Credo in unam et sanctam Ecclesiam

“¿Qué hacer?”, se preguntaba Lenin a comienzos del siglo XX y, para responder la pregunta , escribió un tratado de acción política con ese título. Y es una pregunta que se habrá hecho también muchas veces el general Franco en 1936 cuando veía que España se caía a pedazos. Y qué hacer nos preguntamos nosotros cuando asistimos con pavor al espectáculo que cada día se presenta a nuestros ojos. 
Nos encontramos en una Iglesia gobernada por un desequilibrado que la está conduciendo rápidamente a la ruina. Basta ver el video de hoy para entender que ese hombre vestido de blanco no está en sus cabales. Y, si escarbamos un poco más y leemos los últimos artículo de Sandro Magister, descubriremos el peligro que se ciñe para fines del mes de octubre y del pavor que asalta a varios cardenales porque no saben qué disparate podrá mandarse Bergoglio cuando “celebre” en Suecia los quinientos años de la Reforma protestante. Ya dio indicios hace algunas semanas cuando afirmó que Lutero “fue una medicina para la Iglesia”. 
Y, si miramos a la Iglesia argentina, nos enteramos que en los últimos meses fueron despedidos de sus puestos sendos rectores de dos seminarios, que cumplían sobradamente con los requisitos de ciencia, piedad y doctrina católica; que tenemos (¡uno más!) un obispo retozón que, con algunos sacerdotes de su diócesis, se permite conductas que, por mandato pontificio, nosotros no somos nadie para juzgarlas; que otro obispo pequeñín y trepador prepara sus valijas para hacerse de la sede archiepiscopal de San Juan; que el fallecido Mons. Di Monte abría la puerta del monasterio de monjitas por él fundado para que los peronistas escondieran parvas de dólares y que en Posadas acaba de ser elegido como vicario general un representante del lumpenaje autóctono.
Nunca más apropiadas las palabras de Chesterton: “Nadie sabe cuán próximos estemos de la muerte o del alba. No estoy seguro de si hago este discurso desde un andamio o un cadalso”. Lo escribía en el G.K.’s Weekly, muchos años antes de la Segunda Guerra Mundial que, tanto él como Belloc, presagiaban frente a las burlas de sus connacionales que creían que Lloyd George, un inútil de corto alcance como otro que ya conocemos, había resuelto para siempre la paz mundial. Frente a mi amigo con el que tomé un café en el bar de la esquina hace unos días, frente a los medios y frente a la gran mayoría del clero y de los fieles católicos, yo tampoco sé si lo que estamos viviendo no es más que una tormenta pasajera como tantas otras, si es pura ilusión de reaccionarios que descubren monstruos detrás de cada puerta o si solamente estamos atentos a los signos de la higuera.
“¿Qué hacer?”, se preguntaba Lenin, y también nos preguntamos nosotros. Ya varias veces hemos discutido el tema en este blog. Y la respuesta vuelve a ser siempre la misma: refugiarnos en pequeñas comunidades que, a su vez, se refugian en la Iglesia de siempre, porque todos creemos que la Iglesia no está sólo compuesta solamente por los miserables que hoy se han apoderado de las sedes episcopales y de la misma sede apostólica, sino que la Iglesia también son los santos y doctores que nos precedieron. Maurice Baring, converso en la primera mitad del siglo XX, escribía: “Cada día que pasa, la Iglesia me parece más y más maravillosa; los sacramentos más y más solemnes y sustentadores; la voz de la Iglesia, la liturgia, sus reglas, su disciplina, su rito, sus decisiones en cuestiones de fe y moral, más y más excelentes y profundamente sabias, verdaderas y acertadas, y sus hijos marcados con algo que no tienen los que están fuera de ella. Ahí encontré la Verdad y la realidad, y todo lo que está fuera de Ella es para mí, comparado con Ella, como polvo y sombras”. Ese Iglesia que recibió y en la que vivió Baring, sigue viva no sólo en nuestra memoria sino también en la realidad, porque la Iglesia es universal no sólo en el espacio sino también en el tiempo. 
Hoy más que nunca decimos: Credo in unam et sanctam Ecclesiam.