El Papa paraguayo

Me disculpará el lector doblemente: por volver sobre este personaje menor llamado Bergoglio y por robarle el título del post al recién fallecido Umberto Eco; vaya pues mi homenaje al hombre que como Joyce, debía a Tomás de Aquino y a la Iglesia más de lo que, infortunadamente, les devolvió.
Para lo primero, no tengo más excusas que el intento de vincular las cada vez más excéntricas declaraciones y “gestos” bergoglianos con la gran crisis que envuelve al pensamiento católico y a la Iglesia en los últimos siglos. Bergoglio es un epifenómeno de la crisis -pintoresco y desestructurado, eso sí, como los hippies lo fueron de la sociedad de la posguerra. Así lo hemos hecho en los anteriores posts Neopopulismo Papal y Movimientismo y el Capítulo II del Güelfismo, donde procuramos mostrar cómo algunas desviaciones de Bergoglio no son más que manifestaciones de tendencias antiguas, de vicios seculares. 
Y vamos al título. Cuando lo pergeñó Eco, pensaba, más que en el “padre” Lugo, en un Papa heredero de la tradición de las misiones jesuíticas, “más paraguayo que argentino”. Como en el mismo artículo Eco confiesa que el principal conocimiento sobre las misiones procede de la película homónima protagonizada por Robert de Niro, perdonémosle la porteñada.
Pero hay algo en lo que Eco no se equivoca. Insinúa que el ideario político del primer y último papa argentino es precisamente la estructura socio política de la misión guaraní. Y con mucha gentileza se queja de su inconsistencia con el Estado moderno y laico: una teocracia basada en un socialismo utópico, la teología de la liberación.
Eco ha dado en el blanco. El proyecto bergogliano es fundamentalmente clerical, en cuanto pretende imponer estructuras sociales y políticas prudenciales subordinadas a la ideología de su portador. Cuando el papa subleva a las masas latinoamericanas al grito de destruir las estructuras económicas y combatir al capitalismo, está entrometiéndose en el ámbito secular igual que un Papa güelfo o renacentista. Cuando apoya en forma descarada una opción política y descarta otra está cometiendo un abuso de poder. Esta intromisión de los poderes espirituales (bien que a la mayor gloria de Bergoglio) en el Estado tiene su correlato en la intromisión del pintoresco “magisterio” bergogliano en el ámbito de la razón natural. Es tan ilegítima la promoción de Cristina o Scioli frente a Macri o sus coqueteos cubanos como la aceptación de la hipótesis del calentamiento global o la condena de la teoría de derrame o de los aires acondicionados.
Las misiones eran paternalismos benevolentes que aplicaban la gradualidad para sacar a los indios de la promiscuidad colectivista, tanto en materia sexual como de trabajo y propiedad. En cierto modo, eran una especie de reformatorio para adolescentes, a cargo de adultos - los “padres” jesuitas. Ahora bien, está claro, lo supieran o no los jesuitas, que ni el paternalismo clerical ni el socialismo eran fórmulas deseables o permanentes, eran tan perecederas como las campanadas que, según algún comentarista pícaro, marcaban el horario del officium naturae al que algunos indios restringidos a una sola cónyuge se mostraban renuentes. Si tal paternalismo se atrofió y perduró, pues habría que concluir que el experimento falló antes de la expulsión de América de la Compañía. 
Parecería que Bergoglio porta ese ideal. Por un lado, el ejercicio desvergonzado de la acción política clerical -hace poco se permitió vetar al principal candidato republicano como si fuera Gregorio VII-; por el otro, la presentación de un proyecto definitivamente socialista. Quien lee sus documentos encuentra ya no la condena de la acción única del derrame como mecanismo de distribución, sino la negación del hecho del derrame en sí; la urgencia por frenar el ritmo de desarrollo económico del planeta, no la morigeración de los efectos del desarrollo; la condena del lujo y del consumo, no del consumismo ni del hedonismo. Aquí queremos ser justos: desde que el magisterio papal, a partir de Juan XXIII, toma el tema del desarrollo económico, incurre en una fatal inconsistencia. El ideal de la pobreza evangélica se confunde con la pobreza material, el moralismo que condena la “sociedad de consumo” choca con la promoción del desarrollo, las invectivas contra los países desarrollados obvian que sus sistemas son los más eficaces para salir de la pobreza. Estas debilidades aparecen incluso en los textos de nuestro llorado Benedicto.
Pero Bergoglio lleva la inconsistencia a su clímax: quiere una sociedad de pobres, no necesariamente espirituales, sino pobres en serio, austeros, sudorosos por la prescindencia del aire acondicionado, produciendo pocas cosas, sin mascotas ni cosméticos ni restaurantes. Al mismo tiempo, condena a los países desarrollados por no acoger a quienes en aluvión quieren ingresar para dejar de ser pobres en sus países pobres, estragados por la tiranía, el socialismo y la corrupción.
En definitiva y fruto de su formidable confusión entre “religión” y política, Bergoglio pretende imponer a una sociedad el tratamiento de una comunidad religiosa en cuanto al voto de pobreza y probablemente de obediencia - el de castidad se le complicaría. Su solicitud por el régimen cubano, su amplia sonrisa y alegría en la Isla hacen ver que es allí donde se siente más cómodo y adonde apunta su corazón. Sólo falta que el régimen dé a leer a sus esclavos sus indigestos documentos, repita sus slogans y comparta con Fidel el culto a la personalidad, y habrá encontrado su misión paraguaya, en las que cosas como las libertades civiles y la autodeterminación estaban de más. 
Es paradójico que luego de décadas de llenarse la boca con el sano laicismo, exaltar al laico adulto  y promover la autonomía de la razón frente a la fe, todo lo que pueda proponer este papado posconciliar sea una misión jesuítica a escala planetaria, bajo el cielo gris del paraíso socalista.

Ludovicus