El cansancio de Benny

Cuando el 11 de febrero de 2013 nos enteramos con estupor que Benedicto XVI renunciaba al papado, retirándose a una vida alejada del mundo y de las miradas extrañas, para dedicarse a la contemplación y a la oración por la Iglesia, todos sufrimos bastante: ya no veríamos más a ese ancianito que tanto nos había reconfortado con sus palabras y sus liturgias. ¡Qué pena! ¡Qué tristeza!
Sin embargo, poco a poco el espíritu nos volvió al cuerpo. Lo empezamos a ver con cierta frecuencia alimentando a los pececitos de colores en los estanques pontificios o entretenido en largos discurso con los gatos petrinos. Lo vimos, incluso, compartir un enorme chopp con un grupo de bávaros.
Y también comenzó a hablar. Una cartita aquí; una pequeña entrevista allá; un saludo acullá. Parecía un poco raro. Hasta decepcionante. Pensábamos que todas esas cosas podría haberlas dicho desde la sede de San Pedro y de ese modo nos habríamos librado de los disparates que escuchábamos desde la sede de Santa Marta. 
Casi pierdo la paciencia en febrero de 2014 cuando, en una carta a Andrea Tornielli, le explicó que seguía usando sotana blanca “porque en el momento de mi dimisión no había otra ropa”. Es decir, se trataba de un problema de sastrería.  “Este hombre piensa que somos ingenuos”, me dije. ¿Quién va a creer semejante bobada? Solamente los neocones, que no se caracterizan por su inteligencia y perspicacia.
Pero hace pocos días cayó la gota que rebalsó el vaso. En la próxima biografía del Papa Ratzinger que saldrá publicada en breve, el mismo pontífice explica las razones de su renuncia con estas palabras: “Después de la experiencia del viaje a México y a Cuba, ya no me sentía capaz de realizar un viaje tan comprometido [a las JMJ de Río de Janeiro]. Además, con la impronta marcada por Juan Pablo II en estas jornadas, la presencia física del Papa era indispensable. No se podía pensar en una participación televisiva o en otras formas facilitadas por la tecnología. Ésta asimismo era una circunstancia por la cual la renuncia era para mí un deber”. En pocas palabras, el papa Ratzinger renunció al papado porque no podía viajar a Brasil.  
Teológicamente hablando, según Benedicto XVI, el ejercicio del ministerio petrino tiene como finalidad, desde Juan Pablo II, confirmar en la fe de Jesucristo a los cristianos y asistir a las Jornadas Mundial de la Juventud. Quien no pueda ejercitar esas dos actividades, no puede ser papa. 
“Pedro, ¿me amas? Apacienta mis ovejas y asiste a las JMJ”, será la nueva versión benedictina del evangelio de San Juan. 
Nobleza obliga, hay que decir que este mayúsculo disparate es perfectamente comparable a los mayúsculos disparates con que nos desayuna diariamente Bergoglio. O peor, porque viene de la boca de un teólogo.

Conclusiones:
1. Benedicto chochea. Si así fuera, no entiendo por qué quienes lo rodean no lo cuidan e impiden que diga semejantes pavadas.
2. Las razones de su renuncia fueron más graves y oscuras de lo que prevemos y, por eso, está dando manotazos, o bien para señalar elípticamente esa gravedad, o bien para desviar la atención del caso.

En cualquier caso -y con perdón-, nos está tomando por estúpidos.

Las carmelitas de Nogoyá

Estuve dudando. No sabía si escribir un post sobre el caso de las carmelitas de Nogoyá. Preferí poner apenas unas líneas. No tengo mucho que decir más que lo cualquier lector del blog puede pensar.
El caso en sí es un grave disparate pero perfectamente previsible. Si el Secretario de Derechos Humanos de la nación quiere procesar a Mons. Aguer porque habló de "sociedad fornicaria" y criticó el "matrimonio igualitario" porque se trata de expresiones discriminatorias que se alejan del magisterio del Papa Francisco (sic), sólo era cuestión de tiempo para que acusen a las monjas de privación ilegítima de la libertad y torturas. Lo peor de todo ha sido la humillación a la que han sido sometidas las pobre monjas: fueron revisadas por los médicos forenses a fin de constatar las lesiones producidas por las torturadoras.
Con respecto a la reacción de la Iglesia, el portavoz del arzobispado dijo, en pocas palabras, que se trata de un monasterio de derecho pontificio, es decir, depende del Vaticano, es decir, ellos no tienen nada que ver. Demasiado tienen los pobres con el cura Illaraz y sus abusos de seminaristas menores como para meterse ahora en el berenjenal de las monjas.
El arzobispo Puiggari usó el sentido común: derriban la puerta de un monasterio por una simple denuncia, dijo. Es decir, sobreactuación de un fiscal berreta de pueblo que querrá alguna promoción. ¿Podría hacer más? Sí, claro, excomulgar al fiscal por violar la clausura, por ejemplo, pero si no tiene apoyo de arriba, no lo hará. No cabe duda que cualquier medida dura que tomara, sería respondida con una visita fraterna y, en pocos meses, Puiggari correría la suerte de Livieres y Sarlinga.
¿Salir a los medios de comunicación a explicar el sentido cristiano de la penitencia corporal? De ningún modo. No lo entenderían, o lo entenderían mal. Sería peor. La doctrina no hay que darla a quienes no están preparados para recibirla. Como dice el Señor, "no hay que arrojar perlas a los chanchos". 
¿Bergoglio hará algo? Lo dudo. Si los afectados hubiese sido una comunidad de judíos, un grupo de pobres y excluídas "trabajadoras del sexo" o las Madres de Plaza de Mayo, ya las hubiese llamado por teléfono, o habría mandado a su operador Vera a difundir una carta de apoyo. O, incluso, les habría mandado un rosario como le mandó a la impresentable ladrona Milagro Salas. Pero son monjas católicas. No vale la pena. Que se embromen. 
A lo sumo, moverá influencias para que el caso se silencie en los medios. 
Nada que no pudiéramos prever. 

Elogio de la corbata

por Ludovicus
La corbata amenaza con desaparecer, al abrigo de cierta demagogia prima de los sans culottes de la Revolución y de los descamisados de Perón. Cada vez menos situaciones la exigen: un casamiento muy formal, un Te Deum,  o una entrevista para un trabajo en el que no se usará corbata. Es una pena. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo, escribió el conservador Borges. Y ocurre que un cambio de hábito es un cambio de hábitos. Siempre me llamó la atención que Aristóteles colocara algo tan accesorio como la ropa en la categoría de accidente metafísico, nada menos que aquello que modifica a la sustancia, contrariando el trillado refrán de que el hábito no hace al monje. Decididamente, sólo entendemos a Aristóteles a la tarde. La lechuza de Minerva. 
No he sido siempre un apologista de la corbata. De chico, era sinónimo de colegio, de nudos complicados, de falta de libertad. De joven, disfrutaba con sacármela cuando llegaba del trabajo, y no comprendía a las generaciones anteriores, a veces con bata y corbata en su propia casa. En realidad, muchas veces la corbata marcaba los lindes de lo público, de la obligación, del actuar político (de la polis). Ya habían caído los sombreros como si fueran coronas, pero la corbata permanecía, como reliquia de la fusión entre la corte de Luis XIV y los feroces mercenarios croatas que la llevaron.
Ya no. 
El primer elogio que se me ocurre de la corbata es su inutilidad: es la única prenda gratuita del vestuario masculino (hasta los gemelos tienen su función, al reemplazar los botones). Es un lujo, como el amor, la filosofía o el vino, algo tan superfluo como los colores de la cola del pavo real macho. Podrá usarse a veces para reflejar el estado de ánimo, pero muchas veces se elige por azar y gustos, fabricada con géneros preciosos (alguien debería explicar por qué la seda sólo aparece también en los bolsillos y forros). Desde Brummel en adelante el vestuario masculino se ha funcionalizado y acromatizado: la corbata es una reliquia de antiguos esplendores, de una virilidad menos gris y más autoafirmativa (¿para cuándo el desfile del orgullo varonil?), como ocurre en la naturaleza. 
Algunos no obstante computan a favor de la corbata un beneficio colateral: no exige camisas impecablemente planchadas, en particular en el reborde donde se abotonan (uno de estos días le preguntaré a mi mujer como se llama). Muchos, en especial los actores y políticos –perdón por el pleonasmo- que no usan corbata “por simplicidad” cambian sus camisas durante el día, un lujo inasequible al vulgo. 
La frivolidad y la mala conciencia de los que no son progres o mejor dicho, lo son pero de tránsito lento, ha llevado a adoptar esta moda, negativa si las hay, porque produce la sensación de “informalidad”, “sencillez”, quizás juventud. La clase media urbana ha encontrado su descamisamiento, y nuestros políticos de centro ya logran parecerse a los funcionarios iraníes o chinos, verdaderos precursores de la descorbatez. Triste conquista que comparten con los anteriores bolcheviques de salón, cleptócratas de vocación. 
En cualquier caso, sentimos que algo muy hondo se pierde con la corbata. Quizás el cuello es una zona más noble de lo que pensamos para dejarlo desnudo, quizás los croatas tuvieran razón y la corbata es un amuleto que defiende al corazón de las agresiones y de la vulgaridad, del mal de ojo y de la ignorancia 
Pero quizás el argumento más dramático a favor de la corbata es que priva de lo que llamaremos el estado-de-estar-sin-corbata de nuestras épocas juveniles. Ese sentimiento de frescura y de libertad, de informalidad y franqueza que transmite el descorbatamiento desaparece si se elimina definitivamente la corbata. Es como si se hicieran todos los días feriado: desaparecerían los feriados. Las cosas se valoran, ay, cuando se van perdiendo, y al perder el sentido de las formalidades se destruye el de la informalidad. Las reacciones negativas son eso: acciones que valen contra algo.  Como el protestantismo sin Papa, como el libertinaje sin victorianismo, como el ateísmo sin Dios, una vez que aquello contra lo que se reacciona desaparece nos quedamos vacíos. Con la camisa abierta y el cuello, el pecho, desguarnecidos.

Su Eminencia


Publicaba ayer una fotografía enviada por mi agente Jaimito con los dos malandras pontificios.
La que me envía hoy fue tomada ayer martes 23 de agosto, a las 19:30 hs., en una librería de viejos de la Avenida de Mayo. A quien se ve allí revolviendo libros viejos es al cardenal Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires y Primado de Argentina.
Discretamente vestido de negro y dedicado a una actividad que se encuentra entre mis preferidas. Un aplauso para Su Eminencia.

¿Qué estarán tramando?



Anoche -22 de agosto de 2016- se vio en una discreta mesa de un bodegón de Recoleta a estos dos malandras. El que se tapa la cara es Mons. Marcelo Sánchez Sorondo, alcahuete pontificio y traidor mayor a los principios que aprendió de su padre y enseñó durante décadas en las universidades romanas.
El otro es Gustavo Vera, decano del lumpenaje del que gusta rodearse a Bergoglio, su enviado para acordar con Podemos, el partido español que perdió estrepitosamente las elecciones, y su operador en las cuestiones sucias e inconfesables.
¿Qué estarían tramando? Lamentablemente, mi agente no pudo activar los micrófonos ocultos pero creo que en todos podremos descubrirlo.
Yo creo que se trata de la próxima operación para ir desgastando el gobierno de Macri, desparramando datos falsos y soliviantando a las masas de orcos que manejan.

Black Mischief

Black Mischief es una hilarante novela de Evelyn Waugh, recomendable para quienes deseen reírse un rato. Acabo de comprar en Mercado Libre una edición española de los ’50, en la que traducen el título como Fechoría negra. Otra traducción prefiere Merienda de negros (pueden bajar desde aquí). De lo más oportuno para sintetizar, según mi opinión, los puntos que discutimos en el artículo anterior.
Y empiezo otra vez con una referencia a Castellani. El 25 de junio de 1970 le escribía a su gran amigo Alberto Grafiggna: 
“En cuanto a la patria me pasa algo raro: que ya no le tengo amor, no es eso; que no sienta sus contrastes, tampoco; que no me importe nada, menos; que sea una nación “anómala” como decía César Pico, “blandengue” como decía Scalabrini, o “cretina” como decía Améndola, no estoy seguro. Lo que me pasa es difícil de explicar: una especie de indiferencia resignada y triste junto con una viva atención del intelecto; en fin, esa “inútil sabiduría de la vejez”, que quien sabe si es útil”. 
Y yo, sin tener sabiduría y sin ser todavía viejo (o, al menos, no del todo) siento esa misma indiferencia resignada aunque no triste, por el momento. Y la expongo en la siguiente síntesis, propia de un aficionado a la historia y no más que eso.
Argentina nació de un parto prematuro, acunada por una Primera Junta -rejunte de contrabandistas y jacobinos (cf. Roberto Di  Stefano, Ovejas Negras. Historia de los anticlericales argentinos, Sudamericana, Buenos Aires, 2010)-, y bautizada por clérigos liberales y amancebados, triste antecedente de la tradición clerical y episcopal argentina (cf. N. Calvo, R. Di Stefano y K. Gallo, Los curas de la Revolución. Vida de eclesiásticos en los orígenes de la Nación, Emecé, Buenos Aires, 2002). Sus victorias militares contra el Reino de España fueron lideradas por un soldado que se había formado en España, que había jurado fidelidad al rey español y que había combatido bajo su pabellón durante veintidós años y que, de pronto se dio vuelta. Y que, además, llegó al Río de la Plata luego de pasar un año y medio entre Londres y Escocia, donde aprendió a compartir los ideales del imperialismo británico (cf. Rodolfo Terragno, Maitland & San Martín, Sudamericana, Buenos Aires, 2012). ¿Qué clase dirigente podía salir de semejante condumio?
Y sin embargo, salió. Porque, a mi entender, Argentina gozó de una clase dirigente hispánica y criolla, aristocracia en sus mejores términos, entre 1835 y 1852, mientras fue gobernada por Juan Manuel de Rosas y los caudillos federales. Habrán tenido muchas fallas pero todas ellas se podrían haber ido puliendo en el tiempo si no hubiese ocurrido Caseros. Como bien dijo un comentarista en el artículo anterior, después de esa batalla, a la verdadera y más noble clase dirigente del país no le quedó más remedio que exiliarse en Southampton. 
Avanzaba la segunda mitad del siglo XIX apareció otra clase dirigente, de otro signo, liberal, masónica y anticlerical, que no me gusta nada, pero que era clase dirigente, y su máximo exponente fue Julio Argentino Roca. Nos gustará poco o mucho, pero Roca fue un estadista como lo fue Rosas. Los dos únicos que ha tenido el país. 
Los hijos de esa generación se aburguesaron y se desentendieron por pereza de los destinos del país. No estaba en ellos darnos una patria católica e hispánica, pero al menos nos podrían haber dado orden, seriedad, previsibilidad, educación, cultura, trenes y todas las demás ventajas de las que gozó este país durante décadas. Prefirieron vivir en París, dejaron solo a Roque Sáenz Peña que promulgó su famosa ley y entonces los negros, con Irigoyen a la cabeza, hicieron sus primeras fechorías, y ya no dejarían de hacerlas hasta la actualidad. Genta los llamó calamidad; podríamos llamarlos también orcos; como sea, el apelativo negro nada tiene que ver con el color de la piel, ni con la raza ni con las señoras gordas de Recoleta. Demás está decirlo, pero hay algunos que no lo entienden. 
Ya no nos recuperamos más. Una posibilidad fue la presidencia del Gral. José Félix Uriburu, pero la frustró la envidia y el oportunismo de un coctel de militares liberales, rezagos de la clase dirigente de la generación del ’80 y socialistas. Hasta hace poco pensaba que Frondizi, aunque muy lejos de Rosas y Roca, algo podría haber hecho, pero veo que estaba equivocado: no fue más que un pequeño traidorzuelo que no dudó en pagarle, a través de Rogelio Frigerio (tío del actual Ministro del Interior) varios cientos de miles de dólares a Perón para que ordenara a su seguidores que votaran por él. (Cf. Juan Bautista Yofre, Puerta de Hierro. Los documentos inéditos y los encuentros de Perón en el exilio, Sudamericana, Buenos Aires, 2015, pp. 91-131). Una última e improbable chance fue el gobierno del Gral. Juan Carlos Onganía, que se rodeó de gente buena, de gente capaz y, también, de inútiles y descastados, pero ya era tarde. La economía liberal de Krieger Vasena y el marxismo que se filtraba desde Cuba condimentado con las arengas oportunistas de Perón desde Madrid impidieron cualquier recuperación (cf. Roberto Roth, Los años de Onganía, Ediciones de La Campana, Buenos Aires, 1980). 
Ya sabemos lo que vino después. Y acabamos de salir de doce años de ser gobernados por una negra de piel blanca y con una fortuna de cientos de millones de dólares, que se rodeó de miles de negros que esquilmaron el país, cometiendo fechorías propias de Uganda. Y lo más triste de todo es que fue elegida y re-elegida con el 54% de los votos por “esa patria nuestra” de la que hablaba Sebastián S., y nos salvamos de que volviera al poder por apenas el 1,6% de votos. Porque no la eligieron los marcianos ni los bolivianos: la eligieron los argentinos. Yo me resisto a ser parte de una patria que tiene semejantes hijos. 
Y así estamos ahora. Con Macri. Hijo de un comerciante inescrupuloso, que hace psicoanálisis semanalmente desde hace viente años, practica yoga, tiene como gurú a un publicista ecuatoriano de izquierda y se casó, en terceras nupcias, con una turca de frondoso pasado. En la ceremonia, expresó su compromiso con estas palabras: “Gracias por haberme elegido, gracias negrita, mágica, única y hechicera”, mientras se apiñaban sus invitados, entre otros, Marcelo Tinelli, Jorge Rial y Guillermo Cóppola. En fin, una merienda de negros.
Quizás Castellani tenía razón. Frente a este panorama, el mejor sentimiento es la indiferencia resignada

Cosquillas

Una y otra vez nos asombramos de que, en tan poco tiempo, todo haya cambiado tanto. Cordera y sus corderitos habrían sido impensables hace treinta años, y no sólo por sus últimos dichos sino por toda su carrera. Ya nos explicó Ludovicus que gran parte de la extraordinaria velocidad del desbarranque de la cultura argentina tiene su origen en el progresismo latinoamericanista, es decir, primitivo y brutal, que instaló la recua kirchnerista durante sus doce años de poder, aplaudida y apoyada -hay que recordarlo-, por el todo el peronismo. Pero hay un detalle que no se nos debe pasar por el alto: todo esto fue posible porque la población estaba ya amansada; le habían sacado las cosquillas. 
Cuenta un hombre de campo: “Cuando comienzo a amansar un caballo, lo primero que hago es una versión de “sacarle las cosquillas al caballo”. Lo trabajo en un corral redondo, con el caballo embozalado y el cabestro en mi mano, empiezo usando una pequeña bandera en la punta de un palo de 90 centímetros. Yo froto esa bandera por todo su cuerpo, eso hace que él luego esté preparado para ponerle la montura y luego montarlo”. Ningún caballo se deja montar si antes no “le sacaron las cosquillas”, y lo mismo sucede con la sociedades.
Veamos el caso de la Iglesia. La catástrofe del Vaticano II, que comenzó siendo litúrgica, fue posible porque a los hombres de la Iglesia ya le habían sacado las cosquillas. No puede explicarse de otro modo que miles de obispos y centenares de miles de sacerdote hayan aceptado mansamente y en el término de pocos meses, un cambio tan dramático en el concepto y la forma de celebración de la Santa Misa, el monumento cultural más precioso que tenía la cristiandad occidental. ¿Y cuáles fueron esas cosquillas? Ya hablamos alguna vez del tema aquí y aquí. La primera de todas fue la reforma del breviario romano llevada a cabo por el papa San Pío X. Fue la primera vez en dos mil años de historia que alguien se atrevía a meter mano y reformar propiamente, dando vueltas y volviendo a armar a piacere, por el solo de su voluntad. La segunda fue la reforma de la Semana Santa realizada por el papa Pío XII a través de una comisión manejada, en las sombras, por el mismo Bugnini que años más tarde reformaría el ordo missae completo. Difícilmente los teólogos, el episcopado y el clero habrían aceptado el tamaño crimen litúrgico de los ’60 si antes no les hubieran sacado las cosquillas.
¿Cuándo comenzaron a sacarle las cosquillas al país? Los historiadores y memoriosos podrán citar varios acontecimientos. Yo quiero rescatar aquí uno de ellos. Este fin de semana largo vi La tregua, película estrenada en agosto de 1974, dirigida por Sergio Renan sobre el libro homónimo de Mario Benedetti. Fue el primer film latinoamericano en competir en los Oscar y perdió nada menos que con Amarcord (Es muy difícil ganarle a Fellini). Yo era muy niño, pero recuerdo que los adultos hablaban bajito del escándalo que significaba el estreno de tamaña inmoralidad. El argumento, más allá de las cientos de variantes que se pueden interpretar, abre varios frentes progres y saca varias cosquillas. El protagonista, un viudo cincuentón, tiene una aventura fugaz con una mujer casada con la que se cruza en el colectivo; se enamora y convive con una subordinada del trabajo veinticinco años menor y uno de sus hijos se revela homosexual y se va de la casa. Y todos estos hechos, que hoy nos parecen de lo más corrientes, son justificados: un viudo dedicado a su trabajo y un marido que se despreocupa de su mujer justifican el adulterio touch and go; el amor que viene a redimir el otoño de una vida triste justifica el adulterio sostenido en el tiempo; la normalidad de la homosexualidad y el derecho a la felicidad de todos justifica la conducta del hijo. 
No sé cuánto habrá impactado efectivamente La tregua en la sociedad, pero no cabe duda que fue un hito, hace cuarenta años, en el proceso de “corderización” de la sociedad argentina. 

El silencio de los corderos

por Ludovicus

El reciente episodio protagonizado por esa piltrafa llamada Gustavo Cordera es un símbolo de nuestra tan mentada transformación cultural. Nada más progre que Cordera, nada más repugnante. Este individuo epiceno y embotado se jacta de haber asistido a varias sesiones de ayauhasca en la selva, ritual cool si los hay en la progresía sedienta de pseudomísticas. Condensó su evangelio humanocéntrico en la obscena Soy mi Soberano, que podría haber sido redactada por un ángel caído si se perdonan los ripios y las torpezas. Mostró obscenidades y vulgaridades y todo con un fuerte sentido luciferino, detectable en otros exponentes de nuestra gloriosa subcultura –como el conjunto preferido de Aníbal Fernández- formada por el humus y las heces de la droga, el resentimiento, la abyección y la náusea.
Las bellas almas de la progresía se rasgan ahora las vestiduras, porque el sujeto en cuestión exaltó el estupro y aseguró que ciertas mujeres necesitaban ser violadas.  Novaresio mesó sus barbas, Domán estalló en indignación, la directora de Barcelona –tan luego- se ofendió. Y sin embargo, las declaraciones de Cordera ilustran el fondo nihilista y característico de la moral de horda de la versión progresista del pensamiento latinoamericano. Mientras que en otras latitudes viste tweed, se expresa con rigurosidad y eventualmente mantiene ciertas formas que tienden al paganismo, el progresismo argentino y latinoamericano no es más que el retroceso al estado de barbarie prehispánica, la degradación entrópica de la cultura en horda, sobre todo en lo sexual, en la transgresión del incesto, en la abyección que campeaba por sus fueros antes de que el glorioso Portador de Cristo pisara tierra americana. El Kirchnerismo oficializó esa cultura el día que elevó a status matrimonial el “casamiento homosexual” y una Morsa de bigotes blanquecinos defendía a los pibes y a la legalización de la droga. El mal trabajo se hizo mal, y hoy la sociedad se divide entre progres enragé y progres moderados, más un enorme rebaño de corderos en silencio que engullen los pastos de los tópicos progres con mansedumbre.
En pocos lugares del mundo se hace tan evidente que el progreso del progresismo es regresión. Deberíamos hablar de regresismo. En Caracas, disuelto el contrato social en medio de escalada de violencias, delitos, y escasez, es regreso a las formas más precarias de vida. Aquí ha devenido regresión a etapas de salteadores de caminos y ladrones de tumbas. El progresismo no es más que la deconstrucción de la sociedad humana, regresando a embriogenéticas anteriores y eventualmente a su disolución. Y tal veneno, tal nefanda meningitis, propagada a la Iglesia por su mayor representante en la variante latinoamericana, como dice el Wanderer en su último post, comporta disolución a lío y carne, y carne invertebrada. La Iglesia convertida en un montón de carne.
El progresismo es rebelión contra las naturalezas, sean individuales, sociales o sobrenaturales. El progresismo es el enemigo de la Ley, pero también de la gracia.
El progresismo es el mal, el progresismo es la muerte.

Religión líquida

Hace algunos días, Jack Tollers escribió un post que en el que señaló algo que a veces olvidamos o que, al menos en mi caso, no terminamos de dimensionar. Me refiero al indeclinable deber que tiene la Iglesia, y que tenemos nosotros sus hijos, de mantener y defender la doctrina católica hasta la última iota. Los lectores del blog dirán: “Es obvio”, y efectivamente lo es, pero por las características del mundo contemporáneo y de los acontecimientos que nos tocan vivir, tendemos a ser muy cuidadosos con las iotas de la moral -lo cual está muy bien-, y ser más laxos o desentendidos con las de la dogmática. Más aún, tendemos a considerarlas detalles o pasatiempos de especialistas ociosos que no hacen más que distraernos del verdadero combate que hoy debemos librar. Es un hecho que cuando en estas misma páginas hemos tratado temas de liturgia, por ejemplo, varios lectores se quejan porque perdemos el tiempo discutiendo cosas tan poco trascendentes. Se trata, según ellos, de discusiones bizantinas que no aportan nada a la gravedad de la hora actual.
El artículo de Tollers, por el contrario, y siguiendo a Castellani, consideraba que tales detalles son más graves que el mismo pecado. Yo no me voy a meter en esa discusión, pero sí me parece fundamental que tomemos conciencia de la importancia impostergable de la lucha por la pureza, hasta la última iota, de la doctrina.
Ya sabemos que el pontífice aéreamente reinante, desprecia a los teólogos. Públicamente ha dicho -y lo hemos reproducido en este blog-, que hay que dejar que los teólogos discutan entre ellos las diferencias doctrinales que nos separan, por ejemplo, de los luteranos, mientras que el resto de los fieles debemos trabajar ecuménica y mancomunadamente sin preocuparnos por esas minucias. Ha dicho incluso, medio en broma, medio en serio, que a él le gustaría encerrar a todos los teólogos en una isla para que allí se cansen de discutir sus cuestiones doctrinales y dejen tranquilos a los pastores con olor a oveja que hacen el trabajo importante. Y la verdad es que muchas veces estamos tentados a sumarnos tímidamente al mismo criterio. Es que ya no tienen demasiada importancia las modalidades de las procesiones trinitarias, o si Nuestro Señor gozó o no de la visión beatífica durante su vida terrena. En vez de perder el tiempo en eso, mejor dedicarse a luchar contra el aborto o a esclarecer las aventuras de Leticia. Y es un error. Un error grave en los que muchos católicos “del palo” caen fácilmente.
Pongamos un solo ejemplo histórico de los múltiples que podríamos mencionar. En el siglo IV se realizó el concilio de Calcedonia cuyo objetivo fue confirmar la doctrina de la Iglesia con respecto a la naturaleza de Cristo, ya que Eutiques y Dióscoro -dos importantes obispos y teólogos- entendían que su naturaleza humana estaba subsumida en la naturaleza divina. Es decir, en el Señor había sólo una naturaleza: la divina, y esta es la doctrina que se llamó monofisismo. Un detalle; una distinción de teólogos que no cambiaba en absoluta la pastoral, ni disminuía la pobreza, ni contribuía a la paz social y tampoco contaminaba el olor ovino de los pastores de la época. Sin embargo, esta herejía, al ser condenada por Calcedonia, provocó la separación de la comunión católica del patriarcado de Alejandría, y por tanto de todo Egipto, de la iglesia armenia y de la iglesia jacobita o siríaca. ¡Tamaña consecuencia ocasionada por la tozudez de los obispos caldecónicos! Y sin embargo, ni ellos ni el papa de Roma eran ingenuos o incapaces de calcular las consecuencias pero, igualmente, consideraron que era preferible perder tres grandes iglesias antes que modificar una iota de la doctrina ortodoxa.
Hoy pareciera que la unidad es más valiosa que la verdad y que, entonces, resulta más importante, o casi lo único importante, realizar actos ecuménicos, trabajar juntos por la promoción del hombre y rezar juntos en Asís o cualquier otro lugar, en vez de discutir y esclarecer las iotas de nuestra fe. A muchos católicos les parece más importante determinar exactamente las condiciones precisas de la moral matrimonial -y que Leticia no se cuele en la alcoba- que afirmar con certeza todos y cada uno de los artículos del Credo. Y esto tiene un nombre: juanpablismo puro, porque el papa Juan Pablo II fue el primer emergente del Vaticano II en este sentido: descuido de la dogmática y concentración en moral. Bergoglio, el segundo, y creo yo último emergente del mismo Concilio, se ha manifestado como el descuido y desprecio de toda la teología -moral y dogmática- en favor de la pastoral. Una vez más lo decimos: la ablación del intelecto especulativo y reinado absoluto del intelecto práctico. 
Esta nuevo concepto de religión que inauguró el Concilio Vaticano II y que fue refrendado por todos los pontífices siguientes, propone, en el fondo, una religión líquida, es decir, un fluido capaz de ser vertido en cualquier recipiente adoptando sin resistencias la forma que éste tenga. Es por eso que los Padres Conciliares hablaron de un concilio pastoral que rechazaba cualquier intento de definición, y es por eso que Francisco se niega no solamente a definir, sino  también a repetir las definiciones más obvias. Es que, si define, la religión comienza a solidificarse y ya no puede volcarse en cualquier recipiente y muchos de ellos quedarán vacíos. 
Pero el problema de esta concepción es que el líquido es incapaz de sostener estructuras. Nadie edifica su casa sobre un lago, sin antes haber fijado firmemente los pilotes en el lecho firme y rocoso. Los progres y neocones piensan que con la doctrina líquida es suficiente, sencillamente, porque los tiempos han cambiados y, por eso, pretenden mantener todo lo que la Iglesia tuvo y consiguió durante los duros siglos de las estructuras dogmáticas, con el tranquilizador arrullo del fluido de las olas. Y por mantener todo me refiero a mantener a curas célibes, mantener templos y colegios costosísimos, mantener las colectas y todo el aparato necesario que implica la religión. Pero es imposible. Difícilmente un cura logrará mantenerse célibe si da lo mismo ser cura católico o pastor calvinista; escasamente se encontrarán jóvenes dispuestos a defender su pureza si Leticia tiene permisos pontificios para refocilarse y si los católicos estamos impedidos de juzgar ciertas conductas; con mucha dificultad los fieles contribuirán al sostenimiento del culto, si saben que lo el trabajo social al que se ha reducido el accionar la parroquia de la esquina lo hace con mayor eficacia la ONG de la otra esquina; será casi imposible encontrar jóvenes que quieran consagrar su vida a las misiones si, desde arriba, se determina que el proselitismo es dañino, que no hay que convertir a los judíos y que el ideal pontificio es que los cristianos vivan como hermanos con los musulmanes.
Decía Chesterton hace varias décadas que es como si el tallo de un rosal se marchitara hasta desaparecer de la vista y los pétalos de la rosa permanecieran flotando. “Es como si pudiese haber rayos de sol después de desaparecer el sol. No es sólo la cosa mayor de una cosa, sino la mayor y más fuerte la que se sacrifica a la parte pequeña y secundaria”. Se sacaron los cimientos pero se pretende que el castillo se mantenga en pie. En otros términos, el Concilio Vaticano II y los pontífices siguientes infectaron la Iglesia con una enfermedad que sólo destruye lo huesos. La pregunta es ¿cuánto tiempo más estos buenos hombres pretenden que se mantengan los músculos en tensión y la carne con forma humana sin desplomarse en una masa informe? Casi una pregunta retórica; Bergoglio se está encargando de ir arrojando en un caldero los cartílagos, órganos, pelos y trozos de carne que quedaron informes cuando le quitaron la estructura ósea. 
¿Hay solución? Humanamente hablando, no veo ninguna. Ya más de una generación es la que lleva sufriendo este cáncer que ha terminado por carcomer sus huesos. Y el problema no es que no pueden volver a generarse; el problema es que la carne actual no los soportaría.

Finalmente

Finalmente, lo que desde este blog comenzamos a denunciar en 2008, ha sido oficialmente confirmado según aparece hoy publicado en Infocatólica.
Siempre dijimos que en el IVE hay centenares de hombres y mujeres de bien que han entregado su vida por un ideal que nadie puede discutir: Cristo mismo.
Quiera Dios que el sinceramiento de la situación, que la pública condena del abusador y el apartamiento de sus encubridores fortalezca al Instituto y dé la paz a sus miembros. 




LA SANTA SEDE DIRIGIÓ EL VII CAPÍTULO GENERAL

Cambia la dirección del IVE y se confirma la condena al P. Buela por abusos

Desde el 1º al 22 de Julio pasado tuvo lugar el VII Capítulo General del Instituto del Verbo Encarnado, congregación religiosa nacida en Argentina y fundada (1984) por el P. Carlos M. Buela, y del Instituto Servidoras del Señor y de la Virgen de Matará (1988). Ambos institutos, que cuentan con rama contemplativa y activa, han tenido un gran desarrollo y, especialmente dedicados a las misiones, están presentes en los cinco continentes.
5/08/16 10:15 AM |  Imprimir |  Enviar
(InfoCatólica) Por disposición de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica (CIVCSVA) y con el expreso mandato del Papa Francisco, el 16 de Diciembre de 2015 se había notificado al Consejo General que la Santa Sede estaría a cargo de la dirección de ese Capítulo General, enviando un presidente y a dos veedores: Mons. Angelo Todisco, auditor de la Rota Romana y el R.P. Philippe Toxé, O.P., consejero pontificio para los textos legislativos. Asimismo, se informó que la Santa Sede se reservaba el nombramiento de tres padres del IVE para el nuevo Gobierno General a raíz de algunas denuncias respecto del gobierno y la marcha del Instituto.
Según indica la página oficial del IVE el Capítulo General fue presidido por expreso mandato de la Santa Sede, por el Cardenal Francesco Coccopalmerio, actual presidente del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos quien, en la primera sesión informó por escrito dos medidas:
a. La primera referente a una condena que pesa sobre el P. Carlos Buela por denuncias referidas a ciertos abusos en materia sexual, de autoridad y de conciencia, expresando que el Dicasterio para los Religiosos «ha reconocido la veracidad de las denuncias y ha establecido su imputabilidad, confirmadas en modo específico por parte de dos sumos pontífices» (Benedicto XVI y Francisco). 
b. La segunda referida al gobierno del Instituto decretando que, el Consejo General que había gobernado hasta entonces, quedaba inhabilitado para ser reelecto lo mismo que los Padres Provinciales (superiores de las diversas provincias eclesiásticas).
La votación en estas condiciones hizo que el cargo de Superior General recayese sobre el P. Gustavo Nieto y dos consejeros: los PP. Ricardo Clarey y Daniel Cima. Por parte de la Santa Sede fueron nombrados los PP. Ervens Mengelle (Vicario General), Eugenio Elías y Christian Ferraro.
Por su parte, se informó que el P. Carlos Walker, ex–Superior General fue destinado, «después de su ofrecimiento explícito», a extremo Oriente (Taiwan).
Se ha declarado que las medidas han sido aprobadas específicamente por el Papa Francisco

No odiaré al Papa Francisco

por Francisco José Soler Gil

Desde hace algunos días estoy sufriendo unos accesos agudos de fiebre y dolor de cabeza. Nada serio. Una gripe veraniega, no más. Pero sobre todo las noches se hacen muy penosas: los pensamientos se enredan interminablemente, y uno suplica en vano por un poco de sueño.
Así, por ejemplo, hace dos noches no podía dejar de darle vueltas a la última ―entretanto supongo que ya penúltima o antepenúltima abyección― del Papa Francisco, perpetrada en su vuelo de vuelta de Polonia: Yo no lo escuché, ni tampoco había leído el comentario de Wanderer, por la gripe, pero un buen amigo me había comentado el episodio en los términos siguientes:
«¡Bestial!
En menos de dos minutos Francisco:
1) Niega la existencia del terrorismo islamista, la mayor preocupación actual de todos los países occidentales y de más de medio mundo.
2) Equipara un hipotético fundamentalismo cristiano con el terrorismo islamista, dando un arma de inmenso poder destructivo a los grupos de opinión que persiguen mostrar la igualdad maligna de todas las religiones sin distinción. Por supuesto, esos fundamentalistas cristianos que son iguales o peores que los violentos islamistas somos, a los ojos de todo el mundo, y también de Francisco, gente exactamente como nosotros.
3) Equipara la "violencia de género" con el terrorismo, en la línea de los feminismos más extremos. Justifica, pues, las medidas preventivas contra los hombres que se deben aplicar a toda patología terrorista.
4) Avala como Papa las prácticas sincretistas, no como un producto de la subcultura religiosa que se da en todas partes y reviste esos caracteres en zonas de contacto entre Islam y Cristianismo, sino como algo plausible y ejemplar».

En menos de dos minutos. Y es que la vileza de Bergoglio es olímpica: Cuando parece que ya no va a poder superar su marca, entonces simplemente va y la supera: citius, altius, fortius.
En menos de dos minutos, digo... pero yo pasaba horas y horas, que no querían pasar en realidad, y llegué a experimentar la sensación de que la cabeza me estallaría en cualquier momento. Hasta que, en medio de esa tortura, se abrió paso una idea que mentiría si dijera que hizo desaparecer los dolores o la fiebre, pero que al menos me consoló no poco: No odiaré al Papa Francisco.
Ojo, para el lector que ya en este punto quiera emprender su propia marcha, y acusarme, por ejemplo, de que «por fin amaba al Gran Hermano», ya le anticipo como despedida que se equivocó. Y por eso colaboro con Wanderer, y por eso he comenzado este artículo aludiendo a las seguramente ya no últimas declaraciones bochornosas de Bergoglio. No, bochornosas no: abyectas.
Pero la amargura que nadie nos va a ahorrar en todo este pontificado ―y que quede la cosa ahí― no debemos dejar en ningún caso que se convierta en odio. No debo odiar al Papa Francisco. Y que conste que estoy escribiendo estas líneas ante todo porque yo he andado por la raya misma entre la amargura y el odio en no pocas ocasiones, desde que se inició este nefasto pontificado. Y quizás a veces más de un lado que del otro.
Pero Cristo nos dejó un mandato con la autoridad que sólo Cristo tiene: Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen y os calumnian. En estos tiempos, cabe que no haya mayor enemigo y calumniador de la Iglesia que el Papa Francisco, que no pierde ocasión ninguna que se le presenta (y si no se le presenta, se la inventa él mismo) para proseguir su labor de zapa y demolición. Hay que denunciar la zapa, cuando la percibamos, y hay que denunciar sin cansarse los nuevos episodios de la demolición. Pero no odiaré al Papa Francisco. Y eso quiere decir, ante todo, muy concretamente, que no le desearé la condenación eterna en modo alguno, y por muchos puntos que parezca estar acumulando para el Día de la Ira. Le desearé una muerte santa, una conversión siquiera in extremis, incluso cuando todo parezca perdido.
El gran poeta Dante hizo mal, a mi modo de ver, cuando pobló su infierno de personas bien concretas, conocidas por sus contemporáneos, arrogándose un papel que le corresponde a Otro. En el Evangelio hay demasiados avisos acerca del infierno, y un cristiano no puede obviarlos. Es evidente. Pero escribir un lista, siquiera parcial, de los condenados, y no digamos ya desearle ese destino a alguien en concreto, eso ya es otro cantar. Y el odio ―y es muy posible que el mandato de Cristo, que de ninguna forma era un buenista, tenga que ver con esto― el odio, digo, al primero que consume es al odiador.
No odiar a nadie. Por supuesto, tomar las medidas oportunas para combatir los distintos peligros, en cada situación de la vida, y en cada situación de la historia, pero no odiar a nadie: ni siquiera a los enemigos, contra los que hay que combatir, sin duda; ni siquiera al terrible azote de la Iglesia de nuestros días, que es el Papa Francisco.
Lo digo con toda sinceridad: Yo me alegraré el día en que se anuncie la muerte de este Papa. Más que nada porque cabe la posibilidad ―quizás próxima, quizás remota, no sé― de que al Papa destructor suceda un Papa santo, un verdadero sucesor de San Francisco en el poner manos a la obra para reconstruir Su Iglesia, que se cae a pedazos. Pero ocurra lo que ocurra, desearé para Bergoglio de todo corazón el eterno descanso. Para Bergoglio, y para todo el mundo. Y ni que decir tiene que ni se me ocurre pedir entretanto porque llegue pronto ese día de esperanza. Porque decidir sobre la muerte, como sobre el Juicio, es algo que debe estar reservado al Altísimo, que sabe siempre lo mejor.
Ahora bien, mientras esperamos, sin gastar el menor pensamiento en ello, el momento en que el Altísimo decida llamar a su presencia al Papa, ¿qué podemos hacer? Bien, para empezar está claro que el magisterio romano de nuestros días, ni es magisterio, ni es nada. Es puro veneno para la fe. Por tanto, en la medida de lo posible, no escuchar al Papa Francisco ―y eso es algo que no resulta tan fácil―, ni leer nada suyo, ni de su corte de pelotilleros mitrados o por mitrar.
Y luego, recordar que la Iglesia no son sólo sus tristes y derrumbados muros presentes. Hay mucho magisterio por ahí para el que de verdad se plantee el ser cristiano. Puede leer a San Agustín, puede leer las actas del martirio de San Policarpo ―un mártir de tiempos en otro sentido también trágicos para la Iglesia, por el que confieso sentir especial devoción― puede leer a los grandes Padres Capadocios, o a San Benito, o a San Bernardo. Y al leerlos saber que esa Iglesia ya es invencible, y nos ayuda, y siempre podremos refugiarnos bajo sus bóvedas. Esa es la verdadera comunidad de la que formamos parte. Y no podrá sernos arrebatada.
Hay que leer a los santos, y hay que releer también, y en estos tiempos quizás con cierta frecuencia, a Gonzalo de Berceo. Sí, también. Hace aún muy pocos días, justo antes del acceso de fiebre, tuve la dicha de leer unos comentarios afortunadísimos sobre el carácter de Nuestra Señora, según lo intuye Gonzalo de Berceo, escritos por el poeta Miguel D’Ors, que me voy a permitir copiarles en parte. Narrando, por ejemplo, el episodio en el que Santa María salió en defensa, contra el demonio, de un monje que se había embriagado en la bodega de su convento, escribe D’Ors:

«Pasados ya los sustos, pero no los efectos de la trompa del infeliz monje, Santa María ―aquí quería yo llegar―, demuestra saber perfectamente como manejar a un borracho:
Prísolo por la mano, levolo poral lecho,
cubriólo con la manta e con el sobrelecho
púsol so la cabeza el cabezal derecho.
Demás quando lo ovo en su lecho echado
santiguol de su diestra e fo bien santiguado.
Y qué humana ―y hasta qué riojana― aparece Nuestra Señora en el milagro de “El clérigo ignorante: el infeliz que sólo se sabía la Misa de la Virgen. [...] Está claro que para el buen poeta riojano lo sobrenatural era lo más natural del mundo».

Bien: Pues esa es la Iglesia docente de nuestros días: los santos, los mártires, y monjes cargados de sentido común como Gonzalo de Berceo. Y esa es la asamblea a la que queremos pertenecer.
¿Y cómo podría ser vencida una Iglesia así? Acudamos a ellos, hablemos de ellos, hablemos con ellos, y esperemos un nuevo milagro «riojano» de Santa María en nuestro tiempo, salvando a los vacilantes, confortando a los amargados, y echándole una bronca descomunal a los clérigos y teólogos adulteradores, que bien la merecen. Apuesto que ellos ni se plantean esta posibilidad, y apuesto que bien podrían llevarse a la postre una sorpresa: Santa María, consoladora de los afligidos, auxilio de los cristianos, ruega por nosotros.

En modo avión

Tenía previsto escribir un reportaje del periodista Juan Berretta comentando sus desventuras en el vuelo pontificio de regreso de Cracovia. Sin, embargo, luego de leer las declaraciones de Francisco hechas “en modo avión”, me parecieron demasiado poco serias para escribir sobre ellas un texto en broma. La gravedad de las insensateces proferidas esta vez en el aire dejan atónito a cualquiera que aun conserve el sentido común. 
Hay que reconocer, sin embargo, que Bergoglio tiene una extraña capacidad: puede decir con rampante seriedad, como si fuesen profundos principios sólo por él escrutados, las evidencias y tautologías más crasas y, con la misma seriedad, negar otras evidencias que no le convienen. Y a tal punto llega el descaro pontificio que ayer, la misma Elizabetta Piqué dio cuenta de su asombro, medio a desgano, en su artículo de La Nación. Pongamos un ejemplo. En su viaje de ida, el Papa dio a conocer a los países de la tierra que “el mundo está en guerra porque no hay paz”. Me trajo recuerdos de infancia: Carlitos Bala nos preguntaba: “¿Qué gusto tiene la sal?”, y todos respondíamos: “¡Salada!” Y, a renglón seguido, sostuvo que la guerra desatada por el Estado Islámico no es una guerra de religión sino una guerra de intereses por el poder y la riqueza. Yo le pregunto, entonces, al Señor Papa, ¿por qué el Isis degolló a un anciano de ochenta y cinco años que vivía modestamente en un pueblito francés? ¿Qué factor de poder o de dinero manejaba este buen señor? Ninguno. Lo mataron simplemente por su condición de sacerdote católico, es decir, lo mataron por un motivo religioso. Ergo, se trata de una guerra de religión.
Pero las palabras pronunciadas durante el viaje de regreso son aún más asombrosas. Había dicho también en su viaje de ida que los atentados que estaban sucediéndose en Europa no eran casos de inseguridad sino una verdadera guerra. Pero ahora, a la vuelta, para explicar que el islam no tiene nada ver con los actos terroristas adujo que también los católicos son violentos porque él lee en los diarios que hay muchos crímenes en las ciudades (un novio que mata a su novia, o un yerno que mata a su suegra), es decir, casos de inseguridad. “Santo Padre, póngase de acuerdo. O son peras, o son mandarinas. Y si son peras, no las ponga en el mismo cajón de las mandarinas. Pero, y más grave aún, no pueden poner en el mismo plano, y sólo para denigrar a los católicos, casos de violencia doméstica que existen en todos los países y en todas las culturas, con los atentados terroristas. ¿No le resulta básica la distinción?”
En esa misma desopilante respuesta, explicó que en el islam hay un pequeño grupo de fundamentalistas, que es el Estado Islámico, como también lo hay dentro de los católicos, aunque en este caso se dedican a matar con la lengua. ¡Sinvergüenza! Que nos diga el Papa qué grupo armado católico, identificado como tal, entra en un local de rock o en un restaurante al grito de “¿Quién como Dios?”, disparando a mansalva. Según él, la diferencia es mínima: mientras que los musulmanes fundamentalistas matan con balas, los católicos fundamentalistas matan con la lengua, “lo dice el apóstol Santiago, no yo”, advierte. Con lo cual tenemos que los católicos fundamentalistas, que nadie sabe bien quiénes son, son tan malos como el Isis, lo cual está refrendado por las palabras de Santiago. 
-Santo Padre, efectivamente hay muchos que matan con la lengua. Piense usted en la cantidad de católicos con tendencia homosexual que vivían en castidad y que, cuando escucharon de su boca que nadie puede juzgar a los homosexuales, comenzaron a llevar libremente una vida de pecado. O piense en las personas que se habían separados de sus cónyuges por el motivo que fuera y evitaban entablar una nueva relación porque así lo mandaba la Iglesia y, luego de enterarse a través de su pluma de las correrías de Leticia, comenzaron a vivir en adulterio. Tiene usted razón. Hay palabras que matan, que matan la gracia de Dios en las almas.
Bergoglio terminó el capítulo del islam contándonos que él tiene un montón de amigos musulmanes que son más buenos que Caperucita Roja, y que en algún lugar de África son tan pero tan buenos, que viven como hermanos con los católicos. Enternecedor, convincente y conclusivo: el islam es tan bueno como el catolicismo. Tiene algunos bellacos, llamados fundamentalistas, como también los tiene la Iglesia católica. Por lo tanto, no podemos decir nada. En todo caso, son tan culpables como nosotros.
Es que, efectivamente, cuando se leen las palabras pontificias, la impresión que queda es que da absolutamente lo mismo ser católico que ser musulmán. Lo importante es no ser fundamentalista porque estos monstruos no quieren vivir como hermanos lo que, aparentemente, sería el objetivo principal de cualquier cristiano. Y no estoy suponiendo. En la misa de clausura de las JMJ llamó en dos ocasiones a los jóvenes a construir una “nueva humanidad”. No se trata ya de construir, en todo caso, una nueva cristiandad, sino nueva humanidad. Ni Benson hubiese imaginado algo así: el pontífice romano, dirigiéndose a millones de jóvenes, para invitarlos a crear el reino del hombre. 
Y como la burra de Balaam, quizás también haya profetizado: dijo que no sabe si irá a las próximas JMJ que se realizarán en Panamá pero que, si no va él, irá Pedro. ¿Petrus Romanus?

De bono mortis


Hoy se celebra el día de los Siete Hermanos Macabeos, martirizados por defender el verdadero culto a Dios. También, es en este episodio en el que aparece con mayor claridad en la Revelación veterotestamentaria la vida más allá de la vida terrena y la esperanza en la resurrección. “¡Príncipe malvado!, tú nos quitas la vida presente, pero el Señor de los cielos y la tierra nos resucitará y nos dará la vida eterna, porque morimos en defensa de su ley”, grita el segundo de los hermanos al rey Antíoco Epifanes.
Es oportuno el día, entonces, para volver a la reflexión sobre la muerte cristiana. Les dejo el texto breve pero imperdible sobre el concepto de la muerte en los Santos Padres según el P. Danielou. Pueden bajarlo desde aquí.