Matrimonios y algo más

Empecemos por manifestar el lugar común: vivimos tiempos difíciles. Si bien la Iglesia visible–en su bimilenaria existencia– ha atravesado todo tipo de trances y aprietes, cada vez me encuentro más obligado a reconocer que estos días son sus peores. Si desde hace unos años el modernismo –“suma de todas las herejías” al decir de SS. San Pío X– golpea desde el interior sus cimientos, hoy podemos afirmar, sin temor a estar exagerando, que el mismo se encuentra en su apogeo.
Son varios los signos que dan cuenta de ello pero hace unos días ocurrió uno que tuvo un impacto especial en mi alma. Y sí, tiene que ver con el actual Pontífice (Dios lo tenga pronto en su gloria). Como es de público conocimiento, en otro episodio de sus incontenciones sermoniales en Casa Santa Marta (Pobrecita. Está bien que el Señor la retó, pero no merecía que la recordásemos sólo por la calidad de quien se aloja en el hospedaje dedicado a su memoria), nuestro Pontifex peronistorum habló del sacramento del matrimonio: poco de su naturaleza, mucho de casuística como no podría ser de otra manera. En concreto, hay dos afirmaciones suyas que tuvieron eco inmediato y tristemente sonoro.
1° Que la gran parte de los matrimonios cristianos son nulos (Sí, dijo “la gran parte”. No “algunos” como quisieron disfrazarlo posteriormente)
2° Que en algunas parejas de convivientes (aka “concubinos”) existe auténticamente la gracia matrimonial.
Creo que sobre lo primero no hay mucho que discutir, al menos en principio. Quien sea que haya tomado un mínimo contacto con alguna parroquia donde se celebren varios casamientos por fin de semana podrá, con la simple empeiría, descifrar que la gran mayoría no tiene ni la menor idea de lo que está haciendo. Ergo el matrimonio es nulo (¡Si sólo esa lógica aplicase también a los cónclaves, como pedía alguien en Twitter!)
Ahora bien, lo segundo es lisa y llanamente una herejía y, dependiendo de las intenciones de quien formuló la triste frase, un pecado contra el Espíritu Santo. Porque decir que la vida íntima de Dios, la Trinidad misma (que no otra cosa es la gracia), habita en aquellos que están objetivamente en pecado mortal, es ir en contra de las Sagradas Escrituras, de la Tradición y de siglos de Magisterio solemnemente definido. No viene al caso citar aquí la enorme cantidad de fuentes que podrían traerse a colación. Quien lee estas líneas seguramente las conoce a la perfección, y quien necesita que se las citen para poder determinar si lo que dijo el Papa es o no una herejía, mejor deje de leer en este punto e indague a qué religión cree pertenecer.
No es la primera vez que Francisco desbarranca: lo sé. Tal vez tampoco sea la última: lo temo. Pero esta vez me impactó de otro modo. El matrimonio es un misterio muy grande que yo recién estoy empezando a descubrir a tientas, gateando y balbuceando. Como expresa maravillosamente la liturgia, es la única institución que no fue abolida por la culpa del pecado original; y es, a su vez, signo de la unión de Cristo con su Iglesia y del alma con su Señor. Decir que la gracia matrimonial está en los concubinos simplemente porque son fieles durante cierto periodo de tiempo (habría que ver toda la película, esto es, el desenlace de la vida, para saber si hay fidelidad real o no, como decía Aristóteles acerca del virtuoso), es simplemente ignorar lo que es la gracia, o directamente mentir sobre su naturaleza. Es renunciar al amor cristiano, que es agape pero también eros sobrenaturalizado, para abdicar en favor del más tilingo amor hollywoodense, donde el true love es pura sensiblería barata o simple voluntarismo irracional que estropea no importa cuántos compromisos solemnes, juramentos consentidos e instituciones milenarias con tal de ser honestos consigo mismos.
Esta renuncia es un claro signo modernista. Porque la iglesia modernista se caracteriza por perder (o negar) el enfoque de su misión originaria ya que renuncia, más o menos explícitamente, a predicar y propiciar el Reino de Dios “que no es de este mundo” en los corazones de los hombres. Prefiere, antes bien, predicar el reino de los hombres, endulzado –eso sí– con alguna pizca de mensaje espiritual o de referencia al Altísimo (“No tomarás su Santo Nombre en vano”) Así, el modernista olvida (o niega) que la Iglesia debe ser un “contramundo en el mundo”, en palabras de Nicolás Gómez Dávila; y que la felicidad y libertad auténticas están en el conocimiento y en el amor de Dios y en la guarda de sus mandamientos, pedidos centrales que rezamos en la Oración Dominical (Cfr. San Cipriano, La oración del Señor, §§12-14). La Iglesia debe ser “sal de la tierra” sin ser ella misma “tierra” (es decir, carnal); estar en la tierra para transformar lo carnal en espiritual, para que los que aún son limo de la tierra “empiecen a ser celestiales, nacidos del agua y del espíritu” (San Cipirano, op. cit., §17).
Pero el modernista no cree en esto. Y Francisco, al decir lo que dijo, manifiesta que no cree en esto. Porque si es cierto que la gran parte de los matrimonios cristianos son nulos, lo que urge es reforzar la casi inexistente catequesis prematrimonial… o dejar de celebrar casamientos. No pretender que la gracia matrimonial es una construcción humana que depende de las ganas (hoy los jóvenes usan otra palabra referida a las partes pudendas) que le pongamos a querernos.
Así, aunque podría argumentarse que Dios Todopoderoso no se ata a los medios que Él mismo ha instaurado, y que –si es su Voluntad– puede salvar a alguien por fuera del orden común de los Sacramentos, no es menos verdadero que la Iglesia posee como misión principalísima propiciar la salvación de los hombres a través de ellos en tanto signos eficaces de la Gracia. Y no creer en la eficiencia de los Sacramentos, relativizar su importancia y banalizar su celebración son, a mi modo de ver, un pecado contra su Autor.
En otras palabras, como indica John Henry Newman, “hay una Iglesia visible, con sacramentos y ritos que son los canales de la gracia invisible” (Apología pro vita sua). Según Fernando Cavaller, esta verdad tan profunda o, mejor dicho, la meditación detenida de la misma fue la que llevó al célebre inglés y a otros a los umbrales de la Iglesia de Roma. Y es esa misma verdad la que hoy es negada precisamente en Roma, justamente por boca de su Obispo. 
“Ironías del destino” pensará el pagano; “misteriosos designios de la Providencia” sabe el cristiano. Sólo queda para nosotros rogar con el salmista: “…es hora de que actúes, Señor: han quebrantado tu voluntad”.
El Profesor de Worms

Charlas de café de Orugario y Escrutopo

El pasado 13 de mayo el cardenal arzobispo de Valencia, Antonio Cañizares, pronunció en la capilla de la Universidad Católica de Valencia una homilía que le está causando ciertos problemas. La homilía, cuyo tema central era el valor de la familia, no hubiera merecido en realidad comentario alguno. Si acaso, hubiera podido llamarse la atención sobre los patéticos y desesperados intentos que en ella se hacen de afirmar la continuidad de la «enseñanza» contenida en amoris letitiae, y en general la continuidad del pensamiento de Francisco, con la doctrina tradicional de la Iglesia:
«Por ello, atendiendo a las necesidades más urgentes y apremiantes del momento actual, el Papa Francisco con su Exhortación Apostólica Amoris laetitia nos confirma en la urgencia de apostar y trabajar en favor del matrimonio y de la familia...»
«La Exhortación Apostólica del Papa Francisco, en total continuidad con las enseñanzas de los anteriores Papas, por ello, es una puerta abierta a la esperanza».
Etc... (En fin: Triste papel el de los pastores de nuestro tiempo...)
Pero no. En la España de comienzos del siglo XXI ―es decir, en una nación especialmente acomplejada y avergonzada de sí misma y de su historia, y, por tanto, presta a dejarse enloquecer por cualquier moda cultural proveniente de «los países avanzados»―, había que destilar para la industria del escándalo, de entre toda aquella sarta de lugares comunes que fue la homilía, la que posiblemente era la única frase gallarda:
«Ahí tenemos legislaciones contrarias a la familia, la acción de fuerzas políticas y sociales, a la que se suman movimientos y acciones del imperio gay, de ideologías como el feminismo radical o la más insidiosa de todas, la ideología de género».
¡Pardiez! ¡Qué frase más rara en labios de un obispo hispano de esta época! Y, sobre todo, ¡qué gran ocasión para volver a montar el enésimo numerito esperpéntico de afirmación de fe en la tolerancia, y en los derechos de las oprimidas minorías sexuales, frente a la intolerancia patriarcal de la Iglesia Católica! ¡Gracias, Cañizares!
Ocasión aprovechada, por supuesto. De manera que los acontecimientos hasta ahora han ido siguiendo su curso ritual: Propuesta de reprobación en las Cortes Valencianas, apertura de diligencias de la fiscalía contra el cardenal por un presunto delito de yo qué se qué. Y en fin, todo el aparato pirotécnico al que nos vamos acostumbrando de un par de gobiernos a esta parte.
Sin embargo, ante tales muestras de hostilidad, no han faltado buenos amigos católicos ―buenos amigos, y buenos católicos― que me han escrito expresándome su indignación, y sugiriendo que iniciáramos tales o cuales acciones de solidaridad con el cardenal Cañizares. Aunque sólo fuera por la amenaza contra la libertad de expresión que supone una anécdota así.
Y tienen razón en que lo que ocurre supone una amenaza general, y en que puede que no falte ya tanto para que en España acabe en la cárcel cualquiera que se atreva a sostener la doctrina católica de siempre sobre la sexualidad y la familia. O simplemente cualquiera que se atreva a sostener una tesis que choque contra la corriente de opinión dominante en el momento. Pero, a pesar de todo, no he podido ocultar un cierto escepticismo, que me ha llevado a sugerirles que, antes de iniciar nada, esperen a ver cómo reaccionan los obispos españoles, es decir, cómo defienden al cardenal Cañizares sus hermanos.
Y bueno, alguno reaccionará, claro. Supongo. Quiero suponer. Pero el silencio de la gran mayoría está siendo hasta ahora la ejemplar y más elocuente de las lecciones. ¿A qué podría deberse? Tal vez a lo que explicaba el pasado sábado el arzobispo de Barcelona, Omella, contestando a una pregunta que le dirigieron en la asamblea general de e-cristians. La cita que sigue no es literal, sino que responde a la memoria de uno de los asistentes a aquel acto, que tiene buena memoria, por lo demás, y que me la ha relatado (por escrito) en estos términos:
«A menudo me preguntan sobre la comunión en la Conferencia Episcopal y yo siempre respondo que, aunque somos hombres y cada uno tiene sus gustos y manías, somos hermanos en el episcopado y, por supuesto, hay comunión entre todos nosotros. Yo estoy en comunión con los otros obispos. ¿Con Cañizares también? También. Eso no quiere decir que yo esté de acuerdo con todo lo que dice. A veces a uno se le calienta la boca y dice cosas que no debería haber dicho. Ojo, que a mí también me pasa. Miren, a mí no me gustan los extremismos [usó esta palabra], yo prefiero tomarme un tiempo para hablar, pensar bien las cosas, con sosiego. Eso no quiere decir que siempre acierte, me puedo equivocar, ¿eh?»
Me cuentan que el arzobispo de Barcelona viaja cada dos semanas a Roma, y pasa allí un par de días departiendo con Francisco sobre los más diversos asuntos eclesiales. De manera que, en fin, ya ven. En otros tiempos, Orugario y Escrutopo departían epistolarmente sobre los más diversos asuntos también, en el pulcro estilo de la cordialidad burocrática. Pero los avances de la civilización han acortado grandemente las distancias. De manera que ahora ya pueden reunirse en torno a un café, o un mate, para pensar bien las cosas con sosiego, calcular, evitar extremismos, y dejar a los pies de los caballos a cualquiera que realice en la Iglesia el más mínimo intento de oposición a la ideología de género.
Como para animarse uno a dar la cara por gente de este gremio...
Francisco José Soler Gil

Orthodoxia y Orthopraxis

Acaba de publicarse en italiano un libro que, más allá de su contenido, tiene un mensaje claro. Se titula Hipótesis teológica de un papa hereje. Fue escrito hace varias décadas por Arnaldo Xavier da Silveira y, en esta ocasión, viene con una introducción de Roberto de Mattei en la que explica que el libro está dirigido sobre todo a obispos y sacerdotes que son la primera línea a la que los fieles recurren cuando se enfrentan a los diarios desvaríos pontificios. 
Habrá que leer el libro, pero lo que aquí me interesa señalar es lo siguiente. A veces aparecen comentarios de amigos o de lectores del blog en los cuales se nos acusa que perdemos el tiempo discutiendo nimiedades teológicas o litúrgicas, o criticándole al papa Francisco sus inconsistencias doctrinales cuando, en realidad, hay cosas mucho más importantes de las que ocuparse. ¿Qué importa que la misa esté bien celebrada o no? ¿Qué importa si una afirmación puede ser interpretada en sentido herético? ¡Qué modo más absurdo de perder el tiempo, propio de las clases privilegiadas que no tienen nada de qué preocuparse!
Pero justamente, el deber de esas “clases privilegiadas”, -sea lo que fuere lo quieren significar con esa expresión-, es pensar la realidad y tratar, según Dios les de la gracia y capacidad, de iluminar a los demás. Y si así no lo hicieran, deberán responder por esa negligencia en el día del juicio. Y, en este caso concreto, yo quiero señalar una cuestión que es fundamental y que no siempre tenemos en cuenta: orthodoxia y orthopraxis, es decir, la dependencia que existe entre la profesión de la recta doctrina con la práctica de la piedad. Dicho de otro modo, nadie puede ser piadoso si no profesa la verdadera fe en su integridad. Que el papa y los obispos nos propongan una liturgia completamente desgajada del misterio y del culto católico, o que relativicen, omitan o nieguen algún elemento integrante de la verdadera fe, no es solamente una cuestión de detalle o un bizantinismo del que solamente algunos se percatarán. Es una cuestión que atañe a la pietas o a la santidad de los fieles, porque nadie puede ser santo (orthopráctico) si no es orthodoxo.
Escribe San Ireneo en su tratado Contra los herejes: “La Iglesia, habiendo recibido, como hemos dicho, esta predicación y esta fe, aunque esparcida por todo el mundo, la guarda con diligencia, como si todos sus hijos habitaran en una misma casa; y toda ella cree estas mismas verdades, como quien tiene una sola boca. Porque si bien el mundo hay diversidad de lenguajes, el contenido de la tradición es uno e idéntico para todos.
Y lo mismo creen y transmiten las iglesias fundadas en Germania, así como las de los íberos, las de los celtas, las de Oriente, las de Egipto, las de Libia y las que se hallan en el centro del mundo, es uno e idéntico en todo el mundo, así también la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los hombre que quieran llegar al conocimiento de la verdad. Y ni el que posee dotes oratorias, entre los que presiden las iglesias, enseñará algo diverso a lo que hemos dicho, ni el que está privado de estas dotes aminorará por ello el contenido de la tradición. En efecto, siendo la fe única para todos, ni la amplía el que es capaz de hablar mucho sobre ella, ni la aminora el que no es capaz de tanto”.
San Ireneo, que había recibido su formación cristiana de San Policarpo quien, a su vez, fue discípulo del apóstol San Juan, tiene ya claro en esos primerísimos tiempos del cristianismo que los principios y la doctrina de la fe son únicos y universales, y no deben ni pueden ser manipulados. Pero este cuidado y preocupación, que para el hombre moderno parecen extremos, infundados y que coartan la libertad personal, se orientan a la vida de santidad. Los griegos distinguían entre la eusébeia de la disébeia, es decir, la piedad de la impiedad, y los impíos eran reconocidos no tanto por sus desórdenes morales o sus falta de virtudes, sino por su negación del dogma. Enseñar, sostener y adherir a la verdadera fe está relacionado de modo directo con vivir una vida piadosa, es decir, de santidad. San Cirilio de Jerusalén dice en sus Catequesis:
“La Iglesia se llama católica o universal porque está esparcida por todo el orbe de la tierra, del uno al otro confín, y porque de un modo universal y sin defecto enseña todas las virtudes de la fe que los hombres deben conocer, ya se trate de las cosa visibles o invisibles, de las celestiales o las terrenas; también porque induce al verdadero culto a toda clase de hombres, a los gobernantes y a los simples ciudadanos, a los instruidos o a los ignorantes; y, finalmente, porque cura y sana toda clase de pecados sin excepción, tanto los internos como los externos; ella posee todo género de virtudes, cualesquiera que sea su nombre, en hechos y palabras y en cualquier clase de dones espirituales”. 
Pareciera que San Cirilo está dando las notas de la verdadera Iglesia: la que enseña de modo universal y sin defecto la verdadera fe, la que induce el verdadero culto y la que cura todos los pecados. El espectáculo al que hoy asistimos es bien diverso: los principios y dogmas de la fe se ponen en duda, adaptándose a los tiempos y lugares; el verdadero culto ha sido destruido con la reforma litúrgica y se alientan si no todos varios pecados, con frases elocuentes como “¿Quién soy yo para juzgar?” o con las aventuras de Leticia en los amores adúlteros.
Definitivamente, vale la pena leer el libro con que iniciábamos el post.

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Yo ya sé que estamos hartos de escuchar hablar de Francisco; que resulta imposible seguir el decurso de los disparates con las que nos desayuna diariamente, y que es mucho más importante dedicarnos a recordar y dialogar sobre las enseñanzas de siempre de la Iglesia. Sin embargo, es también un deber no descuidarnos y “estar vigilantes” como las vírgenes prudentes de las que nos habla el Señor. 
La semana pasada, la columna de Sandro Magister reprodujo la reflexión de Anna M. Silvas, gran conocedora de las patrística oriental, sobre la exhortación apostólica Los amores de Leticia. Recomiendo calurosamente la lectura de este texto en el que la autora incluye el siguiente párrafo dirigido a los obispos: “Obviamente, debe intentarse cualquier estrategia de presión para una clarificación oficial de la futura práctica [del documento]. Insto en particular a los obispos a hacer esto. Algunos de ustedes pueden encontrarse en situaciones muy difíciles respecto a sus iguales, casi exigiendo las virtudes de un confesor de la fe. ¿Están preparados para los latigazos, metafóricamente hablando, que pueden recibir?”. 
Yo creo que son muy pocos los que están preparados. Hasta ahora, todos se han quedado calladitos, temerosos de recibir una misericordiación. El único que ha hablado abiertamente es Mons. Atanasio Schneider, obispo auxiliar de Astaná (Kazajistán), que más misericordiado de lo que está ya no puede estar. Los obispos argentinos, en cambio, se preocupan por la cantidad de pobres que hay en el país (y un pequeñín de entre ellos se preocupa por las cartas documento que recibe), y allí se acabó su munus
Si bien no era de extrañar esta actitud por parte de los los obispos, a quiene lo que menos que les importa es conservar la fe católica, yo pensaba que se preocuparían cuando lo que estuviera bajo amenaza fuera su poder. Pero resulta que su cobardía es mayor de lo previsto: se dejan, incluso, manosear el poder, y esto ha ocurrido hace pocos días y ha pasado casi desapercibido. Christopher A. Ferrara escribió una columna alertando sobre la gravedad de la situación. Y yo me animo a agregar que se trata de una gravedad extrema. Veamos.
En una nueva “carta apostólica”, publicada en italiano y simplemente firmada por “Francesco”, Bergoglio establece motu proprio (por propia iniciativa), “nuevas normas” para una expedita destitución de obispos, mediante decreto del Vaticano. Presentado simultáneamente por el Vaticano y los medios de comunicación como una medida destinada a los obispos que escudan a los sacerdotes pedófilos o son incapaces de actuar con prontitud contra ellos, la carta es realmente de mayor amplitud, y allí radica su gravedad.
La advertencia viene en los dos primeros párrafos. El párrafo 1º dispone que un obispo en ejercicio, “incluso a título provisorio”, puede “ser legítimamente destituido de su cargo si, por negligencia, realiza u omite actos que han causado grave daño a otros, sea que se trate de personas físicas, una comunidad o ambas a la vez. El daño puede ser físico, moral, espiritual o patrimonial”.
El Párrafo 2º determina que un obispo puede ser destituido bajo la vaga fórmula contenida en el Párrafo 1: “si ha carecido objetivamente, de manera seria, de la diligencia requerida en su oficio pastoral, incluso sin seria falta moral de su parte”.
Quisiera yo ver qué habría dicho y hecho San Atanasio o San Juan Crisóstomo si a algún obispo de Roma se le ocurría arrogarse el poder de inmiscuirse de ese modo en sus diócesis. Pero aún en tiempos posteriores, ¿cómo habría saltado Hincmaro de Reims? Este obispo, como ya comentamos en este blog, defendió teológica y jurídicamente en el siglo XI la potestad que tenían los metropolitanos sobre sus obispos sufragáneos. Ni qué decir lo que haría algún obispo de la Iglesia ortodoxa si al patriarca ecuménico se le ocurre disponer unilateralmente su destitución.
Los obispos de antes tenían claro que eran sucesores de los apóstoles y, si bien el obispo de Roma tenían un primado sobre todos ellos, esto no significaba de ninguna manera el poder sobre ellos y sobre los fieles que estaban bajo su jurisdicción. Que los obispos actuales hayan aceptado mansamente esta intromisión del poder pontificio es otro acto de cobardía y una traición a lo que siempre la Tradición de la Iglesia practicó. 
Porque hay que ser bastante ingenuo para limitar las intenciones de Bergoglio al promulgar este documento solamente a los encubridores de pederastas. Es mentiroso y avieso, como todo jesuita, y siempre hay que buscar la intención oculta. En este caso, ¿quién determinará el “daño moral” infligido por un obispo a una comunidad? ¿Cómo se determinará ese daño? Por ejemplo, un obispo que es favorable a la celebración de la liturgia tradicional y eso causa malestar a un grupo de progresistas de sus diócesis, ¿es pasible de destituciónpor causar divisiones entre sus fieles? O un obispo que, siguiendo la doctrina tradicional de la Iglesia y haciendo caso omiso a las recomendaciones de Leticia, no permite que los recasados se acerquen a la comunión, ¿podrá ser considerado “dañino a la comunidad”, en tanto que “factor de división” y consecuentemente removido de su cargo por la misericordia pontificia? 
El papa Francisco, siempre preocupado por la misericordia, ha sido muy duro en misericordiar a obispos que, casualmente, tenían simpatías tradicionales y que no estaban relacionados con casos de encubrimiento de pederastas: Franz Peter Tebartz-van Elstm, Obispo de Limburgo, Alemania (Marzo del 2014); Rogelio Ricardo Livieres Plano, Obispo de Ciudad del Este, Paraguay (Septiembre del 2014); Mario Olivieri, de la diócesis de Albenga, Italia (Marzo del 2015); Robert Finn, de Kansas City-Saint Joseph, USA (Abril del 2015), John Nienstedt, de Minneapolis (Junio del 2015) y Oscar Sarlinga, de Zárate-Campana, Argentina (Noviembre de 2015).
Sin embargo, a la fecha, Francisco no ha ordenado la destitución de un solo obispo liberal en lo teológico o en lo litúrgico, en todo el episcopado mundial, a pesar de que muchos de ellos están mucho más gravemente comprometidos en escándalos que los seis cuyas cabezas han rodado. Peor aún, Francisco designó en el Sínodo de la Familia al Cardenal Godfried Danneels, a pesar de la abundante evidencia, incluyendo grabaciones en cinta, de los deliberados encubrimientos del purpurado de cientos de instancias de abuso homosexual a menores por parte de Mons. Roger Vanghluwe, cuando Danneels era arzobispo de Malinas - Bruselas y Primado de Bélgica, entre 1979 y 2010.
Como afirma Ferrara, este nuevo documento papal no es más que otro paso en la consolidación de una estrategia global que apunta a gobernar la Iglesia Católica como si fuese una república bananera (o kirchnerista): protección y hasta promoción para los amigos del Supremo, sin importar lo malo que sean, pero persecución para los que estén en la “lista negra”, sin importar lo buenos que sean.

Así las cosas, y visto el poder omnímodo que se ha atribuido el Papa sobre los obispos del mundo, me atrevo a dirigir a Su Santidad la siguiente sugerencia:
Beatisimo Padre, quiero felicitarlo y congratularme con usted por el gesto que tuvo este fin de semana de rechazar los dieciséis millones de pesos que había donado el gobierno argentino a sus Scholas. ¡Muy bien hecho! ¡Qué se cree este mocoso ricachón que ahora es presidente de Argentina! ¡Como si a usted lo pudieran comprar con esa bagatela! ¡Nada de recibir dinero de los sucios capitalistas! Como bien dijo Su Santidad al ínclito Gustavo Vera, las pobres carmelitas de Constitución no tienen dinero ni para comprar frutas y este mequetefre quiere derrochar esa millonada.
Por eso mismo Santo Padre, quiero acercarle una sugerencia. Ya que usted se resiste a recibir dádivas del capital internacional y nacional, dado que las pobres monjas están sometidas a una dieta penitencial sin poder comer mandarinas, y dado que usted tiene poder absoluto sobre los obispos, ¿por qué no renuncia también, en nombre de ellos, al sueldo de más de $100.000 mensuales que reciben del gobierno macrista? De esa manera, la Iglesia argentina se vería libre de compromisos con el poder temporal y nuestros obispos estarían felices de vivir en la pobreza en la que viven sus sacerdotes: de la generosidad de sus fieles. 

Off topic: Posiblemente a muchos lectores les interese leer este texto acerca del modo de comprender y enfrentar el gravísimo problema que enfrenta por enésima vez el Instituto del Verbo Encarnado debido a las fechorías de su fundador. 



Ajustes

Lo decía Platón y lo repetía Clemente de Alejandría: la palabra escrita se presta a la mala interpretación o a que sea leída por quienes no tienen la preparación o la voluntad de entenderla. Algo de eso pasa con los blogs, o al menos con este. Muchas veces los lectores interpretan lo que quieren o lo que pueden porque el texto no es claro en su redacción, o porque no tienen algún conocimiento previo necesario o porque no tienen ganas de entenderlo bien. Y algo de eso ha ocurrido con el último post; ya Walter Kurtz, Pensador y Martín Ellingham, en sus comentarios, se encargaron de aclarar varias cosas. Aquí intentaré ajustar algunas otras.
En el post original yo agregué algo que no aparece en la propuesta de Senior, y me parece apropiado que no aparezca (y por tanto, yo no debería haberlo agregado). El autor habla de retirarse a los suburbios de las ciudades. No hace referencia a pequeños pueblos abandonados. Esta última posibilidad, a la que sería bastante fácil de acceder en España por ejemplo, puede provocar que esa comunidad termine siendo un grupo de menonitas católicos. Los suburbios, en cambio, están relativamente integrados a las ciudades, y Chesterton decía de ellos: “Los suburbios son habitualmente conocidos por ser prosaicos. Es una cuestión de gustos. A mí particularmente me resultan excitantes” (“Introduction”, Literary London). 
Pero todo pasa, una vez más, por la prudencia, es de decir, por aplicar las virtudes a la decidicón sobre el caso concreto. En la actualidad, los suburbios de las ciudades se han extendido a más de cien kilómetros de su centro geográfico. En un país serio, donde los medios de transportes funcionan correctamente, -como sucedía en Argentina cuando los ferrocarriles estaban administrados por los británicos-, no sería problemático retirarse a un suburbio que, en alguna época fue una pequeña aldea y conserva varios de sus rasgos, y viajar cotidianamente a la ciudad para trabajar. Londres está habitado durante el día por decenas de miles de commuters, es decir, personas que viven en “suburbios” ubicados a 50 o a 150 km. del centro de la ciudad, pero al que llegan en una hora, a bordo de trenes puntuales, seguros, limpios y libres de chusma. No es el caso de Buenos Aires. Para tomar el ejemplo que se ha discutido en los últimos comentarios, tengo amigos que viven y vivían en La Reja, pero viajar diariamente a la capital era un suplicio que les consumía cuatro horas, mientras en su ausencia dejaban a la mujer y los hijos a merced de peligrosos delincuentes que cada dos por tres les daban un susto. En ese caso la prudencia de algunos indicó que no era la opción adecuada. 
Puede ser distinto en ciudades del interior del país. En Mendoza, por ejemplo, la montaña está a 20 minutos por autopista del centro de la ciudad, y allí es fácil conseguir terrenos amplios, con vistas atractivas y a precios razonables. Quizás esa opción sería prudente considerarla: familias jóvenes que comienzan la construcción de sus casas en la misma zona o barrio en el que se les garantice no solamente la amistad de sus vecinos (que podrán reunirse tomar un whisky cuando terminó la jornadas y las mujeres a tomar el té por las tardes), sino también el necesario contacto con la naturaleza (tierra, agua, árboles, animales domésticos y alimañas, viento y lluvia) para los hijos. 
Pero vayamos más al fondo y dejemos lo prudencial para cada uno. Es verdad lo que dice un comentarista: el cristianismo fue, en sus orígenes, un fenómenos urbano. Los cristianos vivían en ciudades, en medio de paganos y con un gobierno hostil. ¿Por qué vamos nosotros entonces a escaparnos? ¿No será que se nos llama vivir en las ciudades para convertir a los paganos como hicieron los primeros seguidores del Evangelio? 
Pero hay que hacer distinciones. En primer término, las ciudades de la antigüedad no eran ciudades modernas, comenzando por el número de habitantes. Las ciudades más grandes de los primeros siglos cristianos eran Roma, Alejandría y Antioquía. Llegaban apenas a los 400.000 habitantes. Las ciudades modernas tienen diez o veinte veces más. Es un dato que cuenta. 
Pero escarbemos todavía un poco más. Éstas, u otras más pequeñas, eran ciudades humanas, y no solamente por sus dimensiones. Uno de los problemas de nuestras ciudades contemporáneas es que dejaron de ser humanas porque se convirtieron es espacios privilegiados de alienación, es decir, de extrañación de la realidad. El hombre que vivía en Lutetia durante el Imperio Romano y en París durante la Edad Media y hasta principios del siglo XX, más allá de la cantidad de habitantes, escuchaba ruidos humanos (ladridos, cascos de caballos y ruedas de carros por la calle, voces y gritos de vecinos y transeúntes, ráfagas de viento, la música que salía de una flauta o de un organillo), olía olores humanos (algunos agradables, como el pan recién horneado y las flores en primavera, y otros no tanto, como el que despedían las alcantarillas a cielo abierto), tocaba objetos humanos (tejidos de algodón y no de poliester, madera de roble y no aglomerado o melamina, utensilios de peltre o latón y no de plástico); se iba a dormir poco después que caía el sol y se levantaba cuando clareaba porque vivían de acuerdo a los ciclos naturales y, para divertirse, iba a la taberna a tomar cerveza con sus amigos, nadaba en el Sena en el verano y, en el invierno, si daba la ocasión, arrojaba bolas de nieve. El hombre de hoy se reúne en restaurantes que preparan “cocina molecular” (espuma de remolacha con esterificaciones de papas, y de postre caviar de melón, por ejemplo) mientras beben aguas saborizadas, nadan en piscinas cubiertas en pleno invierno y, si no nieva, igualmente pueden esquiar en montañas cubiertas con nieve artificial. 
Esta es la maldad del mundo y de las ciudades contemporáneas contra las que los cristianos antiguos y medievales no tuvieron que lidiar. El contacto con la realidad, es decir, con la creación de Dios, sana. El contacto con la realidad ficticia que ha creado la tecnología contemporánea, enferma el cuerpo, la psique y el espíritu.
Por eso, la propuesta no es desertar de las ciudades como un cobarde que huye, sino evadirse de un medio enfermo y que enferma. Y así como aquel que lee una novela, que reza el oficio o que mira una película se evade temporalmente de lo inmediato para después regresar a él, así la propuesta de Senior es evadirse de lo patológico (y satánico), lo cual no significa desertar sino buscar lo que más le acomoda a cada uno para su salvación y la de los suyos. 
Finalmente, hay un punto que se repite cada vez que aparece esta discusión: la ciudades de los primeros cristianos eran paganas y las nuestras, en cambios, son pos-cristianas. Y más allá que sea un lugar común, es profundamente cierto. San Pablo, en su Carta a los Romanos (10, 20), trae a colación un texto del profeta Isaías al que refiere a los gentiles: “Fui hallado por quienes no me buscaban, me manifesté a quienes no preguntaban por mí”. Los paganos de los primeros siglos se toparon por el Verbo sin proponérselo y sin buscarlo, y lo aceptaron, y posibilitaron el surgimiento de la Cristiandad. Los paganos de hoy, que poseían la Verdad, la rechazaron. “El Logos vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”. La maldad del mundo contemporáneo es sólo comparable a la maldad del pueblo judío que rechazó y crucificó a su Señor. Aquellos, los gentiles de la época paulina, habían nacido en un mundo dominado por los arcontes del Malo y esclavizados a sus fuerzas. Los nuevos gentiles, habiendo nacido libres, prefirieron volver a las cadenas de la esclavitud de la muerte. Casi como el imperdonable pecado contra el Espíritu Santo. Vieron la luz, y no solamente la rechazaron sino que se entregaron al Enemigo (un comentarista dejó el enlace a la ceremonia de inauguración del túnel de San Gotardo, en Suiza. Es realmente escalofriante: adoración liza y llana a Satanás).
Vuelvo a una imagen que he repetido más de una vez: estamos en medio de un naufragio, el buque escoró y en cualquier momento termina de hundirse. Cada uno, entonces, se salva como puede: en un bote salvavidas, en una cubierta de auto o agarrado a una tabla de flota. Lo importante es salvarse y no dejarse tragar por el piélago. 

El antiguo orden

Hace pocos días, dos comentaristas del blog disputaban acerca de que, si se pretendía una vida más al abrigo de las tentaciones del mundo moderno, era conveniente hacerse monje. Y quizás tenía razón... si viviéramos algunos siglos atrás. El problema que tenemos en la actualidad y del que quizás no somos del todo conscientes es que la subversión del orden cristiano de la sociedad y de la misma Iglesia ha provocado que no haya sitios seguros para huir del mundo porque los demonios del mundo están en el aire y nos persiguen donde vayamos. O, si lo vemos desde otro ángulo, nos hemos olvidado de lo que era el orden cristiano y de cómo se vivía en una sociedad y en una Iglesia ordenada según Cristo. Más aún, la inmensa mayoría de nosotros apenas si conoció uno que otro atisbo de ese orden porque, cuando vinimos al mundo, ya había desaparecido.
Por orden cristiano no hago referencia a un orden político determinado porque creo que nunca ese ámbito fue propiamente cristiano o, más aún, pasible de cristianización. La prueba está en que los Padres de la Iglesia y los autores medievales apenas si le dedicaron algún capítulo en sus obras. Solamente se convertirá en centro de atención y discusión a partir de los primeros albores de la modernidad con Guillermo de Occam y Marsilio de Padua. Yo me refiero al orden social cristiano, que estaba nucleado en la familia y en las pequeñas comunidades que constituían el mundo de cada persona: pueblos y aldeas donde los afectos se vivían naturalmente -y no por whassap- y la fe se vivía en la liturgia diaria o semanal que celebraba el cura del pueblo -y al obispo apenas se lo veía una o dos veces en la vida, y al papa no se lo escuchaba nunca porque vivía muy lejos-. 
Este es el orden que la modernidad destruyó: comenzó con la Revolución Francesa, tuvo su climax con la desaparición del imperio austro-húngaro y fue aniquilado en la Segunda Guerra Mundial. Nosotros apenas si podemos encontrar aquí y allá algún escombro de lo que fue ese orden. Vivimos en el desierto. 
En mi juventud, me ayudó a entender algunos aspectos de ese orden la trilogía del maestro Rubén Calderón Bouchet: Formación, Apogeo y Decadencia de la Ciudad Cristiana. La editó Dictio en tres volúmenes. Estimo que hoy será imposible de conseguir. Algunos aspectos más simples pueden entenderse viendo dos películas de Ermano Olmi: El árbol de los zuecos e I fidanzati. En la primera -de la que ya hemos hablado en este blog- se muestra la vida en un pequeño pueblo italiano a fines del siglo XIX; en la segunda, el último quiebre de este orden durante la posguerra italiana: la industrialización y el capitalismo quiebran los vínculos afectivos y arrasan con la vida de las pequeñas comunidades (ambas películas se consiguen en Internet).
¿Qué hacemos, entonces? ¿Es posible restaurar ese orden? Esa es la propuesta de John Senior en La restauración de la cultura cristiana. Él opina que sí es posible. Propone el rompimiento con el mundo en diversos planos. En primer lugar, el tecnológico, con algunos planteamientos que quizás puedan parecernos exagerados y que deben ser situados en el momento en el cual el autor escribía. Y, luego, con el retorno a la vida de familia y de pequeñas comunidades. Aconseja que las familias se retiren de las ciudades, que se unan entre ellas y se muden a los suburbios que quedan deshabitados, o a pequeños pueblos abandonados. 
¿Funcionaría? No lo sé. Como en todo lo humano, es una cuestión prudencial. Debo ser realista y admitir que los intentos que conozco no funcionaron: el que Fr. U. quiso hacer en USA o Kukusburgo, vinculado al Verbo Encarnado, y alguno que otro más más por el estilo. Recuerdo, por ejemplo, el caso de Ditchling, que fundó Eric Gill en el primer decenio del siglo XX en Sussex, como una comunidad católica de artistas y artesanos. Allí se quiso aplicar los principios del distributismo y estuvieron muy relacionados con ella Hillaire Belloc y el mismo Chesterton. Pero todo terminó en un desastre sobre el que es mejor ni enterarse. 
Sin embargo, no me animaría decir que es imposible, aunque habría que evitar el espíritu moderno desde sus mismos inicios, y me refiero concretamente al racionalismo. Los pequeños poblados surgieron naturalmente y, si ahora se los quiere recrear racionalmente, es probable que no funcionen. Y aquí doy mi opinión, que no es más que eso; ustedes dirán qué les parece: quizás sea conveniente que los matrimonios y familias jóvenes, de un modo natural y sin demasiada planificación, comiencen comprando terrenos colindantes en alguna zona tranquila. Es natural que los amigos -aquellos que comparten la misma fe y los mismos ideales-, quieran estar cerca. Por tanto, compran lotes y construyen sus casa en el mismo lugar. Después se verá, naturalmente, dónde se construye la escuela y quizás, con el tiempo, una pequeña capilla. Pero si comenzamos con el plano de la urbanización donde está proyectado hasta el teatro donde los jóvenes representarán obras de Shakespeare y los niños darán sus conciertos de violín y piano, me parece que todo se termina desinflando. 
Y, mientras llega esa posibilidad, y si es que llega, lo importante es seguir haciendo lo que se debe hacer. Nada más que eso, sin soñar con grandes empresas y grandes batallas porque a esas, las perdimos todas. Dicho de otro modo, tratando de alejarnos de aquello que nos aliena de la realidad y volviendo constantemente ésta. Volver una y otra vez durante el día al contacto con lo real. Y ese contacto no lo da la televisión ni el celular; lo dan los hijos, lo da la música, los animales, las estrellas y los árboles. Si perdemos esa dimensión, por más aldea que fundemos, seguiremos viviendo en la fantasía que crea el nuevo orden, fantasía que pretende imitar, como un mono, la maravillosa obra creadora de Dios.
Como dice una amiga, San Ireneo de Arnois no es un lugar físico, es un estado del alma. 

That's all folks


Fotografía tomada el sábado 28 de mayo de 2016. 

El Santo Padre esta semana dio una muestra acabada de que, efectivamente, fue elegido por el Espíritu Santo y la tercera de las Divinas Personas está constantemente asistiéndolo. Nos confirmó en la fe, tal como lo manda su munus, con estas palabras pronunciadas en la homilía de Santa Marta:
"Qué feo esos cristianos con la cara torcida, los cristianos tristes. Qué cosa fea, fea, fea. No son plenamente cristianos. Creen que lo son, pero no lo son plenamente. Este es el mensaje cristiano"
Definitivamente, los neocones tienen razón. Semejante enseñanza y discernimiento entre los cristianos verdaderos y los falsos cristianos no pueden ser realizada sin la asistencia particularísima del Espíritu Santo. ¡Qué lindo, lindo, lindo es tener un Papa elegido por el Espíritu Santo!

Señores, se acabó el Magisterio.