Al modo de don Gabino. Magia y oración

por El Poeta

Existe una forma de orar mediante la cual no se trasciende este mundo, sino con la que más bien se intenta incluir lo divino en la cadena de fines de los días de trabajo como algo que funciona en ella a modo de parte integrante de la misma. Hay una corrupción de la religión en magia, en la que no se realiza la entrega a lo divino para disponer de ello; se pervierte la oración haciendo de ella una práctica que siga haciendo posible la vida bajo la cúpula.” Josef Pieper

Como quien se afana por un tesoro perdido sobre la voz cifrada de secretas cartografías, los invitados a la tertulia, sobre un texto vívido de Josef, debatían su búsqueda tras huellas desoladas de vera oración. Y es que las palabras del filósofo desnudaban la triste realidad de muchos católicos que, aletargados en su rutina o concentrados en su carrera material, confunden la oración con una especie de método descongestivo que les permita ser más eficaces y saludables en sus solicitudes terrenas. 
Después de un desahogo común y el necesario reposo del silencio dilatador de horizontes, Pablo Paz exclamó:
- Sepan algo: el mundo se ha vuelto estrecho. El mundo del trabajo y las urgencias se ha convertido en nuestro mundo “a secas”. No hay tiempo ni ganas para el saber libre y la contemplación; así es imposible alzar la mirada. La religión se asfixia y la oración genuina enmudece, se dispara al desierto…
- O peor todavía –soltó El Poeta–, se hace funcional a nuestras apetencias. Sería algo así como…¿cómo hacer un Dios a nuestra medida? 
El joven abogado Juan Velero se había incorporado no hace mucho a las tertulias del viejo. Aunque reflexivo y silente, se dispuso a comentar: 
- Algo así dice Josef, ¿no? Incluir lo divino en nuestra cadena de fines, en vez de sustraernos de ellos para intentar acceder al mundo divino. En lugar de elevarnos por la conmoción de una mirada contemplativa y amorosa, rebajamos la oración a nuestra modalidad. ¡En el fondo es una estafa!
- De acuerdo, porque no hay religión. No se pretende religar con Dios, según me enseñaron de niño, sino menguar una realidad que resulta exigente y hasta incómoda, porque puede cambiarnos nuestros planes –musitó el Sr. Forgeron. 
Mientras la tertulia discurría y el Dr. Velero se sosegaba, el rostro de don Gabino parecía querer decir lo que aún sus labios callaban, lo que sus cavilaciones encendían. Dejó su whisky para tomar la palabra:
- Así es. Eso padecemos hoy: la corrupción de la religión en magia. Y si leyeron a Tolkien, no se les será difícil comprender la frase. Ustedes saben cómo distingue Magia de Fantasía. Ésta es un arte difícil que aspira lograr un Mundo Secundario cuya experiencia nos conmociona, libera, enaltece. La Magia, en cambio, intenta producir una “alteración en el Mundo Primario”, suspendiendo por un instante las leyes que lo rigen. Por eso insiste en que la Magia no es un arte, sino una técnica; “desea el poder en este mundo, el dominio de las cosas y las voluntades”. Ahora bien, conforme al pensamiento tolkieniano, podrán entender mejor porqué la religión corrompida degenera en magia. Es una religión que no pretende trascender nuestro mundo, sino dominarlo.
- ¡Interesante! Ciertamente –exclamó Juan Velero, queriendo compartir su descubrimiento interior–, del arte de la oración han querido hacer una técnica funcional que cuadre a sus moldes voluntariamente establecidos.  
 - A ver si entendí. Estos tales, quieren hacer de la oración la magia de su mundo material. Capaz de otorgarles un cierto poder de resistencia o resignación, capaz de alterarles –materialmente, claro– los sinsabores de sus acontecimientos. 
- De acuerdo con usted, Sr. Forgeron. Es que en este mundo del trabajo se ha cifrado toda la humana existencia, condenándola a vivir según su tiranía. Marechalianamente, diríamos que ha triunfado el “tiempo del buey” –dijo El Poeta, memorando páginas inmortales.
- ¡Claro! –sentenció un don Gabino perspicaz– Y en ese comprimido moderno (de efectos colaterales insospechados) quieren hacer de la oración un engranaje más de su estabilidad mental y emocional. En fin, una apuesta constante por la añadidura…
Entre sonrisas cómplices y un silencio de retorno a reclamar su derecho, las voces fueron mermando para ofrendar luz y calor a sus compañeras pipas. Sobre la bruma melancólica del final, se escuchó la frase de Pablo, espiritual consuelo para volver al hogar: “…porque no sabemos qué orar según conviene, pero el Espíritu está intercediendo Él mismo por nosotros con gemidos inexpresables”.
La oración auténtica seguía siendo el tesoro perdido. Sin embargo, la tentativa por descubrir una plegaria fraudulenta, era una buena forma, quizás, de emprender un viaje ascensional inesperado.  

(Canis lupus familiaris)


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 




Yobailopogo! 
-flaca tirame un hueso-

sigue sigue olvida lo que te hace mal
















Yobailopogo!
 -sigue sigue y nunca digas nunca jamas-

Pour en finir

Para terminar con una semana dedicada a Bouyer, copio un párrafo genial de La descomposición del catolicismo
Está aquí condensado gran parte del problema que ahora estamos sufriendo: la hipertrofia del papado, lo cual nos ha convertido ya no en católicos sino en papólicos. Muchos fieles de buena fe creen que, para ser católicos, hay que afirmar la soberanía regia y absoluta del papado por sobre todo, incluso, por sobre la Tradición. La religión católica consistiría en ser la religión que sigue y obedece al Papa, y vemos, por ejemplo, que las publicaciones católicas -desde "Cristo Hoy" hasta cualquier hojita parroquial- dedica muchísimo más espacio a comentar la última payasada que hizo o dijo Francisco que a profundizar en el Evangelio o en las enseñanzas de los santos.  
Yo no soy católico porque sigo al Papa. Yo soy católico porque sigo a Cristo dentro de su Cuerpo Místico que es la Iglesia, la que me enseña a través de sus Padres y Doctores. Mi fidelidad es a esa Iglesia de siempre 
Sólo eso, y nada más que eso.

“La antigua teología, la de los Padres, y también la de los más grandes escolásticos, reconocía en la Iglesia un doble ministerio, aunque profundamente uno: el de enseñar la verdad divina y el de proponer su misterio vivificante en la celebración sacramental. La autoridad, concebida como esencialmente pastora, no aparecía como propiamente distinta de la función docente. Esto se debía no sólo al hecho de que entonces no se olvidaba que la verdad evangélica es verdad de vida, sino también a la concepción misma que se tenía de la ley. Santo Tomás la expresó con una maestría tal, que la exposición que ofreció de ella es una de las piezas más duraderas de su sistema. Según él, en efecto, en todo terreno, tanto sobrenatural como natural, no hay ley digna de este nombre que sea distinta de una aplicación concreta a las circunstancias, de la ley eterna que está incluida en la naturaleza de Dios y de sus obras. Por consiguiente, hacer leyes justas y velar por su aplicación no es sino una consecuencia de la capacidad de enseñar la verdad. Si, como lo pensaban ya los antiguos filósofos, los únicos políticos dignos de tal nombre sólo pueden ser sabios, en la Iglesia, a fortiori, la función de regir al pueblo de Dios no es, pues, más que un apéndice de la función de instruirlo en las cosas divinas.
Pero desde la Edad Media se manifiesta ya la tendencia a querer cambiar todo esto. Se comenzará queriendo hallar en la Iglesia las tres funciones, la regia, la doctoral y la sacerdotal, atribuidas a Cristo, y aparecerán ya esbozos de la tentación de reabsorber en la función regia las funciones doctoral y sacerdotal. El escotismo, y tras él los nominalistas, introducirán en su concepción de Dios mismo esa noción fatal de la potentia absoluta, según la cual podría Dios, con sólo quererlo, hacer que el mal fuera bien y el bien, mal. En la reacción contra la anarquía eclesiástica de la Reforma, una nueva eclesiología, que hasta entonces se iba buscando todavía, aparecerá repentinamente como la única eclesiología posible. Esta eclesiología, que es quizás el elemento más típico del catolicismo postridentino, no será prácticamente sino una eclesiología de “poder”. En estos últimos tiempos se ha citado, para reprobarla, la célebre fórmula de Belarmino: “La Iglesia católica es visible como es visible la república de Venecia”. Pero resulta curioso que lo que más parece escandalizar en esta fórmula es su afirmación de la visibilidad de la Iglesia. Sin embargo, lo que tiene de verdaderamente escandaloso no es afirmar que es visible la Iglesia, en particular su unidad, aunque no todo sea en ella visible, sino concebir esta visibilidad como la de un poder político, y precisamente de un poder que es la primera especie de dictadura política.
Desde el momento en que se entró por este camino se puede ya proclamar que la autoridad es la guardiana de la tradición, y hasta creerlo y quererlo sinceramente y por lo tanto exaltar dicha autoridad, que de hecho vino a remplazar a la Tradición. Una autoridad que, en efecto, no tiene otra norma que a sí misma, puesto que se ha hecho de ella algo absoluto, propenderá invenciblemente a decir: Stat pro ratione voluntas. De servidora de la verdad se convertirá, o estará en vías de convertirse, en su dueña. El intérprete fiel está en trance de ser sustituido por el oráculo que decide su talante”.

Aclaración: Por por problema de Blogger (es lo que yo pienso), ha desaparecido de la columna de la derecha el listado de blogs favoritos. Si en un par de días no se soluciona, los cargaré nuevamente.

Manten alejada a la maldad
















Yobailopogo! 
-manten alejado el odio de tu corazón-