil

Muy poca laetitia

De nuestro corresponsal en el Vaticano.
Mientras tímidamente se insinúa la primavera romana, la Exhortación Postsinodal no le ha traído muchas leticias al papa Francisco. Llueven las críticas, y el estado deliberativo instalado en las etapas sinodales no ha desaparecido.
Desde la Argentina le quisieron dar una alegría y un sostén, pero resultó al revés.
Los obispos argentinos reunidos en Asamblea Plenaria le enviaron una carta felicitándolo y agradeciéndole por tan magnífico documento, que los orienta sabiamente en la vida cristiana. 
Pero, el tono tan obsequioso del texto ya generaba suspicacias en el entorno de Francisco.
El mismo Papa habría mostrado poco entusiasmo cuando recibió la carta. Dicen que tuvo un gesto de relativización de la misma.
Pero el entuerto se consumó cuando una comunicación directa, tal vez vía telefónica, le contó la verdad no escrita.
En la Asamblea Episcopal estaba previsto que hubiera una presentación, y luego análisis colectivo del documento. El encargado era el arzobispo Víctor Manuel Fernandez. ¡Nadie más indicado! Pero su exposición se limitó a las partes que no suscitan problemas. Las que tratan de las mariposas y los pajaritos. Las de una mirada casi adolescente del negocio humano del matrimonio.
No sólo il coccolato evitó entrar in medias res, sino que se suprimió el tratamiento de tales partes en la Asamblea. Como a San Pablo en el Areópago, sobre los asuntos espinosos se dijo “oiremos o hablaremos otro día”.
El análisis y el debate episcopal quedó postergado sine die. Quedó librado a que cada obispo lo vea, lo rece, lo hable en su provincia eclesiástica, o lo consulte con sus laicos del Movimiento Familiar Cristiano. Algún socarrón dijo que lo mejor era llevar la Exhortación Amoris Laetitia a que la expliquen los de la Renovación Carismática, como hablan en lenguas no se entenderá nada y todos saldrán reconfortados. 
En definitiva, lo que ocurrió es que soplaba un viento borrascoso en la Asamblea Episcopal. No hay acuerdo en la interpretación ni en qué decir a los sacerdotes y a los fieles. El ánimo real de los obispos argentinos hacia el hermano obispo de Roma está contrariado. Los tonos del fastidio varían y se expresan en las conversaciones. Pero no en la carta.
Sin embargo, siempre alguno cuenta .........

Dall'ombra der Cuppolone


Nota bene: Añado al reporte de nuestro corresponsal romano un dato, y tiene que ver con las preguntas, muy pocas y tímidas, que le hicieron a il coccolato -es decir, Mons. Tucho Fernández- luego de su presentación. Uno de los obispos preguntó si era posible, entonces, que los recasados comulgaran. Tucho respondió: “Es esa la línea que deben bajar. Esa es la posición de Roma”. Ante esto, un señor arzobispo exclamó gozoso: “En la Iglesia ya no hay principios”. Lo curioso fue que ninguno de sus hermanos en el episcopado -y eran más de cien en el recinto- fueron capaces de discutir o rechazar tal afirmación.