
Júpiter, entronizado como padre de los dioses luego de mutilar a Cronos, comienza su reinado reprimiendo duramente a Prometeo, filántropo, es decir, amante de los hombres, con un castigo durísimo. La resistencia del héroe amenaza con conmover a los dioses, disgustar a los hombres y desquiciar el orden universal, porque la justicia implacable deviene injusticia suprema. De modo análogo, Creonte, tyrano de Tebas, niega a Antígona sepultar a su hermano, contrariando, en nombre de la inflexible ley contra los traidores, las leyes consuetudinarias de la polis. Pero la imposición de la ley sin la aquiescencia de los súbditos ingresa en una dinámica de escalada retaliadora que sólo trae pérdida para ambos: Antígona muere y Creonte advierte su ruina, Orestes es perseguido por las furias, Hércules enloquece, Edipo se ciega y su madre se suicida. El enfrentamiento trágico finalmente decanta en la reflexión del tyranos y su conversión en tyranos maduro. Dirá Aristóteles: del manejo despótico se pasa al manejo político. El poder desciende de la cabeza al corazón, sin abandonar la cabeza.
El joven tyranos suele advenir al mando de la polis, frecuentemente desde un distanciamiento físico; como Edipo, criado por pastores, o Hércules, por centauros. La tragedia se funda en esa distancia y por ende en el mutuo desconocimiento: en vez de fundirse con la historia y el destino de la ciudad, el tyranos la gobierna en cierto modo desde afuera, manteniendo la distancia crítica con sus leyes internas y sus costumbres, no siempre racionales y frecuentemente banales a los ojos de los extranjeros. Esa cuña entre institución y tyranos produce la catástrofe, encarnada en los sufrimientos de los súbditos y la amenaza a la hegemonía del gobernante, jaqueado por la ingobernabilidad, como le ocurre a Orestes tras matar a su madre. El orden sólo se restablece cuando el tyranos, tras la constatación de la realidad y "dureza" de la materia regida con su estructura sociológica y herencia histórica, carga sobre sus hombros la institución y establece un pacto, un contrato social renovado enraizado en los valores sempiternos de la polis. Notemos que la figura del rey David, en el ámbito de la Biblia, recrea este mismo devenir trágico, de rey joven, omnipotente y despótico a monarca maduro y equilibrado, a través de la catástrofe de Betsabé y el profeta (2 Lib. Samuel, 11).
La Gestalt del joven tyranos envuelve, no obstante, una visión esperanzadora. Se contrapone con el tyranos antiguo, cuyas potencialidades existenciales y relacionales han declinado: Cronos, decadente, comiendo a sus hijos como signo de la extinción de la energía vital, endogámico, finalmente castrado; Agamenón, de vuelta de una tremenda guerra decenal que ha desgastado sus fuerzas psíquicas y morales ya no puede ofrecer nada a la polis y muere en un trivial asesinato de alcoba. La excepción es Ulises, pero no debemos olvidar que ha convivido con los dioses, dormido con diosas y mantenido su ávido deseo de conocimientos. Regresa a Itaca renovado, casi irreconocible; en, en cierto modo, un joven tyranos.
El liderazgo surge con la fuerza de la Institución que entrega el testimonio de la Historia al tyranos. Solo entonces la renovación y la reforma es legitimada por la comunidad, y la energía social fluye. Para eso, el tyranos maduro, como héroe trágico, tras la experiencia de prueba y la reflexión, adopta, coopta y absorbe creativamente la historia y los valores de la polis, y los transforma en cauces de acción para el futuro. Pero la asunción de la Institución debe ser íntegra: las llaves de la Ciudad no se entregan a los conquistadores de paso. La polis exige al tyranos que tenga su misma edad, que asuma toda su vivencia y el núcleo de sus valores. Esto no es suficiente para ser un buen gobernante, pero es condición necesaria.
Para citar a un moderno, Napoleon Bonaparte, "desde Clodoveo hasta la Convención, me hago cargo de todo”.
Ludovicus