No traicionarás

El magisterio de la verdad fue siempre realista: en el amor, además del gozo y el deber de la lealtad, viene incluida la posibilidad de la traición. Por eso la Iglesia repite: “esto sí, aquello no”, con plena e inalterada conciencia de las consecuencias de la Caída, las tentaciones y las emboscadas de los demonios. Si es deseada, pedida, convenientemente obtenida y conservada, la gracia de Dios puede curar hasta la peor enfermedad del alma, con la condición de no disimular en nada la crudeza de la enfermedad, pues sería como sumar una enfermedad a otra, haciendo que el daño recrudezca y la debilidad aumente.
Descuidar la exactitud y hondura de las palabras por medio de caretas o sustitutos provoca graves daños, tanto en lo que respecta a los demás como en lo referido a uno mismo. El denominador común para toda enfermedad moral se expresó siempre entre los cristianos con el nombre de pecado, que es la rebeldía contra el orden dispuesto por Dios para nuestro bien.  No un dios de panteón, indiferente, que despachó al hombre a encontrar todas las respuestas en la naturaleza y en sus propios impulsos, diciéndole “ve por ahí y elige algún bicho que te guste, una mariposa, un cangrejo, y haz como ellos”, sino que empleó recursos puntuales, como la siembra o la higuera, para simbolizar la necesaria disposición espiritual del hombre respecto del Reino al que lo invitaba y el comportamiento exigido para entrar en él: lo que esencialmente está bien (la elevación, el crecimiento) y lo que esencialmente está mal (la aridez, el descendimiento), estableciendo así un impresciptible dictum común desde donde poder considerar luego la multitud de vidas y circunstancias. Y con pocas cosas fue tan terminante como con el matrimonio.
Recién en tiempos como éstos el pecado se convirtió en un “problema”, casi un problemita, una “irregularidad”, la pícara transgresión de una norma, hasta llegar a convertirse en una mera palabra que ya casi no se menciona porque no es correcta e incluso avergüenza, y que en el mejor de los casos sólo sirve para indicar algo que ideológicamente pertenece al bando contrario. Se corresponde con una época de pensamiento exánime, ídolos de barro y ternezas demagógicas. Más todavía, pues en la Escritura hay enojos y castigos durísimos, pero en ningún caso se ven acompañados de chismorreos o asombros pacatos: “¡Oh, cómo has hecho eso!”. La acusación es escueta y el auxilio vigoroso. Dios nos conoce, pero debemos reconocernos. El mayor escándalo es el fruto maldito de la hipocresía, que merece la advertencia más terrible.
Podríamos empezar por preguntarnos: si la consecuencia natural de la relación entre un varón y una mujer es para toda la vida, dado que un hijo lo es para siempre, ¿por qué no va a serlo también su causa natural, que es la unión entre ese hombre y esa mujer? Lamentablemente, esto nos conduciría a un intrincado cotejo de situaciones particulares y, a poco andar, a un inventario de situaciones excepcionales que pujarán por adquirir, en boca de los casuistas, una envergadura que no les corresponde. Además, las situaciones normales de la vida no dan ganancia ni tienen punch, y sabemos bien que artistas, pensadores y comunicadores modernos hace rato que se han subido al tren del posicionamiento y el lucro, y desde allí, bien abutacados, proceden al ablandamiento del rebaño mientras defienden propósitos e intereses que no pueden siquiera barruntar. Lo que no sabíamos con certeza, hasta ahora, era la existencia de tantos vagones cargados de teólogos católicos.
De sacrificio a ágape, de sexo a género, de matrimonio a pareja, de pecado a problema, una línea de caída vertical puede contemplar etapas en su descenso pero no modificaciones en su itinerario ni cambios en su destino. Lo primero que se debe considerar es el ingreso de términos sin rango espiritual, portadores de nociones vagas, en el vocabulario de las esencias. Y luego el emplazamiento victorioso de ese alfabeto insustancial en la religión, hasta adulterar la fe de los sencillos... y de los complicados. No es tan simple afirmar algo sobre el destino último de quienes, aun llevando una vida esencialmente honesta, han sido conducidos por mercachifles del oficio sagrado a dudar de la existencia del infierno. Más seguro sería considerar el domicilio final de quienes los han conducido.
La encrucijada es la palabra.
Bruckberger, en su “Historia de Jesucristo”, dedica un bello examen a la Transfiguración, y dice allí que Dios Padre, en el Tabor, con la presencia de Moisés y Elías, cerró el ciclo de las profecías veterotestamentarias, es decir, el ciclo de su propia voz en la historia, que a Cristo señalaba. Después de cubrir con una nube a los apóstoles boquiabiertos, les anunció que la Palabra quedaba desde entonces enteramente depositada en su Hijo, el Elegido, el mismo rabbí que ahora refulgía en un anticipo de su futura gloria. Por eso el último parlamento del Padre fue tan breve y conminatorio: “Escuchadle a Él”.
San Juan de la Cruz lo explicó de manera inigualable (Bruck lo menciona y Straubinger lo cita): “Como si dijera: Yo no tengo más verdades que revelar, ni más cosas que manifestar. Que si antes hablaba, era prometiendo a Cristo; mas ahora el que me preguntase y quisiese que yo algo le revelase, sería en alguna manera pedirme otra vez a Cristo, y pedirme más verdades, que ya están dadas en Él”.
Desde que habitó entre nosotros, la Palabra es del Hijo porque Él mismo es la Palabra. Todo quedó dicho por Él y en Él: de eso dieron testimonio los apóstoles, que nos legaron un testamento sellado. Ya no puede haber una mejor novedad; ni siquiera puede haber una novedad. Ciertamente, al ser Palabra divina, sólo en la Parusía se manifestará plenamente, pero desde aquel entonces y hasta el presente fue extendiéndose, o mejor dicho “levando”, mostrando de a poco su volumen y estatura.
Mártires y Padres, Doctores y Maestros, la fueron esparciendo, irradiando. Al hacerlo, les resultó ineludible enfrentar errores y mentiras. Predicaron la Palabra divina y combatieron cada novedad fabricada con la palabra humana. Todo comienza por palabras que tarde o temprano desnudan intenciones. Las ocurrencias de aquellos hombres que pretenden desdecir, corregir o reemplazar la Palabra del Señor de la Historia, fueron y serán siempre inspiración del Enemigo. Sólo con Cristo se puede resistir esa oposición sutil y poderosa.
En su capítulo 5, después del Sermón de la Montaña, Mateo incluye esos pasajes terribles (17-48) en los que el Señor se refiere a la Ley antigua, que Él perfecciona pero a la vez preserva: no vino a abolirla sino a darle cumplimiento, y de ella ni una tilde pasará. La Palabra no está contra la Ley, que procede del Padre, sino contra los escribas y fariseos que se disfrazan de padres. Pues bien, entre esos renglones implacables figuran las admoniciones a los esposos: no sólo no cometerás adulterio, sino que tampoco serás adúltero en el corazón, ni causa de adulterio.
Proceden de Cristo, y sobre su Palabra no se puede introducir novedad ni inculcar doctrina opuesta. Lo que sí se puede, y se debe, es iluminar con ella la inteligencia y el corazón, y conducir o corregir a partir de ella, de su Palabra, la realidad, con la guía del magisterio de siempre. El único remedio eficaz para cada situación particular compleja, para cada sufrimiento o descarrío, es el que permanece vinculado a la Palabra de Dios y a la vida sacramental. Los hombres, puestos a resolver en estos casos, deben ser dóciles a ella y pedirle a su autor la gracia para aplicar una justicia superior a la de los escribas y fariseos, o no entrarán ni dejarán entrar a otros en el Reino de los Cielos.
El adulterio es una traición, y la traición siempre se cultiva en secreto. Es en esta oquedad donde puede intervenir la gracia para sanar interiormente. El remedio también opera en lo secreto. Es frecuente pendular de lado a lado, “buscarle la vuelta”, y al fin deslizarse. Dejarse llevar, de una parte, por la ira y el resentimiento, que sólo producen pensamientos lóbregos; y de la otra, por la ponzoña que procede de los maliciosos, los analistas, los “socios en la desgracia” y los entrometidos, que acarrean su lástima postiza, sus recetas de cubil, su solidaridad mezquina, su compasión trivial. Facilitan el hallazgo de ese límite de aflicción en donde se hace posible afirmar “ya no puedo más”. Y aun cuando es indudable que algunas situaciones no dan para más, o peor, que nunca debieron haber comenzado, vemos cómo se siguen multiplicando aquellas que, merced a tanto altruismo, ejemplaridad y comunicación, rápidamente alcanzan niveles de desprecio, vejación y crueldad. Con todo, es un grave problema creer que el mensaje cristiano sitúa en el mal el quicio moral de la creatura, en la superación histórica del dolor el cumplimiento de la obra redentora y en la automática exculpación de los pecados la salud del evangelio.
El pecado es algo grande e importante. No es un “inconveniente”, un bacilo, un germen africano. Es algo formidable. Algo que se mide con reinos terrestres y paraísos celestes. El Señor le dedicó un habitáculo inviolable y una reparación sagrada dentro de su Templo, para que el mundo se postre y enmiende y la vida futura se ate y desate.  Ponerle un rostro a cada “conflicto”, como ahora se pide con jerga anodina, más propia de la mercadotecnia, lleva a lo contrario: a ponerle un pecado a cada rostro, como en un cónclave de comadres, hasta que se conviertan en registros porcentualizados y absorbidos. Esa mueca compasiva fomenta la habitualidad y ayuda a eludir la debida reparación, que no se negocia en convenciones.
 El Señor es un Dios Niño, lo fue, pero no un dios aniñado. No es un dios manipulable, ni es un dios manipulador. Nuestras farsas y debilidades no lo sorprenden, y a nosotros no deberían sorprendernos sus duras exigencias de Dios verdadero. “No cometerás, no inducirás”... En el principio no era el mundo y la verdad no está en el piso: sólo existen caminos de descenso o ascenso. No hay secretos de por medio, ni novedades en pausa, ni otro Cristo para anunciar. La torpeza de experimentar recursos livianos tiene un resultado temible: dejar caer las tildes por el camino, abandonar la Ley, extraviarse de la Palabra, perder el Cielo, y ocultarlo a los demás.
Siempre hay un propósito que se puede recuperar y ubicar de nuevo adelante para superar, juntos o en soledad, preferiblemente juntos, la desdicha conyugal. Por ejemplo, los hijos. El regocijo de ser más fuertes que el enojo y la amargura. Un legado de integridad y de entereza. El honor de seguir corriendo la buena carrera. Cada cual sabe lo suyo. Y si no lo sabe, o lo olvidó, no hay mejor consejero que san Pablo. No existe vida sin encrucijadas dolorosas, y de ellas sólo se sale por el camino difícil y angosto. Ese precio, al costo que sea, es el que cuenta, ya puesto sobre la Mesa el premio incalculable.
No es imposible recobrar el ánimo. Se empieza por hacer oídos sordos a las voces que, fingiendo acompañar, desvían. Hay que desechar ese murmullo hostil, esa solidaridad inicua, venga de donde viniere: contra lo que aparenta, emana de la frialdad del corazón. El que alimenta nuestra autocompasión es un enemigo, lo quiera o no. Ni la congoja sentimental ni la miseria material son el centro del Evangelio. Nuestro Señor no estableció un consultorio ni fundó un partido; fue incluso muy terminante con estas cuestiones. Él decidió algo distinto: marchó a derrotar a la muerte y, con ella, a la tristeza. En medio de la nube oscura, a solas con Cristo, no hay más voces ni primicias. ¡Escuchadle a Él!... Su Palabra contiene la misericordia que de verdad conforta y la promesa que de verdad se cumple.
Aun cuando quedan por considerar muchas otras instancias dramáticas de esta hora (como, por ejemplo, en qué condiciones llegan hoy un hombre y una mujer a ser esposos, si es que llegan, y qué los rodea), el tema sigue gravitando en torno a la misma y única Palabra. No hay panes especiales para entregar según las circunstancias. No hay un suplemento dietético de la verdad. No se nos ofrece una salida fácil porque no nos espera una justicia inútil, ni una paz efímera, ni una alegría leve. Cristo no repartió mendrugos: su alimento sobró. Y en la hora oscura no dijo: “esto ya es mucho, hasta aquí llegué”. Con el cielo cubierto de terribles ángeles invictos a su mando, eligió dar su Vida por nosotros, para levantarnos a nosotros, para llevarnos adonde no podíamos llegar de ninguna manera.
La Palabra ya se pronunció: un hombre y una mujer unidos son una sola carne; no separemos lo que Dios ha unido; no cometamos traición, ni en lo secreto del corazón, y tampoco seamos causa de traición. Es duro y difícil, pero no se nos ocultó nada. En ocasión de pecado busquemos el remedio que restaura, no el convenio que acredita.
Por los entristecidos, los extraviados, los que se ven sometidos a confusión y oscuridad, pidamos a María, la vestida de sol.

Alex