Infalible

por Ludovicus
Una vez más, Bergoglio ha demostrado su inefable perspicacia, su infalibilidad política para equivocarse y apoyar fracasos. El hombre de las murallas, el “no cristiano”, el espantajo de la corrección política, ha triunfado. Y ha triunfado no por sus bizarras dotes, sino por el hartazgo hacia el progresismo planetario, el movimiento que hoy reconoce un sólo líder: Bergoglio.La victoria vale doble por lo inesperado, por esa sensación de que el libreto ya había sido escrito y sin embargo el actor comienza a improvisar.
Alguna pista deberían haber tenido los progres, cuando el 70 % del electorado norteamericano sostenía la necesidad de un cambio. Hillary encarnaba la continuidad regiminosa, del mismo modo que Scioli hace un año. Desafiando las mareas de encuestas, la avalancha de opiniones mediáticas y las excomuniones laicas, Trump se hizo fuerte en las redes y en el boca a boca de quienes no se resignan a que sus opiniones se fabriquen y ensamblen como los celulares. 
Por otra parte, debemos reconocer que los Estados Unidos tienen una constitución verdadera, republicana, y que la elección de la mujer de un ex presidente constituye un verdadero óbice. No es fácil perpetuar una dinastía ni una mafia como la que representaban los Clinton, al menos no ha sido tan fácil como con los Kirchner.
Nada diremos del candidato victorioso. La vulgaridad no es nuestro fuerte, pero los americanos del Norte tienen cierta debilidad, desde Jackson y Teddy Roosevelt, por  estos personajes. Sí apuntar que la pretendida corriente de la Historia no existe, que incluso alguien vulgar y ambicioso y un puñado de hombres decididos pero con energía puede erguirse contra la corrección política, como en Inglaterra, como en Colombia, como en América.  Y que como dijimos de Macri, el élan revolucionario sufre hoy una brusca desaceleración en su camino ineluctable hacia la entropía. Jueces disolventes de la Constitución, abortistas furibundos y géneros disfóricos ya no cuentan con el apoyo del Estado federal. Y un hombre rabia en Roma. Ya es mucho.

Elogio de la Biblioteca y la Comunidad Virtual

por Francisco José Soler Gil
Vaya por delante lo que más importa. Y en este caso es dejar constancia de mi admiración por esa voz de agua fresca y limpia que es la de Natalia Sanmartín Fenollera. Si alguno de los visitantes de Wanderer aún no conoce «El despertar de la señorita Prim», debería apagar ya en este mismo momento su ordenador, para no volver a encenderlo hasta haber leído con detenimiento ese libro.
No menos limpio, valiente, y de honrado propósito, es el artículo que acaba de publicar aquí, para advertirnos que «No somos como ellos». Y, sin embargo, al concluir su lectura me siento vivamente impulsado a cantar un elogio a la biblioteca y la comunidad virtual.
¿Qué sería de nosotros sin este poderoso medio que la Providencia ha puesto en nuestras manos en los tiempos de extremo peligro que nos han tocado vivir? ¿Cómo podríamos mantener la fe en un momento en el que una parte significativa y creciente del alto clero trabaja para sustituir la religión cristiana por el feo culto a las ideologías y las costumbres de las «élites» occidentales, e incluso el pastor de Roma, que debía ser roca de Cristo, se ha convertido en abierto agente y promotor de la iniquidad?
Cuando unos y otros tratan de envenenarnos, traicionando sus cátedras para ejercer desde ellas de marionetas del mundo, la biblioteca virtual conserva la memoria de la Iglesia. La biblioteca virtual nos trae la voz auténtica de San Agustín, de Santo Tomás de Aquino, de los Padres y de los Papas fieles. Y pone en su sitio a los impostores.
¿Cómo agradeceremos a Dios bastante el que nos haya permitido, por ejemplo, el tener siempre disponible la encíclica «Casti connubii», para ir releyéndola despacio, una y otra vez, cuando sintamos que la ponzoña del discurso buenista del nuevo clero nos ahoga?
¿O cómo agradeceremos bastante que existan sitios virtuales como este, que nos ayudan a darnos cuenta de que no estamos solos, y no somos los únicos que tratan de resistir a la marea de traición que anega la Iglesia?
No es bueno que el hombre esté solo, porque ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios, que reúne en sí individualidad y comunidad. Sin percibir siquiera los ecos virtuales de una comunidad de anhelo y nostalgia de la belleza y el bien, y la verdad, el individuo se marchita. Por eso, incluso si las circunstancias fueran más felices, nada habría de malo en experimentar esa imagen virtual de una comunidad universal que se logra cuando personas de todo el mundo comentan juntas un artículo, un libro, o una idea. Es algo maravilloso, y un don de Dios, que un grupo de lectores de un hermoso texto de Chesterton, de Belloc, de Newman o de Natalia Sanmartín, puedan intercambiar sus pensamientos sobre el mismo.
Por todo ello, sería terrible si la puerta de la biblioteca y la comunidad virtual se cerrara a cal y canto.
Ahora bien, y en esto creo que la autora del artículo que comento tiene toda la razón, y conjeturo, además, que es lo que en el fondo nos quiere decir, la biblioteca debería tener una puerta. Una puerta que fuéramos capaces de abrir y cerrar a voluntad, a su debido tiempo.
El vino es bueno, pero el alcoholismo es malo. El trabajo es bueno, pero reducir al trabajo la vida es malo. La biblioteca y la comunidad virtual son buenas, pero dejan de serlo si ocupan demasiado espacio del día.
El espacio que dedicamos a cada actividad debería estar sensatamente distribuido, y ser objeto de examen de conciencia diario, o semanal siquiera. Y uno debería, por ejemplo, preguntarse cosas como estas: ¿He leído esta semana al menos un libro de verdad, en papel? ¿He dado esta semana al menos un largo paseo? ¿He logrado tener una hora de silencio y oración? ¿He tenido una conversación real? Y si la respuesta es que no, entonces es que ha llegado el momento de cerrar por una temporada la puerta de la biblioteca, hasta volver a recuperar el equilibrio.
La vida sencilla no es tanto una vida de campo o de ciudad, como una vida de orden y mesura. Una vida que sabe alternar las actividades y los descansos, las lecturas y los trabajos, la fiesta y la oración.
En épocas quizás más felices, el tañido de la campana rural marcaba pacíficamente los tiempos de cada cosa. Volver a escuchar los tañidos interiores: Tal vez sea esa una de las urgencias más serias en orden a la reconstrucción de un mundo cristiano.

El Santo Sacrificio (y la luterofilia)

por Jack Tollers


Estimado Wanderer: 
Estoy traduciendo un libro de Hugh Ross Williamson sobre el Canon Romano y de entrada nomás me topé con una cita que hace de su amigo, el famoso monje benedictino anglicano Gregory Dix. Pensé adelantarle la cita esta, ahora que el Papanata se dirigió a Suecia para decir en altavoz que ser luterano o católico ”segual”.
Aquí la cita de dom Dix, referida al mandato de Cristo a sus discípulos de comer su Cuerpo y beber su Sangre hasta el fin de los tiempos:  

“¿Alguna vez hubo otro mandato que se obedeciera así, de tal manera? Siglo tras siglo, expandiéndose lentamente a lo largo y a lo ancho del mundo, en todos los continentes, país tras país, incluyendo todas las razas de la tierra, en todas partes se ha repetido esta acción en las circunstancias humanas más diversas, en toda clase de situaciones desde la más pequeña infancia hasta en los casos de la más prolongada vejez; e incluso después de eso se ha repetido esta acción: desde las más encumbradas circunstancias de magnificencia terrenal, hasta en los refugios de los fugitivos escondidos en la cuevas de las montañas. 
A los hombres no se les ha ocurrido nada mejor que repetir esta acción en el caso de la coronación de los reyes y en el caso de los criminales condenados a morir en el cadalso; para celebrar el triunfo de un ejército o por una pareja de novios casándose en una pequeña iglesia rural; en ocasión de la proclamación de un dogma o para agradecer una buena cosecha de trigo; suplicando sabiduría para el parlamento de una gran nación o en el caso de una anciana asustada ante la muerte; para un alumno de colegio a punto de dar examen o para Cristóbal Colón antes de iniciar su viaje que culminaría con el descubrimiento de América; por razón de la hambruna en regiones enteras o por el alma de un difunto muy querido; como acción de gracias porque mi padre no falleció de neumonía; para que Dios ilumine al cacique últimamente tentado de volver a sus fetiches paganos porque las batatas han fallado; porque el Turco está a las puertas de Viena; para que se arrepienta Margarita; para que se arregle una huelga; para que aquella mujer hasta ahora estéril quede embarazada; por el capitán fulano de tal, herido y ahora prisionero de guerra; mientras los leones rugían en un anfiteatro cercano; en las playas de Dunquerque; mientras se filtra el rumor de las guadañas cortando los pastos del mes de junio a través de los vitrales de la parroquia; temblorosamente, de parte de un viejo monje en el quincuagésimo aniversario de sus votos; furtivamente, por un obispo exiliado que había estado picando leña durante todo el día en el campo de prisioneros cerca de Murmansk; majestuosamente, para la Canonización de Santa Juana de Arco—uno podría llenar innumerables páginas asentando las razones por las que los hombres han hecho esto una y otra vez y así y todo no alcanzar a mencionar ni el uno por ciento de todos los casos. Y lo mejor de todo es que , semana tras semana, mes tras mes, durante cien mil sucesivos domingos, fielmente, infaliblemente, en todas las parroquias de la cristiandad, los pastores han hecho esto solamente por la santificación de la plebs sancta Dei—de la gente del común, el pueblo santo de Dios.”
Dom Gregory Dix
The Shape of Liturgy

No somos como ellos

por Natalia Sanmartín Fenollera


En Yorkshire, en el norte de Inglaterra, el viento barre los páramos cubiertos de brezo. La brisa es helada. El azote del viento hace que caminar sea un esfuerzo; las ovejas bajan la cabeza.
Y sólo es octubre. Las gentes de otros tiempos cruzaban estos páramos diariamente caminando kilómetros bajo el viento helado y la nieve. Los cruzaban con lluvia y hielo; lo hacían en enero y en diciembre. Caminaban ante la mirada de sus ovejas, que pacen ahora como hace siglos, ajenas a la endiablada dureza de esta tierra.
No sólo es dura la tierra, también lo fueron los hombres que se asentaron en ella. Y entonces, ante el paisaje agreste, surge una reflexión casi inevitable: nosotros, los hombres modernos, no somos como ellos.
No somos ya como los hombres y las mujeres de antaño. No tenemos sus cuerpos, domados y endurecidos por la enfermedad, la vida austera, el dolor, y el trabajo físico; no tenemos su capacidad de resignación ante los reveses y las desgracias, tampoco tenemos su resistencia. No tenemos siquiera sus corazones, su disposición, hecha de perseverancia y esfuerzo, para sufrir, para padecer y compadecer, para amar, para doblegar los sentimientos, para curar las heridas propias y ajenas, para caer y levantarse. 
Todos los que queremos volver a una vida sencilla, evangélica, guiada por el ideal benedictino; todos los que soñamos con ese ideal, pese a no estar de ningún modo a su altura; tenemos que hacer un ejercicio de crudo realismo que comienza por reconocer que nosotros no somos ni podemos ser ya como ellos. El mundo nos ha contaminado y separado de la realidad lo suficiente como para asumir que nuestra primera tarea no es heroica, no es reconstruir nada, ni siquiera es recuperar nada. Nuestra primera tarea es renunciar, quitar, abandonar, cerrar. 
Las inteligencias modernas no se parecen tampoco a las de los antiguos. Aquellos hombres dedicaban años a estudiar en profundidad lo que tenían a su alcance y eso era su universo. Los hombres que amaban el estudio pasaban su vida leyendo y releyendo libros, libros heredados, libros polvorientos, libros llenos de sabiduría, libros también a veces con errores, libros perdidos, libros desactualizados, libros mal traducidos, libros deteriorados, libros escogidos. 
Nosotros llevamos un teléfono en la mano que contiene toda una Biblioteca de Alejandría. Un hallazgo por el que cualquier sabio antiguo habría dado la vida. Pero también un anillo brillante que ha destruido nuestra capacidad, tan hermosa y tan humana, de aguardar, de tener paciencia, de reposar, de concentrarnos, de callar, de amar el silencio. 
Muchos de nosotros ansiamos volver a vivir cerca de la tierra, hacemos planes para comprar una aldea abandonada al pie de un océano, peleamos para recuperar la liturgia, soñamos con escuelas en las que se estudie griego y latín. Cada familia, un huerto. Una taberna, oscura y silenciosa, excepto por las risas y las charlas; una taberna donde la amistad masculina florezca como antaño. Un capellán para una iglesia. Un jardín en torno a la Domus Aurea. Una pequeña librería; una editorial evangélica. Un mundo pequeño que estará lleno, como el grande, de pecado, pero en el que también sobreabundará la gracia. Una tierra que contendrá trigo y cizaña. Una pobre y buena tierra en este mundo en ruinas hasta el fin de los tiempos. 
Pero ese sueño será una imitación, será una impostura, una cáscara vacía si no logramos entornar al menos las puertas de esa hermosa biblioteca. Con sus volúmenes, su brillo, sus colores, sus debates y sonidos, sus mapas, videos, mensajes e imágenes. Si no logramos aprender a vivir, a esperar, a rezar, a discutir, a perdonar, a sonreír, a leer, a pensar, a hablar de nuevo como siempre hablaron los hombres: cara a cara y sin una pantalla ante los ojos.
En los años setenta, John Senior dijo a sus alumnos del Seminario Pearson que tirasen la televisión por la ventana si querían reconstruir la cultura cristiana. Casi cincuenta años después, la televisión no es la amenaza; no para muchos de nosotros. La amenaza es nuestra amada biblioteca; es ella la que nos cuesta tirar por la ventana. La misma que me permite escribir ahora estas líneas, la que está tan repleta de tesoros y de cosas buenas, y la que ha privado también a nuestras mentes del primer signo de civilización: las paredes y los muros. 
Senior solía recordar cómo Homero, al describir a los cíclopes y su salvajismo, nos dice: “Vivían sin murallas”. Para los griegos, las fronteras, las paredes, las murallas, eran signos de civilización. 
Parece una contradicción, un contrasentido en el que caemos todos, clamar por lo real, lo sencillo, lo pequeño, lo cercano, y al tiempo tener la mirada puesta en lo que ocurre en cada rincón del mundo a cada minuto. Hemos destruido las murallas en nuestras mentes. Hemos derribado las fronteras. Y al hacerlo, hemos dejado entrar el mundo a raudales en nuestra inteligencia, nuestro corazón y nuestras almas.
¿Es posible cerrar esa puerta? Es muy difícil. Quizá sea imposible. Tal vez pueda plantarse esa semilla en la próxima generación y nuestra labor sea protegerla para que crezca. Pero ser cristiano, incluso serlo en el nivel más bajo de la escala cristiana, ese en el que estamos tantos, es terriblemente difícil también. 
Lo difícil no ha sido jamás una razón para que un hombre abandone una tarea. Tampoco debería serlo hoy para nosotros. Aunque ya no seamos tan fuertes como ellos.

¿Adonde no tenés que llevar nunca a un perro?




 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 



Yobailopogo! 
-Al mercado de pulgas.-

El incendio de Roma

Participé la semana pasada de la peregrinación del Populus Summorum Pontificum, y también del terremoto de Nursia. Como cualquiera puede suponer, resultaron gratificantes y emotivas las celebraciones litúrgicas que se celebran, particularmente la larga procesión que, saliendo de San Lorenzo in Damaso, recorre las calles de Roma para cruzar el Tiber por el puente Sant’Angelo, que enfrenta el fomoso Castello, y se dirige finalmente, a través la via de la Conciliazione, a la basílica de San Pedro. En ese escenario impresionante y triunfal de nuestra Iglesia, se celebra un pontifical en el altar de la cátedra de Pedro, acompañado de un coro maravilloso. 
Y todos allí reunidos, gente de todas las razas y lenguas del mundo, participan piadosamente de la Misa que recibimos de la Tradición, cantando las melodías de siempre en la lengua que todos sabemos: el latín.
Algunos dirán razonablemente: “Pamplinas. Mientras ustedes recorrían  Roma con sus latines, Bergoglio arrasaba la Congregación para el Culto Divino, apartando a todos sus miembros, y nombrando a una manga de impresentables y progresistas”. Y es verdad. Pero hago la siguiente reflexión: Al papa Francisco le importa un bledo la liturgia, sea en latín, en chino o en guaraní; con musulmanas patasucias o con cardenales con cauda y capelo. Una prueba radical de ello es su voluntad expresa de crear una prelatura personal para la FSSPX, sin pedirles nada, e insisto, absolutamente nada, a cambio (La pelota está desde hace tiempo del lado de Mons. Fellay. Recemos para que se decida). Por eso mismo, al Papa le importa un comino quiénes estén en la Congregación del Culto, los que, en la práctica, muy poco podrán hacer, sea para un lado, sea para otro. Y esto por una razón muy sencilla. Todo el mal que se podía hacer, ya fue hecho con la reforma del Vaticano II, que destruyó el rito romano y fabricó uno nuevo (y esto lo dice Klaus Gamber, que alguna autoridad tenía en el tema). Ahora es sólo cuestión de matices. Los nuevos miembros podrán poner un poco más de guitarras, o de “ustedes”, o de monaguillas en minifalda. Poco importa. Al que está enfermo con un cáncer terminal, poco le hace un resfrío o una conjuntivitis. 
Por otra parte, la propuesta benedictina de la “reforma de la reforma”, murió el mismo día de la ominosa renuncia de Ratzinger a quien, ciertamente, debemos agradecer el Motu Proprio, al que Bergoglio no tocará, y que permite hacer, y seguir haciendo y creciendo, en lo que ya se hace desde hace nueve años. Y sobre ese tema -la aplicación del Motu Propio-, quien tiene competencia es la Comisión Ecclesia Dei, y no la  Congregación del Culto.
Lo más preocupante, sin embargo, viene por otro lado. Durante la peregrinación experimenté lo que en otras ocasiones ya había sentido, pero esta vez fue de un modo más crudo. Roma, como siempre, es una romería , inundada de turistas, de curas, de monjas y de romanos resignados a vivir en medio de un mundo de gente. Cuando la procesión integrada por un arzobispo con pluvial y mitra, monjes y frailes con sus hábitos corales, canónigos, curas y seminaristas con los suyos, y caballeros de la Orden de Malta con sus cogullas, seguidos de miles de fieles: mujeres con mantilla, varones con corbata y muchos niños, atravesaba las calles, las reacciones eran diversas: los locales, con indiferencia; los turistas, con curiosidad; los curas de clergyman, con fastidio, y las monjas posconciliares -plaga que debería ser exterminada- con desprecio y hasta odio. Creo que es allí, justamente, donde está el problema: los nuestros nos odian. Somos los perros de la Iglesia conciliar; somos para ellos detestables y pulgosos perros que se no dieron cuenta que hubo un Concilio que cambió la Iglesia para siempre y que ya no tienen ningún sentido esas rememoraciones textiles del pasado. 
El problema es que esto no queda en un mero sentimiento de la clerecía y la monjería contemporáneas. Hay algo más detrás. Hace pocas semanas, el diario italiano La Stampa sacó un largo artículo dedicado a la “galaxia anti-Francisco”, en el que identificaba y, al hacerlo, daba entidad a lo que ellos denominan los “enemigos del Papa Francisco” y que son, por supuesto, los “ultraconservadores” y los “reaccionarios” de siempre, que se oponen a que la Iglesia se actualice y responda a los desafíos del mundo contemporáneo. Estos personajes, perros malditos, utilizan internet y los blogs para propagar sus peligrosas ideas. En un sentido similar se expresaba en el mismo diario algunos días más tarde Mons. Bruno Forte -el mismo que en el sínodo habló de las riquezas que aportan a la Iglesia los homosexuales-, y que suena como próximo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe o como Vicario para Roma-. 
¿Cuál es la realidad? Que somos cuatro gatos locos, algunos de los cuales tenemos cierta habilidad para hacer ruido en el mundo blogger, organizar alguna misa o peregrinación de vez en cuando, y no mucho más que eso. Pero al nombrarnos y definirnos con los peores epítetos del vocabulario progre, nos dan un cuerpo o una masa sobre a la cual golpear. En pocas palabras, crean al enemigo que necesitan.
Esto me recuerda el caso de Nerón. Cuando, según se dice, culpó a los cristianos del incendio de Roma, acusándolos de los peores crímenes y perversiones, lo que hizo simplemente fue crear un enemigo sobre el cual pudieran desgañitarse los romanos y saciar sus iras por la catástrofe sufrida. ¿Pero cuántos y cuán peligrosos eran los cristianos en la época de Nerón? Algunos pocos miles, que no hacían mucho ruido, pero que se negaban sistemáticamente a aceptar el canon religioso y políticamente correcto establecido de quemar algunos granitos de incienso en los turíbulos paganos. 
Lo que temo, y que en realidad debiera ilusionarnos, es que el enemigo esté usando la misma táctica: delineando el enemigo para tenerlo a tiro, tanto ellos como sus cómplices conscientes o inconscientes, para cuando llegue el momento, que quizás no esté tan lejos.