Errare humanum est


por Jack Tollers

San Agustín decía que el peor mal del hombre es el error. 
¿No es el pecado el peor mal de la tierra para el cristiano? 
San Agustín decía esta cosa enorme: que no, que es el error. 
Pero Cristo también lo dijo, en cierto modo: porque Él no dijo: "Yo soy la moral"
No. Él dijo: "Yo soy la Verdad. La Verdad os hará libres."

L. Castellani


Wanderer, estoy preparando mi tercera charla sobre los “Novísimos” y por lo tanto hace bastante tiempo que vengo leyendo y reflexionando sobre el purgatorio (se sorprendería Ud. si viera la vastísima literatura contemporánea—aparte de la Patrística y Medieval—sobre el particular: no puedo parar de leer).
No viene a cuento aquí describirle cómo ni por qué ha ido desapareciendo la noción misma de purgatorio entre los cristianos (especialmente a partir de Vaticano II, aunque el fenómeno es más viejo que eso): me reservo eso para la charla. 
Ahora bien, más allá de las representaciones más conocidas sobre el purgatorio, con demonios y llamas que atormentan a las almas (no enteramente malas, no enteramente buenas—San Agustín dixit); estas almas que pasan por este “estado intermedio” (Newman dixit), representadas a veces como almas en pena que vagan por el mundo (y que a veces obtienen permiso divino para aparecerse a este o a aquel), más allá de la larga lista de metáforas de las que se ha valido la apologética cristiana para hacer entender al pueblo fiel qué cosa es esto del purgatorio y cómo se “purifican” las almas en ese estado—más allá de todo eso, hay cosas más profundas, conceptos quizás más difíciles de aprehender, pero que explican mucho más precisamente esto de que estamos hablando. 
Pongo ejemplo (y aquí también hace falta un mínimo de imaginación): represéntense Ud. y sus lectores como viendo la película de vuestras vidas —eso que Royo Marín llamaba, no tan desacertadamente, “el cine de Dios”. ¿Y bien? En esta película que uno contemplaría desde el purgatorio, uno no sólo vería la propia vida—exterior e interior—con gran detalle e increíble prolijidad: también vería las consecuencias de cada uno de los actos, de cada uno de nuestros pecados. Y comprobaría que las consecuencias de nuestras faltas son, en cierto modo, in-ter-mi-na-bles (para esto véase el capítulo sobre “La Injusticia” allí sobre el final del “Benjamín Benavídes” de Castellani). Como si dijésemos que, instalados en el “cine de Dios”, veríamos cosas terribles en nuestros nietos, y todavía en los bisnietos, cosas que partieron, que se originaron en pecados nuestros, que todo eso sucede, más que nada, por culpa nuestra…
Y no voy a hablar de las consecuencias de nuestros pecados de omisión, porque, Dios mío, eso me excede (porque no me animé a corregir a fulano de tal, mirá lo que pasa ahora), que yo también soy el peor de los pecadores, y que Dios se apiade de mi alma, ay, ay, ay.
Pero en fin, con eso ya tenemos bastante para darnos una idea de qué cosa es el purgatorio. 
Pero yo quería hablar de otra cosa, que es de lo que habla Castellani en el epígrafe que hemos puesto encabezando esta nota: y es esto de que hay algo peor que el pecado y ese algo es el error. Y a poco que uno se ponga a pensar, no es tan difícil de entender, puesto que de un pecado uno se puede arrepentir, de un pecado uno se puede confesar, un pecado se puede expiar, casi siempre se puede reparar (y lo que falta en esa materia, ya lo hizo Jesucristo en la cruz); ahora, un error… resulta considerablemente más difícil de remediar (piensen ustedes en las herejías y los intensísimos esfuerzos intelectuales de los doctores, la cantidad de concilios, documentos magisteriales y no sé yo cuántas cosas más, durante no sé yo cuántos siglos, que resultaron necesarios para corregir estos errores: las herejías, por poner un solo ejemplo, la herejía arriana o la luterana). Y hay algunas que nunca se terminaron de corregir del todo, pese a tanto empeño, durante tantos siglos: la maniquea por ejemplo (Belloc dixit, con gran acierto). 
Y bien mirada la cosa, uno advierte que la Historia de la Iglesia no es sino un enorme esfuerzo por cumplir lo más minuciosamente posible con el mandato de Cristo que constituye el remate del Evangelio San Mateo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado” (Mt. 28:19-20).
Y es que Cristo conocía bien lo que hay en todo hombre y la inclinación que todos tenemos por distorsionar, por cambiarlo todo por “fábulas de viejas”, por “mejorar” el “depósito de la fe”, caray con el progresismo, que hay algunos cristianos que son más cristianos que Cristo. Y después de todo, los paganos también sabían de esta nuestra debilidad y Virgilio lo dijo mejor que nadie: errare humanum est.
¿Por qué tanta insistencia en todo esto si no? ¿Por qué tantas controversias teológicas, disputas, guerras de religión incluso, si no? Piensen en toda la Patrística, contemplen por junto todos los volúmenes de la Migne, en latín, en griego, y piénsenlo de nuevo. Repasen el índice del Denzinger, lean la historia de los Papas de von Pastor, fíjense en cualquier historia de la Iglesia y no van a encontrar otra cosa que lo que digo: peleas, disputas, enormes controversias intelectuales y finalmente largos y concilios que penosamente llegaban finalmente a definir con toda precisión—en latín, una lengua muerta, cosa de asegurarnos el mínimo riesgo de malinterpretación, a diferencia del último concilio, redactado en un lenguaje “deliberadamente ambiguo” (Kasper dixit)—qué cosas Cristo nos mandó, qué quería decir exactamente, y de allí la multitud de definiciones y, en consecuencia, la multitud de anatemas. 
¿Por qué todo esto? Piénsenlo de nuevo, cristianos moralistas de nuestro tiempo: porque no hay nada importante, porque un error es infinitamente peor que un pecado, porque nuestra salvación está asociada a verdades divinamente reveladas y si ésas se tuercen, si ésas se niegan, si ésas se esconden… ¡Dios mío! No hay remedio posible (o, en todo caso, no será cosa de soplar y hacer botellas, y exigirá siglos). 
Y ya van viendo entonces por qué un error es peor que un pecado: entre otras cosas también por las consecuencias que tiene; y entre otras muchas, la de engendrar infinitos pecados. 
Esto es lo que no entienden los cristianos moralistas de nuestro tiempo: los kukús de toda laya, los sectarios de todos los colores y más que nada, los jesuitas de nuestro tiempo. 
Y de allí el despelote que se armó a partir de Vaticano II en el que no se quería “definir” nada, que no, hombre, que al mundo moderno no le gustan las definiciones, la precisión, que el mundo moderno prefiere la niebla, el masomenismo, el relativismo—vamos, que sólo se trataba de un concilio “pastoral”… y así los pastores se hicieron los perros, ya saben ustedes, y nos rodearon los lobos.
Ahora, hablando de los jesuitas, hablando de este arquetipo de jesuita moralista, de este que se precia de burlarse de los “católicos-denzingerianos”, de este ignorante—de este ejemplo supremo de “pastor pastoral” que se niega a juzgar (cuando esa es, precisamente, su principal incumbencia), de este tipo que no enseña la Religión de Cristo y que se inventó su propia moral ecológica, ecuménica, transexual, anti-capitalista, pro-inmigrante y anti-mafiosa, de este que se ríe de cualquier forma o manifestación de la ortodoxia (que lo del aborto es cosa de poca importancia, que no hay que discriminar a los pederastas, que no hay que reproducirse como conejos, e vía dicendo) de este que no quiso ponerse los zapatitos colorados de Ratzinger, prefiriendo en cambio los suyos, embarrados a fuerza de transitar los barrios periféricos,… ¿qué quieren que les diga?... en razón de las consecuencias que todo esto se trae, y por aquello que les decía al principio de esta nota sobre el purgatorio (y hay cosas peores)…
No querría yo estar en sus zapatos.      

Credo in unam et sanctam Ecclesiam

“¿Qué hacer?”, se preguntaba Lenin a comienzos del siglo XX y, para responder la pregunta , escribió un tratado de acción política con ese título. Y es una pregunta que se habrá hecho también muchas veces el general Franco en 1936 cuando veía que España se caía a pedazos. Y qué hacer nos preguntamos nosotros cuando asistimos con pavor al espectáculo que cada día se presenta a nuestros ojos. 
Nos encontramos en una Iglesia gobernada por un desequilibrado que la está conduciendo rápidamente a la ruina. Basta ver el video de hoy para entender que ese hombre vestido de blanco no está en sus cabales. Y, si escarbamos un poco más y leemos los últimos artículo de Sandro Magister, descubriremos el peligro que se ciñe para fines del mes de octubre y del pavor que asalta a varios cardenales porque no saben qué disparate podrá mandarse Bergoglio cuando “celebre” en Suecia los quinientos años de la Reforma protestante. Ya dio indicios hace algunas semanas cuando afirmó que Lutero “fue una medicina para la Iglesia”. 
Y, si miramos a la Iglesia argentina, nos enteramos que en los últimos meses fueron despedidos de sus puestos sendos rectores de dos seminarios, que cumplían sobradamente con los requisitos de ciencia, piedad y doctrina católica; que tenemos (¡uno más!) un obispo retozón que, con algunos sacerdotes de su diócesis, se permite conductas que, por mandato pontificio, nosotros no somos nadie para juzgarlas; que otro obispo pequeñín y trepador prepara sus valijas para hacerse de la sede archiepiscopal de San Juan; que el fallecido Mons. Di Monte abría la puerta del monasterio de monjitas por él fundado para que los peronistas escondieran parvas de dólares y que en Posadas acaba de ser elegido como vicario general un representante del lumpenaje autóctono.
Nunca más apropiadas las palabras de Chesterton: “Nadie sabe cuán próximos estemos de la muerte o del alba. No estoy seguro de si hago este discurso desde un andamio o un cadalso”. Lo escribía en el G.K.’s Weekly, muchos años antes de la Segunda Guerra Mundial que, tanto él como Belloc, presagiaban frente a las burlas de sus connacionales que creían que Lloyd George, un inútil de corto alcance como otro que ya conocemos, había resuelto para siempre la paz mundial. Frente a mi amigo con el que tomé un café en el bar de la esquina hace unos días, frente a los medios y frente a la gran mayoría del clero y de los fieles católicos, yo tampoco sé si lo que estamos viviendo no es más que una tormenta pasajera como tantas otras, si es pura ilusión de reaccionarios que descubren monstruos detrás de cada puerta o si solamente estamos atentos a los signos de la higuera.
“¿Qué hacer?”, se preguntaba Lenin, y también nos preguntamos nosotros. Ya varias veces hemos discutido el tema en este blog. Y la respuesta vuelve a ser siempre la misma: refugiarnos en pequeñas comunidades que, a su vez, se refugian en la Iglesia de siempre, porque todos creemos que la Iglesia no está sólo compuesta solamente por los miserables que hoy se han apoderado de las sedes episcopales y de la misma sede apostólica, sino que la Iglesia también son los santos y doctores que nos precedieron. Maurice Baring, converso en la primera mitad del siglo XX, escribía: “Cada día que pasa, la Iglesia me parece más y más maravillosa; los sacramentos más y más solemnes y sustentadores; la voz de la Iglesia, la liturgia, sus reglas, su disciplina, su rito, sus decisiones en cuestiones de fe y moral, más y más excelentes y profundamente sabias, verdaderas y acertadas, y sus hijos marcados con algo que no tienen los que están fuera de ella. Ahí encontré la Verdad y la realidad, y todo lo que está fuera de Ella es para mí, comparado con Ella, como polvo y sombras”. Ese Iglesia que recibió y en la que vivió Baring, sigue viva no sólo en nuestra memoria sino también en la realidad, porque la Iglesia es universal no sólo en el espacio sino también en el tiempo. 
Hoy más que nunca decimos: Credo in unam et sanctam Ecclesiam.

Sarah y Leticia

El hecho: A comienzo de julio, el cardenal Sarah, prefecto de la Congregación para el Culto Divino, lanzó una bomba. Pidió a los sacerdotes que comiencen a celebrar la misa ad orientem, es decir, en la misma dirección de los fieles, mirando hacia el este, donde se levanta el Sol de Justicia. O bien, como dicen los progres, “de espaldas al pueblo”. Esto sucedió en la conferencia pública que dictó durante el congreso de Sacra Liturgia, en Londres. Allí explicó que ese modo de celebrar está previsto en el novus ordo y que, por tanto, no se necesita ninguna reforma a las rúbricas ni tampoco permiso especial. Todo queda en la voluntad de los sacerdotes. Y fue incluso más allá: propuso que el cambió comience a partir del primer domingo de adviento. 
Por supuesto, las reacciones no se hicieron esperar. Días más tarde, la oficina de prensa de la Santa Sede salió a responderle: no hay ninguna modificación prevista para el próximo adviento y, aprovechando la oportunidad, no se privó de aclarar que el papa Francisco ha sido muy claro al decir que la forma extraordinaria del rito romano no debe tomar el lugar de la forma ordinaria. 
Y, en los últimos días, la conferencia episcopal de los Estados Unidos restó importancia a las palabras del cardenal Sarah y dejó muy claro que cualquier iniciativa de los sacerdotes en ese sentido debe ser supervisada por el obispo. 
El back scene: La afirmación y sugerencia concreta del cardenal Sarah fue incisiva. Quizás, la más importante en favor de la liturgia tradicional desde el motu proprio Summorum pontificum. Fue dicha en un ámbito público del que participaban no solamente sacerdotes tradicionalistas sino de todos los pelajes. Y, según me cuenta gente que estuvo presente en la conferencia, el purpurado insistió en varias ocasiones en que esta propuesta había sido aprobada por el Santo Padre en una reciente reunión que había tenido con él.
El cardenal Sarah no es jesuita y, por tanto, debemos suponer que no miente. No tengo dudas que en ese encuentro con el papa Francisco le habrá planteado la posibilidad y Bergoglio habrá puesto cara de interesado en el tema, le habrá contando algún recuerdo inventado de cuando era niño y asistía con su abuelita a las misas de espalda, y lo habrá animado a proponer el cambio a los sacerdotes. Es decir, habrá hecho lo que siempre hace, según nos relataba su finado amigo Omar Bello: decirle a cada uno lo que quiere escuchar, siguiendo en esto el consejo del general Perón. Y a esto se suma el hecho de que a Bergoglio la liturgia le importa un comino. Como jesuita que es, la considera una pérdida de tiempo, pues le quita tiempo para meditar y para trabajar ad maiorem Dei gloriam
Y así, el pobre guineano, se largó a la pileta confiado en el apoyo pontificio. ¡Pobre ingenuo! Cuando llegó la noticia a Roma, los liturgistas a quienes sí les interesa la liturgia y saben de su importancia fundamental para restaurar, o para destruir, la cultura cristiana, urdieron el comunicado que firmó el renunciante P. Lombardi. Y, seguramente, habrán coordinado con sus amigotes de las conferencias episcopales del mundo el modo más efectivo de neutralizar a Sarah: todo cambio deberá ser “guiado y supervisado por el obispo”. Y ya sabemos nosotros que los obispos son los peores enemigos de la fe católica: es decir, todo quedará en nada.
Y si a Sarah se le ocurrió ir a ver nuevamente Leticia, es decir, al Papa de la alegría (Papa Letitiae), éste le habrá dicho: “¡Qué te hicieron Sarah! Es que estoy rodeado de progresistas que no entienden la importancia de liturgia y no puedo hacer nada para detenerlos”. Es decir, nada nuevo.
Efectos: La propuesta de Sarah no es nueva pero es, sin embargo, concreta. El papa Benedicto XVI, siendo aún cardenal Ratzinger, había escrito un libro (El espíritu de la liturgia) en el que dedica un capítulo al tema y se define claramente por la celebración de la misa ad orientem pero finaliza diciendo que, tal como están las cosas, sería suficiente con poner un crucifijo en el centro del altar mirando al sacerdote. Lo típico de Ratzinger: buena doctrina pero ningún efecto práctico. El cardenal Sarah, en cambio, fue mucho más concreto puesto que fijó una fecha para comenzar con el cambio. ¿Qué efectos tendrá?
Probablemente en Europa y en Estados Unidos, muchos sacerdotes comiencen a celebrar ad orientem. Quizás un día a la semana, quizás una misa dominical, quizás permanentemente. Sería un pasa intermedio (para ellos) entre el novus ordo y la misa tradicional. En casi todas las diócesis americanas se celebra semanalmente la misa en la forma extraordinaria y lo mismo ocurre en países europeos como el Reino Unido o Francia. Muchos sacerdotes que están indecisos tendrían ahora toda la autoridad que dio el cardenal encargado de la liturgia para comenzar el cambio. Es decir, no habrían ya impedimentos de conciencia o episcopales que pudieran frenarlos. Veremos.
En Argentina, salvo escasísimas excepciones, no pasará nada. En nuestro país lo obispos son muy malos y los curas muy cobardes. Seguramente a una buena cantidad de ellos le gustaría implementar el cambio pero saben que, si lo hacen, durarían apenas unos meses en su puesto ya que la bondad de sus obispos los eyectaría rápidamente al peor destino que pudiera conseguirse en sus diócesis. 
Por otro lado, todos aquellos sacerdotes, religiosos y monjes que afirmaban que a ellos les gustaría celebrar ad orientem pero no podían hacerlo porque el obispo no lo aprobaría, no tendrán ahora excusa: tienen el permiso y el aliento del mismísimo prefecto de la congregación del culto divino. Ya no hay excusa posible. ¿Se animarán? 
Colofón: Lamento ser bastante pesimista, pero la impresión que tengo es que ya es demasiado tarde. El estado catastrófico en que se encuentra la Iglesia y la labor destructora de Bergoglio y sus secuaces no se soluciona con cambiar la orientación del altar. Concretamente, creo que no hay solución humana posible. Sólo queda hacer lo que se pueda en los pequeños ámbitos en los que cada uno de nosotros puede actuar, y no esperar mucho más que eso. 

Charla en el café de la esquina

- Exageran, todos exageran. Bergoglio no es tan malo. Es más de lo mismo.
- ¿Solamente más de lo mismo? ¿No es más grave que “lo mismo”?
- No. Es una versión vulgar, grasa y repugnantemente ordinaria de lo mismo que fueron Pablo VI y Juan Pablo II.
- Es decir, estamos frente a una particular “hermenéutica de la continuidad”.
- Exactamente. Bergoglio no es más que el emergente natural, aunque en avanzado estado de putrefacción, del proceso que culminó en el Vaticano II.
- ¿Qué culminó o que empezó?
- Que culminó. Había empezado mucho antes; décadas o siglos antes. 
- Es decir, lo que estamos viviendo no es la catástrofe de la Iglesia, sino más de lo mismo, en versión grasa. ¿Eso es lo que usted piensa?
- Eso es lo pienso. 
- No me convence.
- Piénselo de esta manera. Pablo VI y Juan Pablo II, cuando se mandaron sus propias catástrofes, buscaban a buenos artistas para que las disfrazaran y pasaran desapercibidas. El dibujo se los hacía Miguel Angel o Rafael. En el caso de Bergoglio, el dibujo lo hace él, o le pide ayuda al Tucho. Y es por eso que nos espantamos. Pero se trata de lo mismo: dibujar con el fin de tapar la manipulación que está haciendo. 
- ¿Qué entiende por manipulaciones?
- Me refiero a cambiar la doctrina en aras de conveniencia o sensibilidad pastoral. Es lo que hizo Bergoglio en la Amoris Laetitia.
- Y usted dice que Juan Pablo II también hizo lo mismo. Deme ejemplos.
- Le pongo dos. El limbo y la anáfora de Addai y Marí. 
- A ver...
- La sensibilidad pastoral de nuestros días no admite que se diga que los niños que mueren sin bautizar -incluido los bebés abortado- no pueden entrar al cielo sino que van al limbo, u orla del infierno, donde el fuego no los alcanza pero tampoco gozan de la visión de Dios. En consecuencia, la Comisión Teológica Internacional redactó un documento en el que dibuja y enjuaga la cuestión de modo tal que cada uno pueda pensar lo que quiera, que el limbo exite o que no existe y los niños van derechito al cielo, aunque no estén bautizados. Ahí lo tiene: necesidad pastoral sobre doctrina.
- ¿El segundo ejemplo?
- Varias comunidades caldeas o siríacas unidas a Roma querían seguir utilizando la anáfora de Addai y Marí, que utilizan para la celebración de la liturgia, y que no contiene las palabras de consagración. En principio, entonces, no había transustanciación del pan y el vino, pero negarles esa antiquísima tradición no era pastoralmente bien visto. Por tanto, la Congregación de la Doctrina de la Fe determinó que esa anáfora era válida y podía seguir celebrándose. Una vez más: pastoral sobre doctrina aunque, eso sí, todo muy bien dibujadito por la mano de los teólogos -como Ratzinger- de la Curia Vaticana. Lo mismo pasó con la Amoris Laetitia; la única diferencia es que los dibujantes son nada menos que Bergoglio y Tucho. Pero en el fondo es lo mismo.
- Pastoral mata a doctrina.
- Así es. Pastoral mata a doctrina. 
- No me convence. Con respecto al limbo, en el mejor de los casos, su existencia es un teologúmeno, es decir, una definición teológica sobre la que no hay certeza y, mucho menos, definición dogmática. Y por eso, la Congregación para la Doctrina de la Fe definió: “No siendo la existencia del Limbo una verdad dogmática, sí es una hipótesis teológica, y por tanto, no quita la esperanza de encontrar una solución que permita creer, como verdad definitiva, la salvación de los niños que mueren sin haber sido bautizados”. Es decir, no lo niega sino que deja abierta la posibilidad. 
- Como Francisco: no admite a la comunión a los recasados, pero deja abierta la posibilidad...
- En cuanto a la anáfora de Addai y Marí, es verdad que no contiene las palabras de la consagración pero sí está la epíklesis y, como usted sabe mejor que yo, no hay definición de la Iglesia sobre en qué momento se produce la transustanciación. Podría ser en las palabras consecratorias, podría ser en la epíklesis o podría ser en toda la anáfora. Por otro lado, se trata de una de las anáforas más antiguas y claramente tiene intención consecratoria. 
- Por eso, se aprovechan de un intersticio en la doctrina para hacer el dibujo que pide la pastoral.
- Pero el caso de los Amores de Leticia, es distinto por varias razones. La indisolubilidad del matrimonio y la necesidad de la gracia para recibir la eucaristía son verdades aceptadas por la Iglesia y se encuentran en la Tradición; sobre eso no hay dudas ni medias tintas. Y no venga con que Francisco no firmó nada porque, en todo caso, los cambios están en una nota a pie de página. Y estén donde estén, los cambios están. En los ejemplos que usted menciona, la Santa Sede se expidió de un modo claro y que despeja todas las dudas. Por otro lado, los efectos prácticos son inconmensurables. Los juristas dirían que el limbo o Addai y Marí son cuestiones abstractas: no afectan la vida diaria de los fieles y no hay percepción de cambio. En el caso de Leticia, en cambio, los efecto son inmediatos y evidentes para todos.
- Es decir, usted juzga la gravedad de un hecho por los efectos prácticos... Bergoglio entonces puede suprimir el dogma de la Trinidad que, en la práctica, no va a tener efectos y, consecuentemente, no tendría gravedad, según su opinión.
- No exagere. No es eso lo que estoy diciendo. Francisco, como cualquier gobernante, debe tener la prudencia política necesaria para su cargo. Lo que él dice es replicado al instante hasta en el último rincón del globo. Es por eso que debe ser muy cuidadoso y claro en lo que dice. Cuando voluntariamente es confuso y ambiguo, la gravedad del desvío doctrinal se aumenta por el escándalo que produce en quienes lo escuchan. 
- Entonces me está dando la razón: la gravedad de Francisco no son los “cambios” o “desvíos” de la doctrina, sino los modos. O, siguiendo mi analogía, el problema es el dibujante.
- El problema, en todo caso, es que usted está rebajando los modos, o las formas de decir y hacer las cosas en la Iglesia, a cuestiones secundarias, a trazos más o menos artísticos, pero yo creo que las formas, al menos en la Iglesia, son casi tan importantes como la doctrina.
- Usted pone los accidentes a nivel de la sustancia...
- Si usted me viene con aristotelismos, yo le salgo con Chesterton, en Ortodoxia: “En ciertas cosas, la Iglesia no podía permitirse el desviarse ni del grueso de un pelo, si había de continuar su grande y osado experimento del equilibrio irregular. En cuanto una idea se hiciese menos potente, alguna otra se haría demasiado fuerte. No era un rebaño de ovejas lo que guiaba el pastor cristiano, sino un tropel de toros y tigres, de ideales terribles y doctrinas devoradoras, cada una de ellas lo bastante fuerte para convertirse en una falsa religión y asolar el mundo. Recuérdese que la Iglesia abordó concretamente ideas peligrosas; era un domador de leones. La idea de nacimiento por obra de un Espíritu Santo, de la muerte de un ser divino, del perdón de los pecados, del cumplimiento de las profecías, son ideas que, como cualquiera puede verlo, sólo necesitan un toque para convertirse en algo blasfemo y feroz... Una frase mal redactada acerca de la naturaleza del simbolismo habría roto las mejores estatuas de Europa. Un desliz en las definiciones podía detener todas las danzas; podía marchitar todos los árboles de Navidad y quebrar todos los huevos de Pascua”. Ahí lo tiene a su amigo el Gordo. El problema de Bergoglio no es que está cambiando más o menos la doctrina, porque es verdad que se desliza jesuíticamente entre la verdad y el error, y no pone la firma en nada que lo comprometa. El problema de Bergoglio son las formas y, en este caso, las formas son tan importantes como el contenido. El Papa Francisco, con sus formas oblicuas, está deteniendo todas las danzas, marchitando todos los árboles y rompiendo todos los huevos.

Radiante tristeza

por Wanderer
La entrada que publiqué la semana pasada con las fotografías de la hna. Cecilia Sánchez Sorondo, dio pie a una interesante discusión acerca de la muerte y la reacción cristiana ante ella. “Tristeza o celebración”, parecerían ser las opciones que, como no podía ser de otra manera, traen cola, puesto que cierto tradicionalismo aboga por la tristeza más lúgubre mientras que hablar de celebración sería propio del modernismo. 
Aquí van mis reflexiones:
1. La muerte es un castigo y, como tal, debe ser necesariamente dolorosa y triste para quien la sufre y para quienes quedan en el mundo. Sobre esto no hay duda, y sobre esta verdad se basan algunos tradicionalistas tuertos, porque la realidad es que hace poco más de dos mil años, el Verbo de Dios nos redimió, “matando a la muerte con su muerte y dando vida a quienes estaban en el sepulcro”. La muerte sería profundamente triste y dolorosa, y nada más que eso, si el difunto fuera al Hades, pero como cristianos sabemos que, en el caso de quienes mueren bien (la buena muerte), del otro lado del Leteo los está esperando el Esposo con todos los bienaventurados. Y eso es motivo de alegría.
2. “La muerte necesariamente debe ser dolorosa porque supone la separación del alma y del cuerpo”, dicen otros tradicionalistas aristotelistas. Y es verdad. Pero el testimonio de los santos indica que la muerte es no sólo separación sino también liberación del cuerpo. “Ay que dura es esta vida, esta cárcel y estos yerros en que el alma está metida. Que sólo esperar la salida me causa dolor tan fiero, que muero porque no muero”, decía Santa Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia. Es un desgarro que libera; duele, pero alivia. ("¡Wanderer es platónico!" En mi defensa digo que la teología cristiana fue platónica hasta el siglo XIII).
3. Un tradicionalista desinformado escribió un comentario al post anterior en el que decía que la muerte no pude celebrarse porque los discípulos no celebraron la muerte de Jesús. Y tiene razón. El problema es que los discípulos no esperaban que el Señor resucitara: las mujeres se acercaron al sepulcro a embalsamar el cadáver y los dos que iban a Emaús descreían de la resurrección. Se trata de un tradicionalista pasado de rosca. Nosotros tenemos la esperanza cierta de la resurrección. ¿Hay que celebrar la muerte, entonces? Yo no hablaría de “celebrar” como tampoco haría un funeral con ornamentos blancos en el que el cura se dedicara a dar gracias a Dios por el hermano que partió. Todo eso tiene tufo modernista. El funeral es de negro y se implora a Dios que perdone los pecados del difunto para que pueda ser recibido en el cielo. Esa ha sido siempre la tradición de la Iglesia. Pero todo eso no puede opacar la esperanza cierta de la alegría profunda de la resurrección. Y ese gozo, en cierto modo, es una celebración. 
4. El ejemplo y la actitud de los Padres ante la muerte nos muestra que, si bien sienten profundamente la partida de sus seres queridos, la reacción no es oscura, triste y lúgubre, sino realista y esperanzadora. Recomiendo el texto de San Ambrosio sobre la muerte de su hermano San Sátiro. Esta actitud puede verse -o debería verse- en el caso de la muerte de los cristianos que, al decir de San Pablo, “pelearon el buen combate y alcanzaron la meta”. En mi experiencia, cuando muere una persona con estas cualidades, sin negar la tristeza humana que ocasiona, también aflora una profunda alegría y satisfacción: ya llegó. Es como San Ignacio de Antioquía que, en su camino al martirio romano, pedía a los cristianos que no hicieran nada para impedirlo porque quería alcanzar la meta cuanto antes. Y lo mismo ocurre con otros santos: “Ven muerte tan escondida que no te vea venir, porque el placer de morir no me vuelva a dar la vida”, cantaba también Santa Teresa.
5. Conocí a la hna. Cecilia solamente por referencia de amigos que la conocieron personalmente. Lo único que puedo decir es que la sonrisa que la acompaña en todas las fotos y, sobre todo, el rostro dormido en medio del dolor de la agonía, son más que elocuentes. Esa expresión no es impostada y no se consigue, en esas circunstancias, a mera fuerza de voluntad. Y el testimonio de quienes la rodearon en sus últimos días, desde familiares y amigos hasta médicos y enfermeras, es unánime: de ella emanaba una profunda paz y alegría. Ante eso, me rindo. Eso es presencia de Dios.
6. Finalmente, sí conocí de cerca a un hombre de Dios que murió hace ya muchos años: el padre Alberto Ezcurra. Y su actitud ante la muerte, que sabía próxima, es la del cristiano, y similar, en muchos sentidos, a la de la hna. Cecilia. Y doy dos ejemplos: cuando recibió uno de los últimos parte médicos en el que le anunciaban que ya no había terapia posible para su cáncer y que le quedaban pocos meses de vida, sugirió a sus hermanos y familiares que celebraran Navidad en septiembre porque él no llegaría al 24 de diciembre, y me imagino que habrá soltado después esa risa aguda y contagiosa que lo caracterizaba. Y también, meses antes de morir, preparó una botella de un licor que le gustaba mucho y la dejó acompañada de una nota: “Para que mis amigos brinden cuando regresen de mi funeral”. Y así lo hicieron. En el fondo, el P. Ezcurra, dejaba todo preparado para “celebrar” su muerte. Y yo lo conocí y doy testimonio que fue un hombre de Dios, que peleó el buen combate y que alcanzó la meta, y aunque lo hubiésemos querido tener muchos años más entre nosotros, también nos alegramos porque, dormido en el Señor, nos ha precedido en la posesión del Reino. 

Con quemante angustia

por Ludovicus
Una de las ventajas de tener un Presidente dotado de nonchalance es que ocasionalmente escapa a la corrección política. Contrariamente a la opinión de tantos bienpensantes, me parece un hallazgo del habitualmente discreto y opaco discurso de Macri dirigirse al rey de España y mencionar la "angustia" de los Congresales de Tucumán ante la decisión de declarar la Independencia. Una mención tan revulsiva como brillante. Qué mejor término que "angustia" para definir el sentimiento de quienes se separaban de la corona. La independencia prematura inauguró más de medio siglo de anarquía, luchas y disensiones civiles escandalosas. Nos forzó a adoptar moldes institucionales inadecuados y mendigar protectorados bizarros, desde un inca hasta una princesa portuguesa pasando por la corona británica, nos sumergió en utopismo revolucionario estéril y en un republicanismo a la francesa, irreligioso y anticonservador, que nos aisló del civilizado mundo monárquico europeo.
Atrasó las ciencias y las artes, colmó de sangre nuestras provincias, generó la anarquía del año 20, endeudó al país con proyectos desatinados, desarmó familias y dilapidó las energías en luchas heroicas, sí, pero a la postre tan inútiles como arar en el mar, como reconoció un responsable de las guerras americanas. Sigo: nos desorientó estratégicamente frente a un Brasil que gestionó su emancipación con mucha mayor madurez y respeto institucional. Consagró el contrabando, sentó las bases para la irresponsabilidad fiscal, dejó inermes a nuestros hermanos indígenas; abrió una grieta entre la civilización y la barbarie, entre la Ilustración y la Tradición, entre las elites y el pueblo. Generó personalismos idolátricos y laicismos también idolátricos. 
Si hasta el presidente de ese mismo Congreso, unos años después, terminó encontrando su "destino sudamericano" degollado por las huestes de un fraile apóstata. Triste símbolo que ciertamente causa angustia al leer el Poema Conjetural.
A pesar de la gloria, a pesar del coraje, a pesar del sentimiento quizás poco templado por la razón de la búsqueda de la emancipación, cómo no iban a sentir angustia.

Volver al cielo


Ilustra, sin duda, el diálogo que hemos abierto en el último post sobre la necesidad de recordar cuál es nuestra verdadera patria y cuál el verdadero consuelo, el ejemplo de la hna. Cecilia Sánchez Sorondo, carmelita descalza de Santa Fe, que murió hace pocos días.
Y en este caso no son necesarias las palabras. La sonrisa de su última agonía es suficiente.