De cinocéfalos y ángeles

Hace algunos meses tuve una interesante discusión con un querido amigo a raíz de un documental sobre la Edad Media que yo considero como muy bueno, y él considera como muy malo. Y uno de los puntos sobre los que él se apoya para calificarlo de esta manera es que el presentador sostiene insistentemente que los medievales creían en la existencia de hombres con cabeza de perro, lo cual los hace quedar como ignorantes y primitivos en consonancia con las leyendas del oscurantismo medieval.
Es probable que la insistencia sobre el tema sea un poco exagerada pero el hecho histórico comprobable es que, efectivamente, los hombres de la Edad Media -o buena parte de ellos-, creían en los cinocéfalos y, más aún, solían representar a San Cristóbal como uno de ellos.
Pero no me interesa discutir aquí acerca de si, efectivamente, este athelta Christi tenía cabeza de perro o no, si fue bautizado en Antioquía y murió mártir, o si tales personajes no son más que resabios del folclore egipcio. Lo me interesa discutir es lo que yo le respondí a mi amigo: que no me preocupa en absoluto que los medievales creyeran en este tipo de criaturas; es más, me resulta de lo más simpático e interesante y que, enfurecerse porque alguien quiera desprestigiar a la Edad Media por estos motivos, sería un indicador que nos estamos moviendo en sus mismos registros, es decir, estamos pensando como modernos.
Dentro de algunos cientos de años, los científicos de ese futuro incierto se reirán de los hombres del siglo XX que, en su ignorancia, creían que el hombre descendía del mono. Por eso, a mí me resulta mucho más simpático creer en la existencia de gigantes que tiene cabeza de ovejero alemán a creer que mi abuelita tenía un estrecho parentesco con los orangutanes de Kenia. Y, también por eso, me gusta mucho creen que los bosques están poblados de duendes que suelen tener problemas de vecindad con las hadas que revolotean, cuando los adultos están lejos y no pueden verlas, en torno a las flores silvestres. 
Muchos me dirán, riéndose, que hay base científica muy seria para probar nuestra herencia simiésca y que no la hay para probar la existencia de los cinocéfalos. Yo, por mi parte, les respondo que tengo mis dudas acerca de la seriedad de las pruebas científicas del evolucionismo y que no me interesa discutirlo porque, para en este caso concreto, sería poner al hombre de Neanderthal y a los cinocéfalos en un mismo plano cuando, en verdad, ocupa lugares muy diversos: el hombre con cabeza de perro es muy superior al simio en proceso de humanización. Pretender igualarlos significa ubicarnos en el lugar del oficinista de Rimbaud: “Este señor no sabe lo que hace: es un ángel”, dice el poeta. A lo que el funcionario del registro civil responde: “No hay ángeles. Si los hubiera, yo sería el primero en estar informado, y podría darle a usted documentación completa sobre ellos”.
Y vienen al caso aquí las palabras del premio Nobel de Literatura Saint-John Perse: “Cuando se mide el drama de la ciencia moderna que descubre hasta en el absoluto matemático sus límites racionales; cuando se ve, en física, dos grandes doctrinas dominantes plantear la una un principio general de relatividad, la otra un principio cuántico de indeterminación y de incertidumbre, que limita definitivamente la propia exactitud de las medidas físicas; cuando se ha oído al mayor innovador científico de este siglo, iniciador de la cosmología moderna, responsable de la más vasta síntesis intelectual en término de ecuaciones, invocar la intuición en auxilio de la razón y proclamar que ‘la imaginación es el verdadero terreno de germinación científica’, llegando incluso a reclamar para el sabio el beneficio de una verdadera ‘visión artística’, ¿no se tiene derecho a considerar el instrumento poético tan legítimo como el instrumento lógico?”.
Y, la verdad, es que es mucho más poético aceptar la existencia de duendes y gnomos que aceptar la existencia del hombre de Cromagnon. Es limitante y, sobre todo espantosamente moderno, pretender vivir en un mundo de seguridades y evidencias científicas, sabiendo con exactitud los milímetros de la superficie terrestre y el número y especie de los seres que la pueblan. Eso es vivir en un mundo en el que todo está meticulosamente ordenado, lo que equivale a decir, en un mundo totalitario, en el que la ciencia no deja libertad para la imaginación y la poesía. Y esta actitud, muy nuestra, es profundamente moderna. Es sustancialmente la misma en Descartes, Newton, Voltaire, Lenin y Hitler. 
Por eso, la poesía termina siendo la mejor auxiliar de la religión, y un medio privilegiado para atravesar este valle de lágrimas, poblado de los fríos cálculos de los hombres de ciencia y de los pringosos relatos de los amores de Leticia de los hombres religiosos. Es que, como decía Bruckberger -en quien me he basado para redactar estas reflexiones-, no hay religión auténtica sin poesía. Dios es poeta, lo cual no es sino otro modo de decir que es creador. Y si no, lean el Silmarillion de Tolkien y, después, el De musica, de San Agustín.