Asalto al cielo



El cardenal Burke ha pedido a todos los fieles unirse este jueves 1 de diciembre en un "asalto al cielo", rezando el Santo Rosario y uniéndose a él que celebrará la Santa Misa en Roma por varias intenciones, entre ellas:

"Para que los obispos y sacerdotes tengan la valentía de enseñar la Verdad y defender la Fe contra todos los enemigos de dentro y de fuera de la Iglesia. Y que así, toda confusión sea expulsada de la Iglesia".

Pido a todos los lectores del blog que en este momento tormentoso que nos toca vivir, nos unamos en esta plegaria.

Fuente: EWTN UK

Cito veniet salus tua

La terraza de la casa de los Paz se abría hacia el sur y, ubicada sobre lo alto de la barranca, permitía una extensa mirada al río y, más allá, a las montañas que rodeaban el pueblo de San Etelberto. Habían tomado el té, recurso inevitable cuando se hallaba presente la señora Paz, y varios litros de jugo de frutas porque había sido una tarde calurosa. Ahora, el cielo se había llenado de nubes gigantescas, con volutas que trepaban sobre otra hasta cubrir todo el firmamento. El sol se estaba poniendo. Al oeste, las nubes hervían en un blanco incandescente al calor de los últimos rayos del sol pero, a medida que se alejaban, hacia el sur o hacia el norte, comenzaban a tornarse azules y se iban poco a poco oscureciendo, hasta terminar en las profundas sombras del negro.
- Color de adviento -dijo la señora Alvear señalando un sector del celaje que había cambiado hacia un violeta profundo.
- ¡Qué oportuno! -dijo don Gabino-, el adviento es el tiempo más cosmológico de la liturgia.
- Toda la liturgia es cosmológica -aseguró con convicción Pablo Paz- Se mueve con los meses y los días; con las estaciones, con el frío y con el calor; con la luz y con la oscuridad.
- Sí, así es. Sin embargo, me parece que en adviento la presencia del cosmos está todavía más marcada
Hernán Alvear se levantó de su asiento y comenzó a mirar hacia donde la línea irregular de las montañas atravesaba las pesadas nubes oscuras que caían sobre ellas.
- Aspiciens a longe, ecce video Dei potentiam venientem, et nebulam totam terra tegentem -dijo con solemnidad.
- “Al mirar hacia lo lejos, veo que la potencia de Dios se está acercando y a las nubes cubriendo toda la tierra” -tradujo la señora Paz, que sabía latín.
- Es el responsorio de los maitines de hoy... -dijo Alvear pensativo.
Se quedaron en silencio. Las dos mujeres comenzaron a mirar a sus hijos que seguían corriendo por el parque persiguiendo a un conejo mientras un gato negro, trepado en una rama, se lavaba con parsimonia su cara mientras miraba con indiferencia las desgracias del gazapo en manos infantiles. El desasosiego, y hasta un cierto temor, había comenzado a extenderse en el alma de los cinco. Así como las nubes refulgentes de la derecha iban apagándose, y así como los nubarrones oscuros ya casi no dejaban ver las estrellas que estaban comenzando a nacer, así un amargo desconsuelo poblaba las almas.
- ¿Por qué nos hemos puesto tristes? -pregunto la señora Paz.
- Es imposible no estar un poco tristes en adviento. La misma liturgia se pone pone triste: se viste de morado y comienza a describir con crudeza el estado del mundo: “Yo crié hijos y los hice crecer, pero ellos se rebelaron contra mí. El buey conoce a su amo y el asno, el pesebre de su dueño; ¡pero Israel no me conoce...!” Y así sigue, volviendo una y otra vez al profeta Isaías- dijo don Gabino.
El señor Alvear comenzó a cantar despacio algunas estrofas del Rorate coeli:
- Ecce civitas Sancti est deserta: Sion deserta facta est: Jerusalem desolata est: domus sanctificationis tuae et gloriae tuae, ubi laudaverunt te patres nostri. (“He aquí que la ciudad del Santo está desierta; Sión ha quedado desierta; Jerusalén está abandonada; la casa de tu santificación y de tu gloria, donde te alabaron nuestro padres” (Is. 64-9-10).
- Si la Iglesia nos manda cantar y rezar día tras día en el adviento estas palabras, que son palabra inspirada, por algo será -insistió don Gabino.
- ¿Qué nos queda entonces? ¿Esperar sentados a que caiga la tempestad? -preguntó la señora Alvear mientras se levantaba a buscar a los niños que seguían corriendo despreocupados por el jardín.
- No, esa no puede ser la solución. No sería propia de un cristiano -le dijo su marido.
- Y no lo es -afirmó don Gabino-. Yo creo que si hurgamos un poco más en la liturgia, allí mismo encontraremos la respuesta.
- ¿Y usted ya hurgó?
- Sí, y creo haber encontrado algo: oración, vigilancia y esperanza. Lo que acaba de cantar don Alvear tiene un estribillo que se repite incansablemente: Rorate coeli desuper, et nubes pluant justum (“Destilad, cielos, desde lo alto, y que las nubes lluevan al justo”). Observen: otra vez la referencia al cosmos; se le pide al cielo y a las nubes que hagan descender al Deseado. “Veni, veni Emmanuel”; Mitte qui missurus est (“Envía al que debe ser enviado”).
- Si no pedimos, no va a venir.
- Si no pedimos, seguirán extendiéndose la tristeza y las nubes oscuras sobre el mundo y sobre nuestras almas. 
- ¿Y la vigilancia? -preguntó impaciente la Señora Paz.
Esa es la que más me cuesta entender, pero su presencia en es muy marcada. Ite obviam ei, et dicite: Nuntia nobis si tu es ipse, qui regnaturus es in populo Israel (“Acercaos a Él y decid: Dinos si Tú eres quien habrá de reinar en el pueblo de Israel”), sigue diciendo el responsorio. Desde lejos se ven lo signos majestuosos y terribles y, sin embargo, igualmente debemos ir a preguntar si es Él. Pareciera que Dios nos pide que discernamos, que obremos según nuestra naturaleza, es decir, que pensemos. 
- Lo que dice el Evangelio del primer domingo de adviento -dijo Paz- Estar atentos a la higuera y los otros arboles.
- Así es. Discernir, porque ese mismo Evangelio nos dice que en esos días por venir las gentes temerán el sonido del mar y de las olas, y que las estrellas del cielo se moverán -concluyó don Gabino.
Todos se quedaron en silencio un rato, con la mirada fija en el cielo oscuro que, de tanto en tanto, se agrietaba con la línea ardiente de un relámpago. Las montañas habían desaparecido atrapadas por la noche y solamente brillaban, bamboleadas por el aire de la tormenta que se avecinaba, las antorchas que la señora Paz encendía en su jardín los días de visitas.
Sentados aún en sus sillones, con los niños acurrucados en sus regazos, los cinco amigos no podían dejar de observar el espectáculo de la tempestad que tenían frente a sus ojos. El fulgor de los relámpagos se había multiplicado y el ruido retumbante de los truenos se sabía cada vez más cercano.
- Le falta la tercera: la esperanza -dijo Alvear dirigiéndose a don Gabino.
- Y esa es la más bella de todas. Escuchen el Rorate Coeli. Luego de describir a lo largo de varias estrofas el estado desesperante del mundo caído, se escucha, al final, la voz tranquilizadora del Padre: Consolamini, consolamini popule meus: cito veniet salus tua; quare maerore consumeris, quia innovavit te dolor? Salvabo te, noli timere, ego enim sum Dominus Deus tuus, Sanctus Israel, Redemptor tuus (Consoláos, consoláos, pueblo mío [Is. 40,1]: pronto llega tu salvación. ¿Por qué te consumes de tristeza? ¿Por qué se renueva tu dolor? [Miq. 4,9] Te salvaré, no temas. Yo soy el Señor tu Dios, el Santo de Israel, tu Redentor [Is. 43, 1]). 
- Cito veniet salus tua -dijo la señora Alvear mientras abrazaba a su hija que dormía tranquila en su halda. 
Y aunque los relámpagos seguían tejiéndose sobre ellos, hacia las montañas del sur, las nubes ya no eran más que un tenue velo a través del cual la luz de la luna comenzaba a filtrarse. Y, más allá, se adivinaba ya un puñado de estrellas. 

San Ireneo de Arnois

El libro de Natalia Sanmartín Fenollera El despertar de la señorita Prim es un best seller mundial, traducido a múltiples lenguas, y que permaneció en el sector de los libros más vendidos durante varios meses y en varios países. Como ya comentamos en este blog, es una novela que admite diferentes niveles de lectura pero me interesa hacer una reflexión sobre el registro en el cual lo leímos nosotros, y en el cual lo concibió su autora. 
En pocas palabras, ella plantea la vida de los habitantes de un pequeño pueblo a partir de los acontecimientos que vive la protagonista. Este historia sencilla ha disparado en mucha gente que yo conozco y en muchísimos más que no conozco el deseo y el anhelo de recrear un San Ireneo de Arnois o, desde otra perspectiva, una cierta nostalgia por lo que no tenemos pero que alguna vez tuvimos, al menos como miembros del género humano e hijos de la Iglesia. Lo que me llama la atención -aunque admito que no es fácil caer en la cuenta de ello-, es que el objeto de ese profundo deseo es algo muy sencillo, natural y humano: vivir, es decir, desarrollar lo más básico, elemental e importante que hace el hombre, en un poblado pequeño, en el que sus habitantes se conozcan, en el que se trabaje pero que también haya tiempo suficiente para la amistad, en el que las mujeres se junten por la tarde a tomar el té con tortas y pasteles, y los hombre lo hagan a la noche a tomar cerveza y fumar; en el que haya una verdulería y una carnicería a cuyos dueños conozcamos y confiemos, una papelería y una florería. 
Debemos reconocer que la propuesta de vida en San Ireneo es bastante básica. No existen allí edificios sofisticados como una piscina en el décimo piso y una cancha de golf en el vigésimo; autos inteligentes con GPS y que obedecen órdenes orales; aerolíneas low cost que nos pueden transportar a cualquier lugar paradisíaco del mundo en poco tiempo y por poco dinero; restaurantes de cocina molecular en que nos sirvan helado de aire de zanahoria a la parrilla y gel de spaghetti y caviar. Nada de eso. Lo que nos presenta la novela es una vida simple, sencilla y humana.
Por supuesto, han saltado y siguen saltado los hombres poseedores de sentido común. “Es una utopía” o “Es puro escapismo”, es lo que dicen. “Nada más que inútil ciencia ficción”, opinan otros. Lo más curioso de todo es que, si bien vemos, utópica sería si la novela hablara de edificios de categorías, autos inteligentes y comida molecular. ¿O es que, acaso, todo eso no es más que ensueño, o más bien una terrible pesadilla hecha realidad? ¿Cómo es posible pensar, en nombre del sentido común, que vivir humanamente es utópico? ¿Y cómo es posible pensar, en cambio, que la vida artificial del mundo contemporáneo es humana y normal? La inversión de la visión del mundo es pavorosa, sobre todo porque no caemos en la cuenta que estamos viendo al mundo completamente invertido, y creemos que es una utopía verlo en su posición normal.
El hombre del sentido común exigirá, con toda razón, que yo pruebe que esa vida sencilla y humana que presenta la novela realmente existió en algún momento y en algún lugar, y que no se trata de la pura imaginación de la escritora. Y la respuesta es que ciertamente existió y que tenemos abundantes testimonios al respecto, y no debemos irnos tan lejos en el tiempo para encontrarlos. Ya hablamos en esta página de José María de Pereda, a mi entender una las mejores plumas de la literatura española, completamente olvidado y desconocido para muchos por ser, justamente, conservador, carlista y católico. En una de sus novelas, Peñas arriba, escrita en 1895, narra la vida en un pequeñísimo poblado, o caserío más bien, perdido en las montañas de Cantabria. Bien podría ser San Ireneo de Arnois, aunque en Tablanca no habrían seguramente papelerías o florerías y, en vez de tomar cerveza o whisky, tomarían vino. 
Y me objetarán aún: “Usted está probando la veracidad del estilo de vida narrado en una novela con otra novela. La prueba es inválida”. Pues bien, aquí va otra prueba.
Maurice Baring fue un diplomático y hombre de letras inglés que se convirtió al catolicismo y tuvo el enorme privilegio de ser amigo de G. K. Chesterton, Hilaire Belloc, Ronald Knox y Evelyn Waugh. En sus memorias (The Puppet Show of Memory), narra que cuando terminó su colegio secundario, su padre lo envió una larga temporada a Alemania a fin de que aprendiera la lengua. Se radicó en Hildesheim, que en esos momentos -fines del siglo XIX-, eran un pequeño poblado. Allí vivía en una casa de familia, compartiendo justamente la vida de familia tal como se vivía en ese momento. Y relata: 
“La simplicidad y el encanto se encontraban en la casa de los Timme en Hildesheim. En las acogedoras noches de invierno, en la pequeña sala con una estufa que calefaccionaba el ambiente, la lámpara se ubicaba sobre la mesa frente al lugar de honor, que era el sofá, contra la pared y al fondo de la habitación, se traía una botella de cerveza y vasos, y el Dr. Timme encendía un cigarro y proponía algún juego de naipes. El tío Adolfo me decía al oído: “Nein, Herr Baring, das dürfen Sie nicht spielen”. En ese momento, quizás la madre de la señora Timme entraría y ocuparía el sofá, o quizás lo hiciera la tía Inés, o la tía Emilia, o una vecina como la señora Schultzen o la señora Ober-Förster. Y entonces, la madre del Dr. Timme sacaría su tejido y comenzarían a hablar sobre los niños. El tío Adolfo y el Dr. Timme hablarían de política y, seguramente, se lamentaría por el actual estado de la situación; quizás estaría allí Herr Wunibald Nick y cantaría alguna canción y deploraría la cantidad de operas de compositores conocidos que nunca fueron estrenadas. Y mientras él seguía hablando sobre estos temas musicales, la señora Timme y la señora Ober-Förster comentaría en voz baja las últimas novedades sobre las enfermedades de los vecinos, y la conversación llegaría a su climax cuando alguna dijera: “Y entonces pidió que llamaran al médico”. Entonces se produciría una pausa y alguien inevitablemente preguntaría: “¿Qué doctor”?, porque habían varios doctores en Hildesheim. Y cuando la respuesta fuera dada, se dividirían las opiniones y, finalmente, algunos se sentirían aliviados, mientras que otros dirían: “Pobre mujer. Se equivocó”. Y la conversación seguiría, y las personas mayores dirían que las grandes ciudades habían arruinado todo y que la vida allí no era más que prisas y apuros.
Toda esta escena, que era diaria, me envolvía por su calidez y afecto (cosiness) y Gemüthlichkeit, y se tenía la sensación de la total simplicidad y bienestar profundo que me daban los cuentos de Grimm”.
San Ireneo de Arnois, alguna vez, existió.


Nota: La fotografía que ilustra esta entrada es de un pequeño pueblito de Oxfordshire, llamado Great Tew, que bien podría ser San Ireneo de Arnois. Casas pintorescas -y que no son los simples cubos que gustan diseñar los arquitectos actuales-, un pub, una iglesia, y un par de negocios que venden lo básico. Esos lugares aún existen. 

La (nueva) Europa y el patriotismo

por Francisco Soler Gil

El mito de la sociedad multicultural se está derrumbando ante nuestros ojos. En todo Occidente se percibe ya con nitidez la tendencia, amplificada elección tras elección, al fortalecimiento de movimientos políticos que incluyen en su discurso un fuerte componente identitario. Este fenómeno resulta tanto más notable cuanto que, en la antesala de las elecciones, los más importantes medios de comunicación intentan emplear justo ese elemento identitario como punto de ataque contra los que hacen uso del mismo. Se habla una y otra vez de «intentos de dividir la sociedad», «populismo», «discursos xenófobos», «perdedores resentidos de la globalización», «deplorables» etc. De manera que, ¿cómo podrían votarse opciones así? Y, sin embargo, semejantes campañas mediáticas no sólo no producen el efecto buscado, sino que incluso parece que tales reproches más bien elevan que disminuyen las opciones electorales de los partidos así combatidos.
Lo que está ocurriendo actualmente es, al menos en parte, expresión de una profunda inquietud. Hemos vivido un periodo de tiempo afortunado, en el que los ciudadanos y países occidentales se organizaban pacíficamente bajo el manto protector de las constituciones y el estado de derecho. Pero ahora comienza a dar la impresión de que los derechos fundamentales anclados en la constitución, y que constituyen los pilares básicos de la vida civil, no se encuentran irreversiblemente garantizados de cara al futuro. De manera que la propia constitución va cambiando cada vez más su papel de protectora por el de necesitada de protección. Los movimientos migratorios masivos de los últimos años juegan en esta nueva sensibilidad un papel en modo alguno desdeñable, ya que la mayor parte de la creciente marea inmigratoria en los países de Europa proviene de regiones dominadas culturalmente por imágenes del mundo que no está claro que sean en general compatibles con nuestros valores constitucionales.
El llamado «patriotismo constitucional», que autores como Dolf Sternberger y Jürgen Habermas desarrollaron tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial como alternativa a una concepción del estado basada en el nacionalismo étnico, atraviesa en estos momentos una grave crisis. Se duda, y con razón, de que el compromiso de la ciudadanía con el orden político básico pueda ser lo suficientemente íntimo y efectivo como para estabilizar dicho orden, sin que concurra algún tipo de «fundamento moral prepolítico» ―por emplear la expresión de Joseph Ratzinger en su debate al respecto con Habermas―.
No obstante, surge la pregunta de cuáles podrían ser esos fundamentos morales prepolíticos del orden constitucional, que tanta falta nos están haciendo hoy.
Bajo tales circunstancias, resulta grande, y hasta cierto punto comprensible, la tentación de volver a las formas y las concepciones del viejo nacionalismo étnico. Por eso, no sorprende que en el discurso de las fuerzas políticas emergentes se perciban cada vez más temas, conceptos y enfoques nacionalistas. De lo que se sigue obviamente, y ha de seguirse en el futuro inmediato de forma cada vez más definida, un debilitamiento de la Unión Europea, e incluso el peligro de su ruptura definitiva.
Ahora bien, lo que tendríamos que plantearnos, con toda seriedad, es si el regreso al nacionalismo supone una manera adecuada de contrarrestar las debilidades de nuestro sistema político, y muy en particular las del patriotismo constitucional. Pues, ¿cuánto cabe avanzar por este camino sin que nuestro continente termine decayendo de nuevo en una situación de pequeños estados enfrentados y de pensamiento tribal? ¿Y podrá frenarse un desarrollo así en algún momento, una vez puesto en marcha? ¿O nos conformaremos de buena gana con un renacer de las fronteras entre los distintos estados europeos? ¿Queremos de verdad que los ciudadanos europeos tengan que sentirse de nuevo completamente extranjeros, con solo volar de España a Italia, o de Francia a Alemania?
Quizás el afán de novedades de una generación que no ha llegado a conocer el doloroso desgarro de nuestro continente a lo largo de casi toda su historia pueda encontrar algún aliciente en el renovado escenario tribal que ya se vislumbra. Bien es sabido que los pueblos y las personas cada cierto tiempo se aburren de lo mismo, y que esto constituye incluso una de las leyes básicas del comportamiento humano. Pero, ¡el Cielo nos libre de la vuelta a un escenario así! Y nos libre sobre todo a los españoles. Pues no siendo España, como es obvio que no es, la fiera más fuerte en esa hipotética nueva selva de naciones desvinculadas y en competencia, tenemos muchísimo que perder en el naufragio de la Unión Europea.
Sin embargo, permanece el hecho de que apenas si existe una ligadura sentimental con las instituciones y estructuras abstractas que conforman esa unión. Y que una ligadura sentimental es imprescindible de cara a constituir una comunidad viva y fuerte, que sea capaz de afrontar los retos del futuro (...¡y los del presente, que no son pequeños!).
Ciertamente, se está echando en falta una forma viva de patriotismo europeo. Pero no podrá llegar a desarrollarse un patriotismo así mientras que nos neguemos a reflexionar a fondo, y con toda franqueza, sobre la esencia de lo europeo. Y esa reflexión viene siendo desde hace décadas escamoteada por culpa del empeño por entender nuestro continente como una sociedad multicultural en donde todo cabe. Pues ocurre que Europa no es simplemente un contrato asumible sin más desde cualquier fondo cultural o civilizatorio. Al contrario: Europa es una civilización muy concreta, que ha surgido de la confluencia de tres corrientes de pensamiento básicas: la filosofía griega, el pensamiento jurídico procedente del derecho romano, y la religión cristiana. Del encuentro y la interacción entre estos tres componentes ha nacido la idea de los derechos humanos, de la separación entre religión y estado, de la igualdad entre hombre y mujer, y en general los valores ético-políticos recogidos en nuestras constituciones. Mientras que estos fundamentos prepolíticos de nuestro ser y nuestra identidad como europeos no se adviertan con claridad, y mientras que los políticos de los diversos partidos no reconozcan su deber de esforzarse por el mantenimiento de los pilares sobre los que descansa nuestra cultura y nuestra civilización, no habrá forma de que los europeos lleguen a ser conscientes del gran legado intelectual y ético del que son herederos, y que los une muy por encima de todas sus diferencias nacionales.
Mientras tanto, subsiste el hecho de que ni la sociedad multicultural ni el nacionalismo étnico constituyen una solución, y ni siquiera proporcionan caminos viables para nuestros países hoy. Sólo puede salvarnos aún un patriotismo de nuestra cultura y nuestra civilización occidental ―tantas veces calumniada y ridiculizada desde la revolución del sesentayocho para acá―. El multiculturalismo es una quimera. Pero el viejo nacionalismo no conduce más que a un empobrecimiento inaceptable. En todos los sentidos.

Tu me pixeleas mami tu me pixeleas tricki tricki tribal














Yobailopogo! 
-guapa te soy muy 
honesto sueño con tus tétrix cada que me acuesto 
-

Charlas de café con Jack Tollers. Versión para extranjeros


Una nuevo encuentro con Jack Tollers en su pub, esta vez para hablar de: "Juicio Particular, Purgatorio, Finimondo y Parusía". Versión sin música que puede ser vista fuera de Argentina.