La (nueva) Europa y el patriotismo

por Francisco Soler Gil

El mito de la sociedad multicultural se está derrumbando ante nuestros ojos. En todo Occidente se percibe ya con nitidez la tendencia, amplificada elección tras elección, al fortalecimiento de movimientos políticos que incluyen en su discurso un fuerte componente identitario. Este fenómeno resulta tanto más notable cuanto que, en la antesala de las elecciones, los más importantes medios de comunicación intentan emplear justo ese elemento identitario como punto de ataque contra los que hacen uso del mismo. Se habla una y otra vez de «intentos de dividir la sociedad», «populismo», «discursos xenófobos», «perdedores resentidos de la globalización», «deplorables» etc. De manera que, ¿cómo podrían votarse opciones así? Y, sin embargo, semejantes campañas mediáticas no sólo no producen el efecto buscado, sino que incluso parece que tales reproches más bien elevan que disminuyen las opciones electorales de los partidos así combatidos.
Lo que está ocurriendo actualmente es, al menos en parte, expresión de una profunda inquietud. Hemos vivido un periodo de tiempo afortunado, en el que los ciudadanos y países occidentales se organizaban pacíficamente bajo el manto protector de las constituciones y el estado de derecho. Pero ahora comienza a dar la impresión de que los derechos fundamentales anclados en la constitución, y que constituyen los pilares básicos de la vida civil, no se encuentran irreversiblemente garantizados de cara al futuro. De manera que la propia constitución va cambiando cada vez más su papel de protectora por el de necesitada de protección. Los movimientos migratorios masivos de los últimos años juegan en esta nueva sensibilidad un papel en modo alguno desdeñable, ya que la mayor parte de la creciente marea inmigratoria en los países de Europa proviene de regiones dominadas culturalmente por imágenes del mundo que no está claro que sean en general compatibles con nuestros valores constitucionales.
El llamado «patriotismo constitucional», que autores como Dolf Sternberger y Jürgen Habermas desarrollaron tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial como alternativa a una concepción del estado basada en el nacionalismo étnico, atraviesa en estos momentos una grave crisis. Se duda, y con razón, de que el compromiso de la ciudadanía con el orden político básico pueda ser lo suficientemente íntimo y efectivo como para estabilizar dicho orden, sin que concurra algún tipo de «fundamento moral prepolítico» ―por emplear la expresión de Joseph Ratzinger en su debate al respecto con Habermas―.
No obstante, surge la pregunta de cuáles podrían ser esos fundamentos morales prepolíticos del orden constitucional, que tanta falta nos están haciendo hoy.
Bajo tales circunstancias, resulta grande, y hasta cierto punto comprensible, la tentación de volver a las formas y las concepciones del viejo nacionalismo étnico. Por eso, no sorprende que en el discurso de las fuerzas políticas emergentes se perciban cada vez más temas, conceptos y enfoques nacionalistas. De lo que se sigue obviamente, y ha de seguirse en el futuro inmediato de forma cada vez más definida, un debilitamiento de la Unión Europea, e incluso el peligro de su ruptura definitiva.
Ahora bien, lo que tendríamos que plantearnos, con toda seriedad, es si el regreso al nacionalismo supone una manera adecuada de contrarrestar las debilidades de nuestro sistema político, y muy en particular las del patriotismo constitucional. Pues, ¿cuánto cabe avanzar por este camino sin que nuestro continente termine decayendo de nuevo en una situación de pequeños estados enfrentados y de pensamiento tribal? ¿Y podrá frenarse un desarrollo así en algún momento, una vez puesto en marcha? ¿O nos conformaremos de buena gana con un renacer de las fronteras entre los distintos estados europeos? ¿Queremos de verdad que los ciudadanos europeos tengan que sentirse de nuevo completamente extranjeros, con solo volar de España a Italia, o de Francia a Alemania?
Quizás el afán de novedades de una generación que no ha llegado a conocer el doloroso desgarro de nuestro continente a lo largo de casi toda su historia pueda encontrar algún aliciente en el renovado escenario tribal que ya se vislumbra. Bien es sabido que los pueblos y las personas cada cierto tiempo se aburren de lo mismo, y que esto constituye incluso una de las leyes básicas del comportamiento humano. Pero, ¡el Cielo nos libre de la vuelta a un escenario así! Y nos libre sobre todo a los españoles. Pues no siendo España, como es obvio que no es, la fiera más fuerte en esa hipotética nueva selva de naciones desvinculadas y en competencia, tenemos muchísimo que perder en el naufragio de la Unión Europea.
Sin embargo, permanece el hecho de que apenas si existe una ligadura sentimental con las instituciones y estructuras abstractas que conforman esa unión. Y que una ligadura sentimental es imprescindible de cara a constituir una comunidad viva y fuerte, que sea capaz de afrontar los retos del futuro (...¡y los del presente, que no son pequeños!).
Ciertamente, se está echando en falta una forma viva de patriotismo europeo. Pero no podrá llegar a desarrollarse un patriotismo así mientras que nos neguemos a reflexionar a fondo, y con toda franqueza, sobre la esencia de lo europeo. Y esa reflexión viene siendo desde hace décadas escamoteada por culpa del empeño por entender nuestro continente como una sociedad multicultural en donde todo cabe. Pues ocurre que Europa no es simplemente un contrato asumible sin más desde cualquier fondo cultural o civilizatorio. Al contrario: Europa es una civilización muy concreta, que ha surgido de la confluencia de tres corrientes de pensamiento básicas: la filosofía griega, el pensamiento jurídico procedente del derecho romano, y la religión cristiana. Del encuentro y la interacción entre estos tres componentes ha nacido la idea de los derechos humanos, de la separación entre religión y estado, de la igualdad entre hombre y mujer, y en general los valores ético-políticos recogidos en nuestras constituciones. Mientras que estos fundamentos prepolíticos de nuestro ser y nuestra identidad como europeos no se adviertan con claridad, y mientras que los políticos de los diversos partidos no reconozcan su deber de esforzarse por el mantenimiento de los pilares sobre los que descansa nuestra cultura y nuestra civilización, no habrá forma de que los europeos lleguen a ser conscientes del gran legado intelectual y ético del que son herederos, y que los une muy por encima de todas sus diferencias nacionales.
Mientras tanto, subsiste el hecho de que ni la sociedad multicultural ni el nacionalismo étnico constituyen una solución, y ni siquiera proporcionan caminos viables para nuestros países hoy. Sólo puede salvarnos aún un patriotismo de nuestra cultura y nuestra civilización occidental ―tantas veces calumniada y ridiculizada desde la revolución del sesentayocho para acá―. El multiculturalismo es una quimera. Pero el viejo nacionalismo no conduce más que a un empobrecimiento inaceptable. En todos los sentidos.