Elogio de la corbata

por Ludovicus
La corbata amenaza con desaparecer, al abrigo de cierta demagogia prima de los sans culottes de la Revolución y de los descamisados de Perón. Cada vez menos situaciones la exigen: un casamiento muy formal, un Te Deum,  o una entrevista para un trabajo en el que no se usará corbata. Es una pena. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo, escribió el conservador Borges. Y ocurre que un cambio de hábito es un cambio de hábitos. Siempre me llamó la atención que Aristóteles colocara algo tan accesorio como la ropa en la categoría de accidente metafísico, nada menos que aquello que modifica a la sustancia, contrariando el trillado refrán de que el hábito no hace al monje. Decididamente, sólo entendemos a Aristóteles a la tarde. La lechuza de Minerva. 
No he sido siempre un apologista de la corbata. De chico, era sinónimo de colegio, de nudos complicados, de falta de libertad. De joven, disfrutaba con sacármela cuando llegaba del trabajo, y no comprendía a las generaciones anteriores, a veces con bata y corbata en su propia casa. En realidad, muchas veces la corbata marcaba los lindes de lo público, de la obligación, del actuar político (de la polis). Ya habían caído los sombreros como si fueran coronas, pero la corbata permanecía, como reliquia de la fusión entre la corte de Luis XIV y los feroces mercenarios croatas que la llevaron.
Ya no. 
El primer elogio que se me ocurre de la corbata es su inutilidad: es la única prenda gratuita del vestuario masculino (hasta los gemelos tienen su función, al reemplazar los botones). Es un lujo, como el amor, la filosofía o el vino, algo tan superfluo como los colores de la cola del pavo real macho. Podrá usarse a veces para reflejar el estado de ánimo, pero muchas veces se elige por azar y gustos, fabricada con géneros preciosos (alguien debería explicar por qué la seda sólo aparece también en los bolsillos y forros). Desde Brummel en adelante el vestuario masculino se ha funcionalizado y acromatizado: la corbata es una reliquia de antiguos esplendores, de una virilidad menos gris y más autoafirmativa (¿para cuándo el desfile del orgullo varonil?), como ocurre en la naturaleza. 
Algunos no obstante computan a favor de la corbata un beneficio colateral: no exige camisas impecablemente planchadas, en particular en el reborde donde se abotonan (uno de estos días le preguntaré a mi mujer como se llama). Muchos, en especial los actores y políticos –perdón por el pleonasmo- que no usan corbata “por simplicidad” cambian sus camisas durante el día, un lujo inasequible al vulgo. 
La frivolidad y la mala conciencia de los que no son progres o mejor dicho, lo son pero de tránsito lento, ha llevado a adoptar esta moda, negativa si las hay, porque produce la sensación de “informalidad”, “sencillez”, quizás juventud. La clase media urbana ha encontrado su descamisamiento, y nuestros políticos de centro ya logran parecerse a los funcionarios iraníes o chinos, verdaderos precursores de la descorbatez. Triste conquista que comparten con los anteriores bolcheviques de salón, cleptócratas de vocación. 
En cualquier caso, sentimos que algo muy hondo se pierde con la corbata. Quizás el cuello es una zona más noble de lo que pensamos para dejarlo desnudo, quizás los croatas tuvieran razón y la corbata es un amuleto que defiende al corazón de las agresiones y de la vulgaridad, del mal de ojo y de la ignorancia 
Pero quizás el argumento más dramático a favor de la corbata es que priva de lo que llamaremos el estado-de-estar-sin-corbata de nuestras épocas juveniles. Ese sentimiento de frescura y de libertad, de informalidad y franqueza que transmite el descorbatamiento desaparece si se elimina definitivamente la corbata. Es como si se hicieran todos los días feriado: desaparecerían los feriados. Las cosas se valoran, ay, cuando se van perdiendo, y al perder el sentido de las formalidades se destruye el de la informalidad. Las reacciones negativas son eso: acciones que valen contra algo.  Como el protestantismo sin Papa, como el libertinaje sin victorianismo, como el ateísmo sin Dios, una vez que aquello contra lo que se reacciona desaparece nos quedamos vacíos. Con la camisa abierta y el cuello, el pecho, desguarnecidos.