Aus Deutschland

por El Anacoreta
Vivir en Alemania puede ser algo a la vez fabuloso e inquietante. Fabuloso, pues uno se topa con una sociedad única en el mundo por su rica y vasta cultura, plagada de muestras de una inmensa herencia sapiencial acumulada a través de siglos de Cristiandad. Fabuloso, pues hasta el distraído observador es testigo del intelecto agudamente privilegiado que el alemán promedio posee y disfruta, de la precisión de su idioma, de su inmensa estimación por lo artístico y de la inherente sobriedad varonil que la acompaña. En fin, es fabuloso porque existe algo profundamente místico, recóndito en éste pueblo, que lo hace ser el menos occidental de todos. Y desde mi llegada a estas tierras, muchos días pasé sin saber con qué epíteto caracterizar a un pueblo así, pues me parece que los nombres son necesarios como una puerta, como un dovelaje pétreo grabado a cincel, que sirve de señalizador para mejor perderse en esas realidades inasibles y arcanas. No es necesariamente que un nombre defina la realidad de una cosa, encerrándola en conceptos rígidos como el mundo moderno pretende, no; sino que justamente sirve como un introito para detenerse en lo inaprehensible de su hondón entitativo. Fue así que luego de un largo cavilar y buscar, me encontré casi como por accidente con un diccionario etimológico, que entre otras acepciones y orígenes, musitaba suavemente que tal anhelado epíteto se encontraba en el mismo gentilicio: “Deutsch: die ursprüngliche Bedeutung lautete auch „Stärke, Kraft“
“El pueblo fuerte” o más a secas aún “los fuertes”, fue una individualización siempre común para aquellos que habitaban desde los lindes del Palacio Carolingio de Aachen, hasta las tierras montañosas de Bayern. Probablemente, no cabe mejor y más completo apelativo para el Pueblo Alemán, que ese mismo: Los Fuertes. Una fortaleza, que lejos está de referirse a una cuestión meramente corporal, aunque bien sea el caso de los gigantes teutones. Tampoco tiene que ver con una fortaleza proveniente de la altanería y la verborragia, sino que al contrario es silenciosa y humilde, profundamente intelectual y contemplativa, sin alardes de grandes conquistas, pero capaz de las mayores imaginables. Es una fortaleza que surge como un exquisito corolario de una unión simbiótica entre la Magnanimidad y la Humildad, aunadas a una capacidad superlativa de abstracción de las propias pasiones, para ir al fondo de las cosas y desde allí emitir un acertadísimo juicio sobre la realidad. 
Esto lo testimonia la historia misma con un abundante y variopinto abanico de personajes, que han modelado el mundo en el devenir de los siglos. Soy de la opinión -por supuesto absolutamente subjetiva- que aun sin ser los alemanes los más notorios en cuanto a personalidad se trata, son el pueblo que más ha afectado el curso de la historia desde innumerables aspectos. ¿Es que alguien podría negar el talante, la sobriedad y grandeza de Alberto y Bruno de Colonia o de Hildegarda von Bingen, como silenciosos custodios de la ortodoxia pastoral y monástica? Allí se levantan, como piedras inamovibles, hieráticas y lacónicas, como todo buen hijo de alemán. ¿Alguien duda de la grandeza con la que la nación germana ha alumbrado, hijos tales como Grünewald, Durero, Holbein el Joven, o Friedrich? ¿O de la primacía de la interminable lista compositores teutones como Beethoven, Bach, Strauss, Wagner y un infinito etcétera? ¿Del aporte inmensurable de Gutenberg, Otto, Diesel, Berliner o Zeppelin, todos laudados inventores? Y para culminar una exposición casi de Perogrullo, ¿cómo negar la magna obra de Goethe, Schiller, los Grimm, Pieper y otros incontables tantos que han contribuido al pensamiento clásico desde la literatura, filosofía y metafísica? Y nuevamente, todos ellos plagados del mismo genio agudo, humilde, sereno y preciso, sin pompas que anuncien sus nombres, mientras pasan inadvertidos en el pensamiento colectivo.
Sin embargo, decía también al comienzo que vivir entre alemanes y conocerlos no sólo fascina, sino que también inquieta y asusta. Todo aquello que los hace tan profundos y racionales en sus juicios, toda esa enorme capacidad intelectual y volitiva que poseen, puede tornarse rápidamente en una caja de Pandora cuando es desatada para realizar el mal. El alemán, por su desapasionamiento y racionalidad, comprende más acabadamente de forma natural -que un latino llegado el caso-, la bondad o maldad de un acto dado y es menos susceptible de caer en acciones producto de una fruición explosiva de la pasión. Así, cuando un alemán se ha decidido por el mal, es implacablemente poderoso y eficiente. No sólo ha meditado y aceptado las consecuencias de su acto maligno, sino que también ha cavilado largamente el modo de perpetrarlo más eficientemente realizando el mayor daño posible. Cada vez que un alemán se inclina al mal o abdica en su tarea de ser el juez, defensor objetivo e impasible del Bien, las mayores calamidades en la historia toman lugar. Cada vez que su racionalismo se torna en utilitarismo mordaz, se siguen las peores consecuencias imaginables. Es que, así como destacan en la grandeza al perseguir el bien, también se distinguen abismalmente cuando se pervierten en el mal. Al fin y al cabo, corruptio optimi pessima.
Se levanta un Martin Luther y la Cristiandad queda seccionada y sometida al error y la herejía. Los landsknecht apoyan el movimiento de tropas de Carlos V, y se produce Il Sacco di Roma con toda su depravación y locura. ¿O que decir de la devastación irremediable producida al pensamiento cristiano clásico en todas sus aristas, generadas por Kant, Hegel, Rousseau (nacido y criado en Suiza, aunque considerado francés), Nitzsche und so weiter? ¿Cómo medir el ominoso y siniestro legado de un Marx -con todas las consecuencias que se impregnaron aún en la misma Iglesia-, o la perversión doctrinaria de un Freud, con sus complejos y fetiches perineales?
La lista de golpes mortales asestados por Alemania al Cristianismo es larga y compleja, por lo que dejo a quienes ostentan pericia en materia histórica que enumeren la lista taxativamente. Sin embargo, la claridad de la tesis se vuelve más diáfana: cada vez que un alemán se decide categóricamente por el mal o se abstiene en un cargo de poder de proteger el Bien, las consecuencias son sobradamente caóticas para la Cristiandad. Y nos encontramos frente a un panorama actual que claramente reproduce cuán actual y cierto es esto. Las miríadas de musulmanes sedientos de sangre ocupando el continente, trayendo muerte al grito de un ídolo, junto con la destrucción de los rezagos del pensamiento clásico europeo, ha de ser imputado sin lugar a dudas a Merkel y a su gobierno. El Brexit británico y la lenta pero clara desunión europea es una clara manifestación de las mismas políticas fundadas y sostenidas por Berlín, sin otro fin -no me queda duda que los alemanes así lo han planificado- que la completa aniquilación de la Cristiandad.
En la Iglesia, asistimos a una hora oscura como pocas en la historia, producida por la abdicación de Benedicto y el planeamiento de la Conferencia Episcopal Alemana. Un octogenario sacerdote de pueblo, ferviente celebrante de la liturgia tradicional y otrora alumno de Pieper, me dijo en una de nuestras tantas extensas charlas en medio de Glühwein y chispeantes llamas que despedía la maltratada chimenea de su centenario saloncito parroquial, que el misterio de iniquidad del cual estamos siendo testigos obligados, poco tiene que ver con el hecho de que Saruman sea argentino. “Atrás de todo están los obispos alemanes con su diabólica perversión pertinaz. El hecho que el Papa sea Argentino, es casi accidental. Necesitaban más bien un payaso que comenzara a desgastar más aun los cimientos ya roídos por la modernidad. Todo eso hasta que venga otro alemán a dar el golpe final”, me dijo con calma y casi como si se tratara de lo más evidente y sencillo. Y no es tampoco que esto sea tan difícil de contemplar en sucesos recientes como el Sínodo de la Familia, los Amores de Leticia y un gran e infinito etcétera. La insistencia herética de Kasper y compañía, la resistencia de los Müller y Schneider, y el silencio de Benedicto: los hilos parecen estar siempre en las manos de alemanes. Que los títeres arlequinescos sean hoy Bergoglio, Tucho y toda la sarta de personajes de la chusma, no pasa casi de ser un señuelo y preludio -por muy destructor que nos parezca- para la tormenta que se avecina. Mordor está hoy situado en Alemania y el Señor Oscuro prepara sus hordas para cuando sea la hora del asalto final. 
Difícil me es decir todo esto sin poseer un intenso dolor en mi alma. Primero porque como argentino que vive en el exterior, contemplando cómo nuestra Patria está cumpliendo un papel más bien nefasto en el misterio de la Historia de la Salvación. Además, por tener que ser identificado con Maradona, Messi y la cumbia al nombrar mis orígenes, antes que con la élite de almas grandes que nuestra nación le ha dado al mundo. Dolor en segundo lugar, porque he llegado a amar a este Deutsche Volk que me ha dado una patria pasajera. Tristeza también, por estar obligado a contemplar cómo los mejores dirigen las cosas a su destrucción. Angustia, por pronto tener que ver como un Papa celebra y convalida 500 años de herejía protestante. 
El octogenario sacerdote, decía al terminar la velada en la que casi entre susurros profetizaba, que el próximo Papa será nuevamente alemán. Convencidísimo está incluso de que será el mismo cardenal Reinhard Marx, quien según el prete, es la cabeza principal de todo el misterio de Iniquidad que ahora vivimos y a quien se lo ha protegido deliberadamente para que su imagen no se vea empapada por el barro inmundo de los que le allanan el camino al Anticristo. Mientras tanto sólo nos queda a nosotros esperar con ojos anhelantes, transidos ellos de Espera y regocijo de tanto mirar al Oriente, en aquél bendito velad y orad que aguarda al Señor de los Ejércitos que no demora y que triunfante entre nubes bajará a aplastarle la cabeza al demonio, sea éste alemán, argentino o vietnamita. Y eso otorga tranquilidad. 
Al fin y al cabo, Cristo ya ha vencido. 

 El Anacoreta