Tres golpes

por Ludovicus

Tres elecciones, tres sorpresas, tres aldabonazos, marcan la irrupción del votante silencioso. Brexit, Colombia, Estados Unidos. A la Naturaleza le gusta ocultarse, escribió Heráclito, y en estos casos, bajo la apariencia de una pacífica hegemonía del progresismo –que no es otra cosa que la negación sistemática de la existencia de una naturaleza- se ha revelado como latente una discrepancia, una disonancia, una dynamis de sentido contrario.
“Son votantes vergonzantes”, explican los medios al intentar razonar lo inexplicable. “Tienen miedo de declarar sus ideas”.  Pero el fenómeno dice más sobre las características del actual sistema hegemónico de ideas que sobre los votantes. Es hora de darnos cuenta de que vivimos bajo la dictadura del progresismo. Esta dictadura es tanto más opresiva cuanto que es omnipresente. Asoma en los textos escolares, en los medios de comunicación, en las oficinas públicas. Tiene su propia Inquisición, que no duda en examinar a quien exprese opiniones contrarias, iniciarle acciones administrativas, enjuiciarlo. Tiene una cosmovisión en temas que van desde la sexualidad hasta la integración cultural, un sentido de la Historia, una moral y una antropología que debe compartirse bajo diversas penas. Hemos ganado la batalla cultural, pueden decir los progres; ya no hay necesidad de hacer prisioneros.
Aun más: en todo Occidente, quizás con excepción de Inglaterra, se ha consagrado por diversos medios el delito de opinión, por ejemplo en materia de discriminación de géneros (y es metafísicamente imposible, si se habla de géneros, no discriminar). Un pensamiento contrario al progresista te puede llevar a perder el empleo, a sufrir una multa o a la cárcel. Todo transgresor es instantáneamente burlado – ya que no refutado, pues ni siquiera se argumenta hoy a favor de los axiomas progres, que se consideran evidentes de suyo como los metafísicos. Y el campo de la persecución se ha ido ampliando aún más: no sólo opinar, sino describir una realidad cruda que contradiga el dogma progre puede constituir una infracción mortal. Ay de aquel que lee en la TV un estudio estadístico sobre una minoría sexual, racial o étnica que indique algún tipo de constante negativa. Ay del que establezca una relación de causalidad entre un vicio y una consecuencia desgraciada; vergüenza sobre quien diga que un Dios tiene que ser justo, un macho es un macho y el pasto es verde.
Podríamos decir que la Progresía se engolosinó, creyéndose su propio relato, suicidándose por complaciente. Si asomaban descontentos, como manchas de hierba quemada en un prado magnífico y unánime, siempre se podía recurrir al arsenal de descalificaciones: son homófobos, islamófobos, sexófobos, globalófobos cualquier cosa menos deífobos. Son pobres, son descastados, son blancos de cuello azul, son obreros de cinturones oxidados, son campesinos cuidadores de cerdos, son resentidos víctimas de la guerrilla. Son, con palabras de la candidata Clinton, una canasta de deplorables. Basura de la Historia, una versión posmoderna del lumpenproletariat de Marx. Los yanquis resentidos, los colombianos rencorosos, los ingleses reaccionarios.  Si alguien discrepaba se le oponía la ineluctable corriente de la globalización, la teoría del género o la desnacionalización como fenómenos irreversibles e irresistibles.
Pero no se argumentaba. Ya no. El dogma, en particular el progre, no se argumenta. La opinión contraria debe ser amonestada, ahogada y silenciada, hasta el punto de hacerlo desaparecer del ágora público. No hay que razonar con deplorables. Tolerarlos, y sólo por un tiempo.  Circula por internet el video de un agudo pensador progresista agarrándose la cabeza por el error cometido; se da perfecta cuenta de que la hegemonía ideológica y la complacencia universal genera inmediatamente una reactividad, una dialéctica que a su  vez no es medible precisamente por la existencia de esa hegemonía que oculta las corrientes subterráneas como la capa de hielo en la superficie de un río en invierno.  Tan luego les ocurre a los progres, que olvidan el lema de Rousseau espetado por Demoulins al Inquisidor Robespierre, “brûler n´ est pas répondre”.
Pues bien, estas elecciones –quien diría- han venido a demostrar, contra viento y marea de los medios, las dirigencias y la “opinión pública”, que existe un sentido del hombre común que se parece al sentido común. Es una tardía reivindicación de Chesterton, que justamente hacía residir el valor de la democracia en ese hombre ordinario. Que calla ante la matonería universal de los medios, que disimula sus discrepancias por miedo o quizás por prudencia, pero que surge con la fuerza brutal de un géiser cuando se le abre una urna. No es suficiente, claro que no. No es la irrupción de la verdad ni de la salvación de nuestra civilización, pero celebremos esta triple victoria de la realidad: la expresión de una percepción genuina, la valiente disonancia y un rasgo de sentido en un mundo que lo ha perdido.