Con quemante angustia

por Ludovicus
Una de las ventajas de tener un Presidente dotado de nonchalance es que ocasionalmente escapa a la corrección política. Contrariamente a la opinión de tantos bienpensantes, me parece un hallazgo del habitualmente discreto y opaco discurso de Macri dirigirse al rey de España y mencionar la "angustia" de los Congresales de Tucumán ante la decisión de declarar la Independencia. Una mención tan revulsiva como brillante. Qué mejor término que "angustia" para definir el sentimiento de quienes se separaban de la corona. La independencia prematura inauguró más de medio siglo de anarquía, luchas y disensiones civiles escandalosas. Nos forzó a adoptar moldes institucionales inadecuados y mendigar protectorados bizarros, desde un inca hasta una princesa portuguesa pasando por la corona británica, nos sumergió en utopismo revolucionario estéril y en un republicanismo a la francesa, irreligioso y anticonservador, que nos aisló del civilizado mundo monárquico europeo.
Atrasó las ciencias y las artes, colmó de sangre nuestras provincias, generó la anarquía del año 20, endeudó al país con proyectos desatinados, desarmó familias y dilapidó las energías en luchas heroicas, sí, pero a la postre tan inútiles como arar en el mar, como reconoció un responsable de las guerras americanas. Sigo: nos desorientó estratégicamente frente a un Brasil que gestionó su emancipación con mucha mayor madurez y respeto institucional. Consagró el contrabando, sentó las bases para la irresponsabilidad fiscal, dejó inermes a nuestros hermanos indígenas; abrió una grieta entre la civilización y la barbarie, entre la Ilustración y la Tradición, entre las elites y el pueblo. Generó personalismos idolátricos y laicismos también idolátricos. 
Si hasta el presidente de ese mismo Congreso, unos años después, terminó encontrando su "destino sudamericano" degollado por las huestes de un fraile apóstata. Triste símbolo que ciertamente causa angustia al leer el Poema Conjetural.
A pesar de la gloria, a pesar del coraje, a pesar del sentimiento quizás poco templado por la razón de la búsqueda de la emancipación, cómo no iban a sentir angustia.

Volver al cielo


Ilustra, sin duda, el diálogo que hemos abierto en el último post sobre la necesidad de recordar cuál es nuestra verdadera patria y cuál el verdadero consuelo, el ejemplo de la hna. Cecilia Sánchez Sorondo, carmelita descalza de Santa Fe, que murió hace pocos días.
Y en este caso no son necesarias las palabras. La sonrisa de su última agonía es suficiente.

Paráklesis

Cuando los economistas son invitados a hablar en los programas periodísticos, se expiden con solvencia y tranquilidad acerca de problemas como la inflación, el aumento de las tasas y la devaluación. Son opinantes autorizados sobre temáticas que parecen ubicadas en una zona teórica a la que acceden los entendidos y los interesados, pero que no tiene ninguna relación o impacto con la vida diaria del “hombre común”. Sin embargo, y aunque los economistas se olviden, el “hombre común” sufre las consecuencias de esos fenómenos en discusión cuando va al supermercado y debe conformarse con comprar un paquete de arroz y dejar las milanesas. 
A veces nos pasa lo mismo a nosotros: pasamos horas y días escribiendo y discutiendo en el blog sobre los desaciertos del Papa Francisco y nos olvidamos de que verdaderamente lo sufrimos, y lo sufrimos en sentido literal.
En la última entrada escrita por Francisco Soler Gil aparecen los testimonios de dos “formadores de opinión” españoles que se encuentran atravesando, como ellos mismo dicen, “una noche oscura del alma de salida incierta”, y varios comentaristas anónimos del blog en las últimas semanas han manifestado situaciones similares. Y representan a todos los estados: laicos que no saben qué hacer, sacerdotes “que sufren a Francisco” o que “están podridos de Francisco”, e incluso algún que otro obispo. Es decir, Bergoglio, devenido Romano Pontífice, no solamente provoca un daño enorme a la macroeconomía eclesial, como el que provoca la subida sostenida de las tasas de interés, sino también a la microeconomía, es decir, al corazón de los fieles.
No tengo yo, y dudo que alguien tenga, una solución, porque es difícil de entender y de explicar. Todos los católicos sabemos, de entrada, que sufriremos persecución por parte de los enemigos de la fe. Es parte del contrato que firmamos en el bautismo. Sin embargo, es inexplicable y sumamente doloroso cuando la persecución viene de quienes deberían ser nuestros padres y pastores. Quedamos desamparados y huérfanos. No sabemos qué hacer y nos angustiamos. ¿Estará bien tomar una postura combativa contra los malos pastores? ¿No causará escándalo? ¿O, más bien, no será ese nuestro deber? ¿Qué sentido tiene haber vivido décadas luchando titánicamente contra el mundo, el demonio y la carne para que ahora nos digan que fue una lucha inútil porque el mundo es bueno, el demonio es nuestro hermano y la carne es un regalo de Dios que debe expresarse sin torturas? 
Tenemos, sin embargo, algunas respuestas frente a todo esto. Y están en las Sagradas Escrituras. Yo sé que muchos lectores arrugarán el entrecejo: “Eso de andar leyendo la Biblia es cosa de protestantes”, dirán. “Los católicos leemos las obras de piedad y devoción de los santos”. Y entonces, se consuelan, por ejemplo, con las visiones y revelaciones de aquí y de allá, y explican todo el desastre actual porque no se hizo tal o cual consagración. Disparates. Dios se reveló fundamentalmente en su Verbo y nos dejó su mensaje en las Escrituras a través de los autores que Él mismo inspiró.
San Pablo, al finalizar la carta a los Romanos, escribe: “Todo cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para nuestra formación, para que con la paciencia y el consuelo que nos dan las Escrituras, conservemos la esperanza” (Rm. 15, 4). Pareciera que nos escribía a nosotros. Dios se reveló por nosotros y las palabras que inspiró nos las dio para recibir a través de ellas la paciencia y el consuelo, a fin de mantener la esperanza. Son tres conceptos que se revelan centrales en estos tiempos de convulsión y soledad. 
En primer lugar, hypomoné, paciencia y perseverancia. Es una virtud olvidada y casi menospreciada. Y, sin embargo, se trata de una de las virtudes a las que mayor protagonismo en la vida cristiana le otorgan los autores espirituales. Escribía Simone Weil: La paciencia "designa el hombre en espera inmóvil, pese a todos los golpes con los que se trata de moverlo". Sobre este tema no vale la pena extenderse porque ya está suficientemente explicado en el texto del P. Miquel, traducido por Jack Tollers y que pueden encontrar aquí. Resulta de lectura imprescindible.
En segundo lugar, paráklesis, que es un término griego tiene varios significados. Acertadamente se lo traduce como consuelo, y ese es el significado que tiene el los textos cristianos. Los autores clásicos, además, lo usan también como llamar a alguien en busca de ayuda. Ambos sentidos nos vienen bien. Necesitamos ser consolados por Dios y llamarlo para que nos ayude. Ya sé que alguno dirá: “Qué blanditos que son. Necesitan ser consolados... cosa de mujeres”. Y la verdad que no. Que todos somos débiles y necesitamos la cercanía de Dios. San Pablo, al inicio de la segunda carta a los Corintios, habla del Dios de todo consuelo que nos consuela en todas nuestras tribulaciones.  Y los misales medievales, -por ejemplo el Missale Sarum, en uso en Inglaterra-, poseían una missa pro tribulatione cordis, que es una misa en la que justamente se pide el consuelo de Dios. Su oración colecta termina con estas palabras: “... para que, libres de toda tribulación y angustia, nuevamente te demos gracias consolados en tu Iglesia”. Los lectores del blog agradeceríamos a los sacerdotes que nos leen, que celebren de vez en cuando esta misa por nosotros. Pueden bajar el texto desde aquí.
Finalmente, todo esto se ordena a mantener la esperanza. Y nuestra esperanza es el cielo. No hay otra; y si buscamos otra, indefectiblemente desesperaremos. A veces nos olvidamos con facilidad de esta primera verdad de nuestra fe: el fin de nuestras vidas no es recuperar las islas Malvinas, ni tener diez hijos, ni leer a todos los clásicos. Es salvar el alma como sea para alcanzar la vida eterna. Y algunos la salvarán soñando con recuperar las islas, otros engendrando y otros enseñando. Cada uno en lo suyo, o cada uno en la tabla a la que pudo agarrarse en medio del naufragio. Pero la idea no es quedarse para siempre flotando en medios del vendaval: la idea es llegar a buen puerto, a esa isla que “solo se aborda al precio de naufragio y procela”, 

La he visto entre las brumas, la he visto en lontananza
A la luz de la luna y al sol de mediodía
Con sus ropas de novia de ensueño y esperanza
Y su cuerpo de engaño decepción y folia.
Esfuerzo de mil años de huracán y bonanza
Empresa irrevocable pues no hay volver atrás
La isla prometida que hechiza y que descansa
Cederá a mis conatos cuando no pueda más.

Busco la isla de Jauja, sé lo que busco y quiero
Que buscaron los grandes y han encontrado pocos
El naufragio es seguro y es la ley del crucero
Pues los que quieren verla sin naufragar, son locos
Quieren llegar a ella sano y limpio el esquife
Seca la ropa y todos los bagajes en paz
Cuando sólo se arriba lanzando al arrecife
El bote y atacando desnudo a nado el caz.
*
Busco la isla de Jauja de mis puertos orzando
Y echando a un solo dado mi vida y mi fortuna;
La he visto muchas veces de mi puente de mando
Al sol de mediodía o a la luz de la luna.
Mis galeotes de balde me lloran ¿cuándo, cuándo?
Ni les perdono el remo, ni les cedo el timón.
Este es el viaje eterno que es siempre comenzando
Pero el término incierto canta en mi corazón.

(L. Castellani, Jauja)

De mártires, rameras, y dos músicas para tiempos calamitosos

Oportunísima crónica y análisis de la muerte lenta por asfixia de una sociedad cristiana bajo el dominio del islam, el excelente libro «Al Ándalus y la Cruz», de Rafael Sánchez Saus, ofrece al lector un cuadro pormenorizado, en el que abundan los detalles que dan que pensar. En las últimas semanas, me ha venido con frecuencia a la memoria uno de esos detalles, a saber, el del triste papel desempeñado por los obispos mozárabes durante la ocupación musulmana de España: obispos en su mayor parte colaboracionistas con emires, califas y reyezuelos; sumisos ante el poder; decididos partidarios de lo que hoy llamaríamos «una política de perfil bajo», y celosamente ocupados por tanto en deslegitimar, condenar y desarticular cualquier intento de resistencia cristiana, o de testimonio cristiano martirial. Instalados de forma permanente en tal actitud «pastoral», los obispos mozárabes constituyeron un factor clave para la desmoralización y apagamiento de los cristianos de aquella sociedad.
He tenido que pensar en estas cosas durante los días pasados, al leer, por ejemplo, el desgarrador artículo de Juan Manuel de Prada «La última luz», que es todo un retrato de lo vivido de un tiempo a esta parte por el escritor, y por tantos otros, y del estado de ánimo consiguiente:

«Son muchos los lectores que me escriben inquietos, algunos muy lastimados en sus creencias, otros en un estado de angustia próximo a la pérdida de la fe, suplicándome que me pronuncie sobre tal o cual desvarío eclesiástico.
Durante muchos años ofrecí mi jeta desnuda para que me la partieran los enemigos de la fe; hasta que, cierto día, empezaron a partírmela también (¡y con qué saña!) sus presuntos guardianes. Hoy atravieso una noche oscura del alma de incierta salida; por lo que, sintiéndolo mucho, no puedo atender las solicitudes de mis lectores angustiados, sino en todo caso sumarme a su tribulación».

Y he tenido que pensar también en estas cosas al leer, no muchos días antes, la confesión no menos desgarradora de Luis Fernando Pérez Bustamante, todavía director de Infocatólica, en los comentarios a una de las últimas entradas de su blog:

«Tú sabes más que nadie de los que aquí han escrito cuántos años llevo en esto. Yo era joven por aquel entonces, lleno de ganas, celo, etc. Ni siquiera había nacido mi tercera hija. Hoy ya soy abuelo. No es desánimo. Es que ya no puedo más. Yo no me convertí a esto. Se están cargando la fe. Y, tú lo sabes, nadie de los que puede hacer algo hace nada. No les importa nada la salvación de la almas, sino el quedar bien y no tener problemas. Solo algunos sacerdotes santos y sobre todo los mártires, con su sangre derramada sostienen lo que queda de Iglesia.
Creo que toca retirarse a rezar y hacer penitencia...»

Al ir recorriendo tales testimonios, me parece como si estuviera, por primera vez, comenzando a entender la perspectiva de los mártires cordobeses del siglo IX, abandonados, traicionados y condenados por aquellos que, como el arzobispo Recafredo, debían haber sido sus pastores. Y empiezo a sospechar que un dolor profundo, aunque bueno y noble, recorre como agua subterránea la historia de la Iglesia. Es el dolor de aquellos que, dispuestos a librar el buen combate de la fe, se encontraron, y se encuentran, y se encontrarán, con que hasta la misma fe es travestida en contra suya. Y es que, como bien comenta Sánchez Saus,a propósito de los mártires de Al Ándalus:

«Nada es más fácil que utilizar los mandatos del cristianismo contra los cristianos que se esfuerzan precisamente en ser consecuentes con su fe y ponen en evidencia, junto con el mundo, a los cómplices de los lobos dentro del rebaño».

Buscando una clave para entender la dinámica que subyace en todo esto, podríamos recurrir al sabio dictum empleado por San Agustín para analizar la tensión de fondo que mueve la Historia: «Dos amores fundaron dos ciudades». Pero podríamos también parafrasearlo así: «Dos amores crearon dos músicas». Y quizás haya sido Tolkien el que mejor haya sabido captar y expresar esta idea:

«Ilúvatar levantó la mano derecha, y he aquí que un tercer tema brotó de la confusión, y era distinto de los otros. Porque pareció al principio dulce y suave, un mero murmullo de sonidos leves en delicadas melodías; pero no pudo ser apagado y adquirió poder y profundidad. Y pareció por último que dos músicas se desenvolvían a un tiempo ante el asiento de Ilúvatar, por completo discordantes. La una era profunda, vasta y hermosa, pero lenta y mezclada con un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza. La música de Melkor había alcanzado ahora una unidad propia; pero era estridente, vana e infinitamente repetida, y poco armónica, pues sonaba como un clamor de múltiples trompetas que bramaran unas pocas notas, todas al unísono. E intentó ahogar la otra música con una voz violenta, pero pareció que la música de Ilúvatar se apoderaba de algún modo de las notas más triunfantes y las entretejía en su propia solemne estructura».

«Un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza». ¿Cabe acaso describir de forma aún más precisa lo que estamos viviendo hoy en el testimonio de los que, siendo conscientes de la demolición a la que viene siendo sometida la Iglesia, se esfuerzan por defenderla, y sufren con paciencia la hostilidad por parte de una «Iglesia oficial» cómplice, cuando no directamente protagonista de la demolición?
Pero hay también otra música en estos tiempos, que es la de Melkor, o, siguiendo la imaginería que nos propone de Prada, la de la Gran Ramera ―o «la religión adulterada, falsificada, prostituida, entregada a los poderes de este mundo»―, que trata de ahogar esa belleza doliente de la lealtad. ¿Y cómo es esa música? Tolkien la describe como una música de fanfarria, «estridente, vana e infinitamente repetida». Y así debe de ser, en efecto, puesto que cuenta con pocas notas, pocos conceptos, y no más de tres o cuatro metáforas que escupe con arrogancia una y otra vez. Son notas simplificadoras, que modifican alevosamente el significado de los temas, con el intento de confundir. Juan Manuel de Prada describe muy bien el impacto de este grosero estribillo:

«Adulterando el Evangelio, reduciéndolo a una lastimosa papilla buenista, enturbiando la doctrina milenaria de la Iglesia, cortejando a los enemigos de la fe, disfrazando de misericordia la sumisión al error, sembrando la confusión entre los sencillos, condenando al desconcierto y a la angustia a los fieles, a los que incluso señalará como enemigos ante las masas cretinizadas, que así podrán lincharlos más fácilmente».

Una fanfarria interminable y monótona es, desde luego, una descripción ajustada de la cháchara que en estos tiempos calamitosos se nos quiere vender como religión, desde el sermón dominical a la declaración papal. Y muy en especial en estas últimas, que han acabado por convertirse, de modo acelerado, en fanfarrias arrogantes y vanas en un estado casi químicamente puro.

Ahora bien, nos advierte Tolkien que la solución no se encuentra en el silencio, puesto que antes de que apareciera el tema doliente e invencible de Ilúvatar, «muchos de los Ainur se desanimaron y no cantaron más, y Melkor predominó». Pero no: La fanfarria buenista y verborreica no prevalecerá. Es demasiado fea como para prevalecer. Y mientras va revelando toda su fealdad, no faltarán voces que nos recuerden que hay otra música, profunda, vasta y hermosa, aunque lenta y mezclada con un dolor sin medida, que nunca podrá ser extinguida del todo. Una música de fidelidad, que permanece imborrable en la memoria del que ha llegado a conocerla, como una nostalgia. Por más que el adulterador crea que basta con esperar a que los buenos músicos se jubilen.

Francisco José Soler Gil

Ocurrencias pontificias

Ayer domingo, de modo extrañamente casual, y mientras se rumoreaba que por la noche el periodista Jorge Lanata emitiría un informe comprometedor sobre la fundación pontificia Scholas Occurrentes (que pueden ver aquí), el también periodista Joaquín Morales Solá publicaba una entrevista al Sumo Pontífice en del diario La Nación, en la que Bergoglio trataba de poner paños fríos a su ríspida relación con el presidente Macri. Es que sabe que lo están sitiando y pueden comenzar a aparecer todos los chanchullos que tiene en su haber y que el gobierno conoce, y estimo que yo que el gobierno también posee las múltiples grabaciones de conversaciones telefónicas del entonces cardenal Arzobispo de Buenos Aires con las que negocia el espía Stiuso.
Pero allá ellos. Lo que a mí me impresiona y atemoriza es el nivel de cinismo e incluso, de apostasía del que hace gala el Romano Pontífice sin que nadie ya se asombre. En síntesis, me preocupa que perdamos la capacidad de asombro y, consecuentemente, de reacción frente al proceso acelerado de de descomposición de la Iglesia que estamos viviendo.
Ya sé yo que hay temas que, en absoluto, son más importantes para tratar en el blog, y sé también que desde el mismísimo 13 de marzo de 2013, desde aquí estamos advirtiendo acerca de la extrema peligrosidad de Bergoglio. Pareciera que no podemos aún desprendernos de esta misión. 
En cuanto a los sucesos de ayer, hay dos aspectos sobre los que quiero reflexionar. En primer término, la disparatada ocurrencia pontificia de las Scholas Occurrentes que, por lo que se ve, no es más que un curro del que usufructúan sus amigotes Del Corral y Palmeyro, dos facinerosos cuya mediocridad condice con la propia del pontífice. Esta fundación pretende tender puentes entre alumnos de escuelas de todo el mundo a través de encuentros y otras iniciativas igualmente ingenuas y estúpidas.. Quisiera saber yo qué puede salir de esos encuentros más que algunos cantitos insulsos, unas cuantas fornicaciones adolescentes y, en el mejor de los casos, un par de conversiones emocionales. Como bien analiza Sandro Magister, Francisco ha cambiado el concepto de educación católica con su divertida ocurrencia. Pero lo que resulta francamente inadmisible es que la Ocurrencia pontificia haya organizado a fines del año pasado un encuentro con alumnos de escuelas católicas y evangélicas en Roma, que finalizó con un encuentro musical en el Aula Pablo VI, financiado por el gobierno kirchnerista con casi un millón de dólares, y del que participaron emblemáticas figuras de la fe cristiana, como Juan Carlos Baglietto, Hilda Lizarazu y Lito Vitale.
Tratemos de recuperar el asombro. ¿Qué beneficio reportó tal encuentro a la fe y salvación eterna de esos alumnos? ¿No se alienta, acaso, con iniciativas de este tipo la confusión entre la verdad y el error, o es que ahora da lo mismo ser católico que ser evangélico, y seguir a Baglietto o a San Luis Gonzaga? Si veinte años atrás algún párroco hubiese hecho algo semejante, creo que habría causado un escándalo diocesano. Hoy, quien promueve el error, es el mismísimo Sucesor de Pedro llamado a confirmar en la fe a todos sus hermanos. El mismo personaje grosero que en los inicios mismos de su pontificado dejó plantada a una orquesta sinfónica en el Aula Paulo VI aduciendo que él no era un príncipe renacentista, organiza ahora un festival de rock y música popular en ese mismo sitio vaticano, confirmando su carácter de matón villero.
El segundo aspecto tiene que ver con el reportaje de Morales Solá, que terminó con la pregunta más previsible: cuál es la relación que tiene el Papa con los ultraconservadores. Es importante señalar que los tales son los obispos, sacerdotes, laicos y redes sociales simplemente católicas, es decir, todos aquellos que son tan exagerados como para afirmar todos y cada uno de los artículos de la fe y pretender cumplir los diez mandamientos del decálogo, afirmando que el no cumplimiento de alguno de ellos es pecado. Y el Papa Francisco, que en la misma entrevista se había mostrado tierno y misericordioso con especímenes de la calaña moral de Hebe de Bonafini, en este caso no se inmutó en afirmar que con esos personajes -nosotros, los ultraconservadores- , lo que hay que hacer, es esperar a que se jubilen y dejarlos de lado. En otras palabras, son personajes que no tienen remedio, que no son dignos ni siquiera de la omnímoda misericordia pontificia, y que lo mejor que pueden hacer es morirse cuanto antes. Sólo falta que la próxima vez sugiera que se haría un servicio a la Iglesia si alguien los ayuda a morir cuanto antes. 
Convengamos que se trata de definiciones terminantes: Francisco está marcando dos iglesias: la suya, a la que él mismo define como abierta y acogedora, dedicada a la promoción del hombre y al olvido de Dios -ver el artículo de Magister citado-, y la Iglesia de Cristo, fiel a la Verdad que Él mismo nos enseñó y que nos fue explicada por la Tradición y los Santos Padres y Doctores.
Frente a esta gravísima situación, nosotros, como laicos, no podemos hacer otra cosa más que estar alertas y advertir que el Lobo Blanco está rondando cada vez más cerca lo que queda del rebaño. Pero quienes tienen la función más delicada y absolutamente indelegable, son los cardenales y obispos puesto que, por algo, la nuestra es una Iglesia apostólica y jerárquica. Ellos debe detener los crímenes del Felón pontificio, y deben hacerlo cuanto antes. Y no basta para hacerlo decir tímidamente alguna cosita aquí y allá, celebrar de vez en cuando la misa tradicional o enrollarse en la cauda púrpura. En algún momento, más pronto que tarde, deberemos comenzar a exigir de algún modo realmente efectivo su reacción, o Bergoglio nos lleva puesto.