Cito veniet salus tua

La terraza de la casa de los Paz se abría hacia el sur y, ubicada sobre lo alto de la barranca, permitía una extensa mirada al río y, más allá, a las montañas que rodeaban el pueblo de San Etelberto. Habían tomado el té, recurso inevitable cuando se hallaba presente la señora Paz, y varios litros de jugo de frutas porque había sido una tarde calurosa. Ahora, el cielo se había llenado de nubes gigantescas, con volutas que trepaban sobre otra hasta cubrir todo el firmamento. El sol se estaba poniendo. Al oeste, las nubes hervían en un blanco incandescente al calor de los últimos rayos del sol pero, a medida que se alejaban, hacia el sur o hacia el norte, comenzaban a tornarse azules y se iban poco a poco oscureciendo, hasta terminar en las profundas sombras del negro.
- Color de adviento -dijo la señora Alvear señalando un sector del celaje que había cambiado hacia un violeta profundo.
- ¡Qué oportuno! -dijo don Gabino-, el adviento es el tiempo más cosmológico de la liturgia.
- Toda la liturgia es cosmológica -aseguró con convicción Pablo Paz- Se mueve con los meses y los días; con las estaciones, con el frío y con el calor; con la luz y con la oscuridad.
- Sí, así es. Sin embargo, me parece que en adviento la presencia del cosmos está todavía más marcada
Hernán Alvear se levantó de su asiento y comenzó a mirar hacia donde la línea irregular de las montañas atravesaba las pesadas nubes oscuras que caían sobre ellas.
- Aspiciens a longe, ecce video Dei potentiam venientem, et nebulam totam terra tegentem -dijo con solemnidad.
- “Al mirar hacia lo lejos, veo que la potencia de Dios se está acercando y a las nubes cubriendo toda la tierra” -tradujo la señora Paz, que sabía latín.
- Es el responsorio de los maitines de hoy... -dijo Alvear pensativo.
Se quedaron en silencio. Las dos mujeres comenzaron a mirar a sus hijos que seguían corriendo por el parque persiguiendo a un conejo mientras un gato negro, trepado en una rama, se lavaba con parsimonia su cara mientras miraba con indiferencia las desgracias del gazapo en manos infantiles. El desasosiego, y hasta un cierto temor, había comenzado a extenderse en el alma de los cinco. Así como las nubes refulgentes de la derecha iban apagándose, y así como los nubarrones oscuros ya casi no dejaban ver las estrellas que estaban comenzando a nacer, así un amargo desconsuelo poblaba las almas.
- ¿Por qué nos hemos puesto tristes? -pregunto la señora Paz.
- Es imposible no estar un poco tristes en adviento. La misma liturgia se pone pone triste: se viste de morado y comienza a describir con crudeza el estado del mundo: “Yo crié hijos y los hice crecer, pero ellos se rebelaron contra mí. El buey conoce a su amo y el asno, el pesebre de su dueño; ¡pero Israel no me conoce...!” Y así sigue, volviendo una y otra vez al profeta Isaías- dijo don Gabino.
El señor Alvear comenzó a cantar despacio algunas estrofas del Rorate coeli:
- Ecce civitas Sancti est deserta: Sion deserta facta est: Jerusalem desolata est: domus sanctificationis tuae et gloriae tuae, ubi laudaverunt te patres nostri. (“He aquí que la ciudad del Santo está desierta; Sión ha quedado desierta; Jerusalén está abandonada; la casa de tu santificación y de tu gloria, donde te alabaron nuestro padres” (Is. 64-9-10).
- Si la Iglesia nos manda cantar y rezar día tras día en el adviento estas palabras, que son palabra inspirada, por algo será -insistió don Gabino.
- ¿Qué nos queda entonces? ¿Esperar sentados a que caiga la tempestad? -preguntó la señora Alvear mientras se levantaba a buscar a los niños que seguían corriendo despreocupados por el jardín.
- No, esa no puede ser la solución. No sería propia de un cristiano -le dijo su marido.
- Y no lo es -afirmó don Gabino-. Yo creo que si hurgamos un poco más en la liturgia, allí mismo encontraremos la respuesta.
- ¿Y usted ya hurgó?
- Sí, y creo haber encontrado algo: oración, vigilancia y esperanza. Lo que acaba de cantar don Alvear tiene un estribillo que se repite incansablemente: Rorate coeli desuper, et nubes pluant justum (“Destilad, cielos, desde lo alto, y que las nubes lluevan al justo”). Observen: otra vez la referencia al cosmos; se le pide al cielo y a las nubes que hagan descender al Deseado. “Veni, veni Emmanuel”; Mitte qui missurus est (“Envía al que debe ser enviado”).
- Si no pedimos, no va a venir.
- Si no pedimos, seguirán extendiéndose la tristeza y las nubes oscuras sobre el mundo y sobre nuestras almas. 
- ¿Y la vigilancia? -preguntó impaciente la Señora Paz.
Esa es la que más me cuesta entender, pero su presencia en es muy marcada. Ite obviam ei, et dicite: Nuntia nobis si tu es ipse, qui regnaturus es in populo Israel (“Acercaos a Él y decid: Dinos si Tú eres quien habrá de reinar en el pueblo de Israel”), sigue diciendo el responsorio. Desde lejos se ven lo signos majestuosos y terribles y, sin embargo, igualmente debemos ir a preguntar si es Él. Pareciera que Dios nos pide que discernamos, que obremos según nuestra naturaleza, es decir, que pensemos. 
- Lo que dice el Evangelio del primer domingo de adviento -dijo Paz- Estar atentos a la higuera y los otros arboles.
- Así es. Discernir, porque ese mismo Evangelio nos dice que en esos días por venir las gentes temerán el sonido del mar y de las olas, y que las estrellas del cielo se moverán -concluyó don Gabino.
Todos se quedaron en silencio un rato, con la mirada fija en el cielo oscuro que, de tanto en tanto, se agrietaba con la línea ardiente de un relámpago. Las montañas habían desaparecido atrapadas por la noche y solamente brillaban, bamboleadas por el aire de la tormenta que se avecinaba, las antorchas que la señora Paz encendía en su jardín los días de visitas.
Sentados aún en sus sillones, con los niños acurrucados en sus regazos, los cinco amigos no podían dejar de observar el espectáculo de la tempestad que tenían frente a sus ojos. El fulgor de los relámpagos se había multiplicado y el ruido retumbante de los truenos se sabía cada vez más cercano.
- Le falta la tercera: la esperanza -dijo Alvear dirigiéndose a don Gabino.
- Y esa es la más bella de todas. Escuchen el Rorate Coeli. Luego de describir a lo largo de varias estrofas el estado desesperante del mundo caído, se escucha, al final, la voz tranquilizadora del Padre: Consolamini, consolamini popule meus: cito veniet salus tua; quare maerore consumeris, quia innovavit te dolor? Salvabo te, noli timere, ego enim sum Dominus Deus tuus, Sanctus Israel, Redemptor tuus (Consoláos, consoláos, pueblo mío [Is. 40,1]: pronto llega tu salvación. ¿Por qué te consumes de tristeza? ¿Por qué se renueva tu dolor? [Miq. 4,9] Te salvaré, no temas. Yo soy el Señor tu Dios, el Santo de Israel, tu Redentor [Is. 43, 1]). 
- Cito veniet salus tua -dijo la señora Alvear mientras abrazaba a su hija que dormía tranquila en su halda. 
Y aunque los relámpagos seguían tejiéndose sobre ellos, hacia las montañas del sur, las nubes ya no eran más que un tenue velo a través del cual la luz de la luna comenzaba a filtrarse. Y, más allá, se adivinaba ya un puñado de estrellas.