Confortetur cor tuum

Que nuestro corazón se consuele en la espera del Señor. Es eso lo que dice el salmo 26. Y viene bien recordarlo con frecuencia.
Muchas veces en el blog aparecen comentarios en los que los lectores se duelen y lamentan por la difícil situación que nos ha tocado vivir: mantener la fe a pesar del mundo y, sobre todo, a pesar de los pastores de la Iglesia que se han convertido en lobos, dedicados a socavar los principios de la fe y a entregar a la Esposa de Cristo al prostíbulo del mundo moderno. 
Dan ganas, a veces, de dejar la lucha y convertirnos en católicos "normales". ¡Basta ya de ser raros y nadar continuamente contra la corriente! ¿No es más cómodo ser como tantos amigos, que están felices escuchado al papa Francisco, haciendo arrumacos al obispo y festejando al cura por sus homilías creativas?
Y es este un sentimiento que no solamente nos ataca a nosotros. Con seguridad, habrá atacado a San Atanasio cuando, casi solo en medio de una iglesia prácticamente arriana, se levantó para defender la fe ortodoxa, y fue desterrado por las autoridades civiles y perseguido o abandonado por todos sus “hermanos” en el episcopado. 
Y habrá atacado también a Santa Catalina de Siena cuando la trataban de loca por escribirle al papa que permanecía en Aviñón, muy cómodo y tranquilo bajo la protección del rey de Francia. 
Y habrá atacado a Robert Benson y Ronald Knox, ambos prominentes personajes de la iglesia anglicana e hijos de obispos de esa confesión, cuando decidieron, contra viento y marea, convertirse a la iglesia de Roma. 
Y habrá atacado a Mons. Lefebvre y a todos lo que mantuvieron la tradición católica durante los '70 y los '80, cuando eran tratados por los obispos, sacerdotes y laicos de fanáticos, desobedientes y, finalmente, de estar fuera de la Iglesia. 
Quien también sufrió esta tentación fue el cardenal Newman. Y esta es su reflexión al respecto:
“Mientras el pensamiento de la muerte es como un límite que se cierne sobre nosotros, es también un gran consuelo, especialmente en esta época del mundo, cuando la Iglesia Universal ha caído en errores y está dividida en facciones contra facciones. ¿Qué es lo que sostendrá nuestra fe (además de la gracia de Dios) mientras tratamos de mantenernos fieles a la Verdad Antigua y nos sentimos solos? ¿Qué es lo que mantendrá alerta al “vigía de las murallas de Jerusalén”, contra el desprecio y los celos del mundo, las acusaciones de singularidad, de ser caprichosos, extravagantes y engreídos? ¿Qué nos mantendrá en calma y en paz interior, cuando somos acusados de “causar problemas a Israel”, de “profetizar el mal” y “sembrar divisiones”? ¿Qué, si no la visión de los santos de todas las épocas cuyos pasos nosotros seguimos? ¿Qué, si no la imagen de Cristo místicamente estampada sobre nuestros corazones y nuestra memoria? ¡Los tiempos pasados de la pureza de la verdad no han muerto! ¡Todavía están presentes! No estamos solos, aunque eso sea lo que parece. Pocos de los que están vivos podrán comprendernos o aprobarnos, pero sí lo harán las multitudes de cristianos que vivieron en los primeros tiempos, aquellos que creyeron y cuyas hazañas pasadas y voces presentes, claman desde el Altar del Cielo. Ellos nos animan con su ejemplo; ellos nos alegran con su compañía, ellos están a nuestra derecha y a nuestra izquierda; mártires, confesores y todo el resto; pequeños y grandes; todos aquellos que rezaron el mismo Credo, celebraron los mismos Misterios y predicaron el mismo Evangelio que nosotros. Y a ellos continuamente se unen, con el paso del tiempo, incluso en las épocas más oscuras, incluso en épocas de división, nuevos testigos de esta Iglesia militante. [...] Es nuestro deber durante esta vida defender incluso los mínimos detalles de la verdad de acuerdo a nuestra propia conciencia, con la certeza de que hay una Verdad a pesar de la discrepancia en las opiniones. [...] Por lo tanto, es bueno arrojarnos al mundo invisible, porque “es bueno está allí”, y construir moradas para aquellos “que hablan un lenguaje puro” [...] Contemplémoslos silenciosamente para nuestra propia edificación, vivificando nuestra paciencia, dando ánimos a nuestra fe, refugiándonos cuando somos asaltados por  nuestros pensamientos egoístas, librándonos de la tentación de abandonar todo y haciéndonos ver a nosotros mismos (en realidad, lo que debemos ser) solamente como seguidores de la doctrina de aquellos que partieron antes que nosotros, que no fueron maestros de novedades ni fundadores de escuelas”.
“El estado intermedio”, Parochial and Plain Sermons.