Masonería

Los masones piden un espacio común




Reunir y poner de acuerdo a cuatro Grandes Maestros de la Masonería española es, a fecha de hoy, una heroicidad. Es triste eso. La Orden masónica, que tiene en los más importantes países civilizados un viejo y sólido prestigio como referente ético de la sociedad, sufre en España un desbarajuste del que sólo en los últimos años, en los muy últimos, empieza a salir. Creo que eso es una buena noticia para todos. Insisto: para todos.

A poco que uno se fije, la obsesión patológica contra la Masonería es lo único que le salió bien al dictador Franco. En términos históricos, fracasó en todo lo demás. Hoy es algo absolutamente corriente ser demócrata, ateo, protestante, gay, nacionalista o pacifista. Comunistas quedan más bien pocos, pero eso se debe a sus propios problemas y no a la persecución que contra ellos montó el caudillo. Sólo el que alguien sea masón, sólo eso, sigue siendo algo que la mayoría de la gente ve aún con prevención y desconfianza. Que era lo que quería Franco, aquel trepa que intentó iniciarse en la Masonería por dos veces (en Larache y en Madrid), que fracasó en ambos intentos y que, por ese motivo, crió en su agrio corazón un odio y un rencor mayores que los que aquel mediocre llegó a sentir por ninguna otra cosa en toda su vida. Mandó matar a 16.000 ciudadanos por el delito de ser masones. Exilió, encarceló, dejó sin trabajo o persiguió de cien maneras a otros 80.000. Y cuando terminó la guerra civil, no había en nuestro país más allá de 4.500 masones. De los que muchos, encima, lograron escapar. Ahí están los archivos de Salamanca para quien desconfíe de estas cifras.

Los masones españoles son pocos aún, aunque su número está creciendo rápidamente, pero esto es lo peor: están increíblemente divididos. Hay Obediencias (así se llama a la agrupación de varias Logias) que no llegan al centenar de afiliados. Muchas de ellas no reconocen a otras, o no tienen relación de amistad con ellas. ¿La culpa la sigue teniendo Franco? En parte sí, pero yo creo que, treinta y cinco años después de la muerte de aquel señor, los masones deberían mirarse a sí mismos antes que al pasado para buscar a los responsables de sus problemas. En un medio hostil, que fue el que dejó la dictadura, lo peor que uno puede hacer es caer en los personalismos, las rencillas, la vanidad, el afán de protagonismo, las querellas absurdas y el rencor individual.

Por eso me parece una heroicidad, pero sobre todo una espléndida noticia, que cuatro Grandes Maestres de la Masonería liberal y adogmática española (esto es, que reconocen a las mujeres masonas como hermanas y que no tienen la obligación de creer en ningún dios) se hayan puesto de acuerdo y hayan presentado hace unos pocos días, en el Ateneo de Madrid y albergados por la agrupación ateneísta Ágora, un texto común en el que se dicen muchas cosas muy importantes para todos. Repito: para todos los ciudadanos.

Nombres: Jordi Farrerons, Gran Maestre de la Gran Logia Simbólica Española (GLSE); Ana María Lorente, Gran Maestra de la Gran Logia Femenina de España (GLFE); Paloma Martínez Sierra, presidenta de la Federación Española del Derecho Humano (DH) y Aimé Battaglia, que no es Gran Maestro sino Consejero del Gran Oriente de Francia (GOdF). Como anfitriona, Carmen Serrano, presidenta de Ágora, foro para el diálogo en el Ateneo madrileño.

Bien, ¿qué dijeron? En pocas palabras: la Masonería reivindica el principio constitucional de aconfesionalidad del Estado. Vaya cosa, dirán ustedes: eso ya lo pone la Constitución, ¿por qué salen ahora los masones a reivindicar algo que ya está en la ley de leyes?

Pues porque una cosa es lo que dice la Constitución y muy otra lo que pasa en realidad. La Masonería liberal piensa que sigue existiendo no sólo una preeminencia evidente de la Iglesia católica en la vida institucional española, sino que otras confesiones religiosas (qué gaitas otras confesiones, seamos claros: el Islam) están avanzando para imponer al común de los ciudadanos, a todos los ciudadanos, normas de comportamiento, usos, costumbres y prerrogativas que son frontalmente incompatibles no ya con lo que dice la Constitución, sino con la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Nuestro Estado es, por definición constitucional, laico. Esto quiere decir que respeta todas las confesiones religiosas, pero que no ampara, protege, impulsa ni cuida amorosamente a ninguna de ellas. ¿Por qué? Por algo tan evidente que da vergüenza decirlo: porque la religión es, por definición, un acto privado, un sentimiento personal e íntimo que debe ser respetado, cómo no, pero en ningún caso impulsado por un Estado laico. Los franceses –esto lo recordó Aimé Battaglia, del GOdF– tienen, desde hace ciento cinco años, una ley de separación entre la Iglesia y el Estado que nosotros no tenemos. Hace un siglo que se acabaron estos problemas para nuestros vecinos del norte. Aquí, hoy, la Iglesia sigue indignándose porque se pretenda eliminar los símbolos religiosos privados –todos, pero sobre todo los suyos– de los edificios públicos, y muy singularmente de los centros educativos, que es donde pretenden mantener como sea su cantera. Y no es más que un ejemplo entre cientos: ahí están la catequesis en la enseñanza que todos pagamos, las subvenciones más o menos encubiertas que el Estado sigue pasando al clero, la reverencia temerosa de las autoridades civiles para con los jerarcas eclesiásticos, la confusión inconcebible entre religión y derechos humanos que se está cometiendo con el asunto del burka, del niqab y del hiyab.

Es lo que Jordi Farrerons (GLSE) llamaba la “pervivencia de una confesionalidad sociológica del Estado” 32 años después de que se promulgase la Constitución. Yo creo que tiene toda la razón. Y estoy de acuerdo con la idea de los Grandes Maestros masones: ¿por qué hay que incluir en nuestra declaración de la renta una casilla desde la que es posible financiar a la Iglesia católica? ¿En nombre de qué? ¿Quieren los católicos dar dinero a sus curas? Perfecto, que lo hagan. España está llena de iglesias, y las iglesias llenas de cepillos petitorios. Todo el mundo que pide o que necesita dinero (asociaciones de todo género, ONG, iniciativas ciudadanas) hace público un número de cuenta corriente en el que cada cual puede hacer, si así lo considera oportuno, el correspondiente ingreso. Pero ¿en la declaración del IRPF? ¿Por qué? O, nunca mejor dicho, ¿a santo de qué?

El Gobierno parece estar pensando no en solucionar el problema (como hicieron en Francia hace un siglo) sino en multiplicarlo: la idea es, según algunos, tratar a todas las confesiones por igual, sí, pero no según el concepto de igualdad laico… sino tratarlas igual que se trata a la confesión católica. Imagínense la locura de encontrarse, en el impreso del IRPF, ciento ochenta casillas para que cada cual escoja su religión o secta preferida; un plan de estudios en el que se ofrezcan al aterrorizado niño clases de islam, judaísmo, anabaptismo, adventismo, todas las ramas del budismo y, no faltaba más, cienciología; las paredes de las aulas hechas un bazar con cruces de cuarenta clases, estrellas, lunas, soles y yo qué sé qué más. Y todo a cargo, claro, de los Presupuestos Generales del Estado. Pobre ministro Gabilondo.

Creo que la solución más sensata y más constitucional es la que proponían los masones en el Ateneo: quien quiera religión, que se la pague y que la disfrute con salud. Que mande a sus hijos a la parroquia, a la madrasa, a la sinagoga o a la estación espacial internacional si eso es lo que se le antoja, pero, eso sí, fuera del horario lectivo, sin dinero público de por medio y con la garantía de que, en la escuela, a la criatura se le va a enseñar lo que debe aprender todo el mundo, que son materias científicas, humanidades, oficios y educación constitucional y democrática. Sí, he dicho bien: educación para la ciudadanía, para la convivencia en paz, libertad, tolerancia y respeto. Que es lo que propugna la Constitución.

¿Cómo se llama eso? Laicismo. Así de claro. No laicidad, que es un término que no existe, un galicismo que nace de laicité. Que se traduce correctamente, en español, por laicismo.

Alguno dirá: ya están los masones, esos comecuras, prendiendo la antorcha para quemar iglesias. Bien, es inevitable. De sobras sé que es por completo imposible convencer de nada a los fanáticos ni a quienes se creen en posesión de la verdad, sea revelada (es lo más frecuente, así no hay que pensar) o sea fruto del propio mecanismo mental, que para el caso es lo mismo. Porque es mentira que los masones sean anticlericales. O antirreligiosos. Entre ellos hay numerosísimos cristianos, y también musulmanes, budistas, agnósticos y ateos. Pero cualquier persona medianamente informada sabe que en las logias masónicas no se habla jamás de religión: cada cual puede creer en lo que quiera y nadie le pregunta nada a nadie. Lo que sí defienden, como acabamos de ver, es la libertad, la democracia, la tolerancia y el respeto a los demás. A todos los demás. Lo que defienden es un espacio común de convivencia, laico y constitucional, en el que quepamos todos los ciudadanos.

Y el que quiera rezar, pues que rece en su casa o en su templo, que para eso están la libertad individual y los templos.

Por cierto: ¿alguien se imagina una discusión como esta en Alemania, en Francia, en Suiza, en Suecia o en el Reino Unido? Resulta difícil, ¿verdad?

Lo decía Bertolt Brecht: malos tiempos aquellos en los que es necesario defender lo evidente.