El incendio de Roma

Participé la semana pasada de la peregrinación del Populus Summorum Pontificum, y también del terremoto de Nursia. Como cualquiera puede suponer, resultaron gratificantes y emotivas las celebraciones litúrgicas que se celebran, particularmente la larga procesión que, saliendo de San Lorenzo in Damaso, recorre las calles de Roma para cruzar el Tiber por el puente Sant’Angelo, que enfrenta el fomoso Castello, y se dirige finalmente, a través la via de la Conciliazione, a la basílica de San Pedro. En ese escenario impresionante y triunfal de nuestra Iglesia, se celebra un pontifical en el altar de la cátedra de Pedro, acompañado de un coro maravilloso. 
Y todos allí reunidos, gente de todas las razas y lenguas del mundo, participan piadosamente de la Misa que recibimos de la Tradición, cantando las melodías de siempre en la lengua que todos sabemos: el latín.
Algunos dirán razonablemente: “Pamplinas. Mientras ustedes recorrían  Roma con sus latines, Bergoglio arrasaba la Congregación para el Culto Divino, apartando a todos sus miembros, y nombrando a una manga de impresentables y progresistas”. Y es verdad. Pero hago la siguiente reflexión: Al papa Francisco le importa un bledo la liturgia, sea en latín, en chino o en guaraní; con musulmanas patasucias o con cardenales con cauda y capelo. Una prueba radical de ello es su voluntad expresa de crear una prelatura personal para la FSSPX, sin pedirles nada, e insisto, absolutamente nada, a cambio (La pelota está desde hace tiempo del lado de Mons. Fellay. Recemos para que se decida). Por eso mismo, al Papa le importa un comino quiénes estén en la Congregación del Culto, los que, en la práctica, muy poco podrán hacer, sea para un lado, sea para otro. Y esto por una razón muy sencilla. Todo el mal que se podía hacer, ya fue hecho con la reforma del Vaticano II, que destruyó el rito romano y fabricó uno nuevo (y esto lo dice Klaus Gamber, que alguna autoridad tenía en el tema). Ahora es sólo cuestión de matices. Los nuevos miembros podrán poner un poco más de guitarras, o de “ustedes”, o de monaguillas en minifalda. Poco importa. Al que está enfermo con un cáncer terminal, poco le hace un resfrío o una conjuntivitis. 
Por otra parte, la propuesta benedictina de la “reforma de la reforma”, murió el mismo día de la ominosa renuncia de Ratzinger a quien, ciertamente, debemos agradecer el Motu Proprio, al que Bergoglio no tocará, y que permite hacer, y seguir haciendo y creciendo, en lo que ya se hace desde hace nueve años. Y sobre ese tema -la aplicación del Motu Propio-, quien tiene competencia es la Comisión Ecclesia Dei, y no la  Congregación del Culto.
Lo más preocupante, sin embargo, viene por otro lado. Durante la peregrinación experimenté lo que en otras ocasiones ya había sentido, pero esta vez fue de un modo más crudo. Roma, como siempre, es una romería , inundada de turistas, de curas, de monjas y de romanos resignados a vivir en medio de un mundo de gente. Cuando la procesión integrada por un arzobispo con pluvial y mitra, monjes y frailes con sus hábitos corales, canónigos, curas y seminaristas con los suyos, y caballeros de la Orden de Malta con sus cogullas, seguidos de miles de fieles: mujeres con mantilla, varones con corbata y muchos niños, atravesaba las calles, las reacciones eran diversas: los locales, con indiferencia; los turistas, con curiosidad; los curas de clergyman, con fastidio, y las monjas posconciliares -plaga que debería ser exterminada- con desprecio y hasta odio. Creo que es allí, justamente, donde está el problema: los nuestros nos odian. Somos los perros de la Iglesia conciliar; somos para ellos detestables y pulgosos perros que se no dieron cuenta que hubo un Concilio que cambió la Iglesia para siempre y que ya no tienen ningún sentido esas rememoraciones textiles del pasado. 
El problema es que esto no queda en un mero sentimiento de la clerecía y la monjería contemporáneas. Hay algo más detrás. Hace pocas semanas, el diario italiano La Stampa sacó un largo artículo dedicado a la “galaxia anti-Francisco”, en el que identificaba y, al hacerlo, daba entidad a lo que ellos denominan los “enemigos del Papa Francisco” y que son, por supuesto, los “ultraconservadores” y los “reaccionarios” de siempre, que se oponen a que la Iglesia se actualice y responda a los desafíos del mundo contemporáneo. Estos personajes, perros malditos, utilizan internet y los blogs para propagar sus peligrosas ideas. En un sentido similar se expresaba en el mismo diario algunos días más tarde Mons. Bruno Forte -el mismo que en el sínodo habló de las riquezas que aportan a la Iglesia los homosexuales-, y que suena como próximo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe o como Vicario para Roma-. 
¿Cuál es la realidad? Que somos cuatro gatos locos, algunos de los cuales tenemos cierta habilidad para hacer ruido en el mundo blogger, organizar alguna misa o peregrinación de vez en cuando, y no mucho más que eso. Pero al nombrarnos y definirnos con los peores epítetos del vocabulario progre, nos dan un cuerpo o una masa sobre a la cual golpear. En pocas palabras, crean al enemigo que necesitan.
Esto me recuerda el caso de Nerón. Cuando, según se dice, culpó a los cristianos del incendio de Roma, acusándolos de los peores crímenes y perversiones, lo que hizo simplemente fue crear un enemigo sobre el cual pudieran desgañitarse los romanos y saciar sus iras por la catástrofe sufrida. ¿Pero cuántos y cuán peligrosos eran los cristianos en la época de Nerón? Algunos pocos miles, que no hacían mucho ruido, pero que se negaban sistemáticamente a aceptar el canon religioso y políticamente correcto establecido de quemar algunos granitos de incienso en los turíbulos paganos. 
Lo que temo, y que en realidad debiera ilusionarnos, es que el enemigo esté usando la misma táctica: delineando el enemigo para tenerlo a tiro, tanto ellos como sus cómplices conscientes o inconscientes, para cuando llegue el momento, que quizás no esté tan lejos.