Las sandías de Leticia

Circula por Internet un texto muy interesante. Se trata de un explicación for dummies, y para neocones y, en realidad, para todo el mundo, acerca del valor relativo del famoso magisterio pontificio que el Papa Francisco acaba de dinamitar de modo solemne con su pasquín sobre los amores adulterinos y el uso del celular durante las comidas familiares. 


En medio del fatigoso debate desatado, una vez más, ante el reciente documento Papal, respecto de si ahora sí se puede tal o cual conducta, o ahora no, si la Iglesia ahora me permite tal o cual cosa, o decide declarar mala tal otra, me parece oportuno avisar una verdad básica que se da un par de casilleros previos a este asunto. Una verdad tan robusta como simple. Verdad básica, sea tal vez ese el adjetivo que busco. Básica de basal, claro. 

Y es avisar que el Magisterio de la Iglesia es el segundo piso de un edificio donde es posible pintar sus paredes del color que se quiera… pero es imposible modificar su ubicación catastral. Avisar —dicho más del derecho— que el Magisterio de la Iglesia no cambia ni decide nada (aunque muchas veces dé un poco esa sensación o imagen, ciertamente). El Magisterio de la Iglesia, como el término ya indica, es un ente docente, que enseña (con más o menos destreza) algo que ella no determina. 
El Magisterio de la Iglesia no tiene mucho más “poder” del que tiene un maestro rural enseñando los ríos de cada provincia del país, o, si se quiere realzar un poco su status, digamos, del que tiene un profesor de astrofísica repasando a su alumnado los planetas conocidos del sistema solar. Al docente no le atañe agregar ni modificar cuál sea la capital de Formosa ni el recorrido del Pilcomayo. Ni al docente raso ni a la máxima autoridad del Ministerio de Educación. 
Todo magisterio es descriptivo de una realidad preexistente. Por supuesto, la docencia puede ejercerse mejor o peor, pero nunca puede quedar en posición adelantada respecto a la ciencia, que es la que le marca la cancha, ya sea ciencia empírica, ciencia filosófica o ciencia divina. 
Pero a su vez, la ciencia, cual fuera, tampoco establece la realidad: justamente su rol consiste en descubrirla, no en inventarla. Es valiosa la etimología de “docente” en algunas lenguas —las germanas, por caso— donde expresamente se ubica al docente por debajo de la sabiduría. La ciencia descubre, no inventa. No es artífice. Sólo descorre cortinados. 

Curiosamente, los científicos —a los ojos de los piadosos— tienen fama de arrogantes, de soberbios, de pretender saberlo todo. Y puede que incurran en algo de eso en sus secretas expectativas… pero notablemente jamás un científico pretendería arrogarse el derecho o la posibilidad de determinar la realidad. Ella está allí. Antes. Y ella manda. El bendito Dasein: ese estar ahí, más allá de todas nuestras especulaciones, expectativas y pretensiones. 

De modo que se dan normalmente tres eslabones firmemente encadenados: el docente que explica lo que la ciencia descubre de la realidad manifiesta. De idéntico modo —y tal vez como el ejemplo más puro y emblemático de esta terna— el Magisterio de la Iglesia explica lo que la Revelación nos desvela acerca del Misterio, en su Realidad divina y humana. Incluso el Magisterio extraordinario declarando dogma la Inmaculada Concepción: ni la genera ni la desvela: anuncia con certeza lo que la Revelación le manifiesta acerca de la Realidad de la Virgen.

Así las cosas, es importante que el católico de a pie entienda que un Papa no decide qué está bien y qué está mal. No pone ni saca, como ningún docente pone ni saca ríos de provincia ni planetas del firmamento, ni catetos del triángulo. Lo que está bien, lo está desde siempre; y lo que está mal, siempre estuvo mal y seguirá estando mal. A los papas (y todos los docentes que estamos debajo suyo) nos atañe explicarlo con renovada destreza, con mejor ingenio, con un novedoso enfoque pedagógico, si se quiere. Pero no nos incumbe establecerlo. 

Agreguemos de paso, que “algo está mal si hace mal y está bien si hace bien”. Y hace bien cuando tal acción mejora nuestro ser, nuestra realidad. La moral cristiana es tan simple, tan pura, tan cristalina como eso: secuela esse, seguir al ser. Porque el deber ser es idéntico al ser. En una paridad abrumadora, aplastante. Nuestra moral no nos conmina más que a un simple “let it be”, siempre que ese “be” sea algo más que el zumbido de abejas y cuente con la insoportable densidad del ser. 

Cuando los investigadores descubren que los rayos solares producen cáncer y lo avisan a la comunidad médica y ésta lo baja a la sociedad: ninguno está “cambiando” nada sobre la realidad. Desde que hay sol y hay humanos, esto fue así. Antes de que se descubriera. Y antes de que se avisara. Y antes de que algún alegre desaprensivo, nopasanadista, insistiera en tomar sol al mediodía sin hacer caso. O que un dictador excéntrico decretara que en su imperio el sol no hace daño. 
A su vez (y esto es crucial para el distorsionado imaginario colectivo): nada cambia, nada modifica, nada incrementa ni disminuye el daño que la radiación ultravioleta le genera a mi piel el hecho de que: yo sepa, yo no sepa, yo lo sepa a medias pero no lo crea, yo lo sepa posta pero me importe un belín, yo termine o no termine de comprender los daños inherentes a los rayos ultravioletas… sea como sea mi situación: si no me cuido, el melanoma se llevará mi vida sin atender a mi subjetividad. 
Y también es interesante repasar la verdad inversa: si hoy la ciencia descubriera que en realidad no hace daño combinar vino con sandía, y los canales docentes así nos lo informaran: esto no “entra en vigencia” a partir del día del comunicado de la OMS: sino que nunca jamás hizo mal. Ni a mí, ni a mi tátarabuelo. Y todos los que se privaron del vino ante la sandía, se privaron al divino botón. 

El cristiano medio cree, contrario a todo esto, que en el caso de la ciencia moral (esa que explica qué conductas nos hacen bien y cuáles nos desfavorecen), cree que la VERDAD sale por decreto. O sea, entra en vigencia, por decreto. Que se genera por una voluntad. Algo así como si la OMS decidiera bajar de su listado una enfermedad, mágicamente tal enfermedad dejara automáticamente de ser tal (y de hacerme mal, claro). Son taras de corte guillermomorenista, que nos alientan a creer que si yo bajo el número del INDEC, bajo la inflación. Creer que la naturaleza imita al arte. 
Pues no. No. Y no. 
Todo eso es voluntarismo puro y duro.

Lo cierto es tan abrupta y diametralmente opuesto, que la Doctrina cristiana insistirá, en un colmo de honestidad, que ni el mismo Jesucristo, ni el ipsísimo Dios, determina qué esté bien y qué esté mal. No se contenta con decir: “esas cosas no las deciden los humanos, las decide Dios”. No, no. ¡Ni Dios las decide! Nadie las decide. ¡Son! Porque Dios las hace, son. Y porque son, obligan.
Cuando san Juan en su Prólogo llama al Logos Eterno “el Exégeta” está avisando algo de esto: el Hijo Eterno es Quien nos revela, nos explica, nos manifiesta lo-que-ya-es y Lo-Que-Ya-Es. Cristo es “la Ciencia del Padre”, como gustan decir los Padres. 

Volviendo al Magisterio papal: entiéndase bien, de una buena vez. El Papa no es tan sólo que no “deba”, sino que directamente le resulta por completo IMPOSIBLE tornar disoluble el matrimonio, ni tornar bueno lo que hasta ayer fuera malo. Ni el Papa ni Jesucristo. Porque el matrimonio es intrínsecamente indisoluble, es que Nuestro Señor así lo revela, y porque Él así lo revela, es que el Magisterio así lo enseña. 

Sí atañe al Papa de turno esmerarse en explicar más y mejor la compleja realidad humana, que está allí desde siempre y que nos fue manifestada por Jesucristo. Y en esto puede fallar también. Pero dejemos de lado por el momento ese margen de error para ubicarnos bien ante el peso específico del Magisterio. Es un ente docente. Ni menos de eso, ni más, claro. 
Como un buen maestro, el Sumo Pontífice está para ayudarnos a comprender lo que Cristo nos ha manifestado acerca de la REALIDAD. Se esmerará en refinar con ingenio y aggiornamento el recurso didáctico; no la certeza de ciencia; y mucho menos aún: la cosa en sí, objeto de tal ciencia. Un Papa ni genera realidad ni genera tan siquiera la Sacra Doctrina (conformada por las Sagradas Escrituras y la Tradición). Lo suyo, su rol, su función, su servicio, es enseñarla. De modo ordinario (con margen de error) o de modo extraordinario (sin margen de error): enseñarla.
Recién entonces cabe habilitar el asunto tan en boga respecto a que los Papas, en el ejercicio de este rol, pueden acertar y pueden desacertar y cuáles son los límites de una y otra posibilidad. Pero eso viene después. Después de entender bien que ni la realidad ni la manifestación de esta realidad está en juego, sino la enseñanza de la manifestación de la realidad. 

Pero hay más (y en los tiempos actuales es mucho más que más lo que atañe a este más): hay que saber que un Papa no sólo no genera Realidad ni genera Revelación, limitando su ministerio a hacer el Magisterio de ambas. Sino que, además de su ministerio petrino con su rol magisterial, tiene una vida propia. Como el maestro rural tiene una vida y el catedrático de Oxford tiene una vida. Y el lustroso oxoniense tiene todo el derecho a opinar sobre el arbitraje del último partido del Tottenham Hotspur. Aunque a los viejos carcamanes del Consejo Académico les pareciera que el profesor no debería emitir opinión alguna fuera de lo estrictamente escolar. Lo mismo vale para el Sumo Pontífice: escandalizarse porque opine sobre San Lorenzo o sobre los osos panda en extinción no está bueno. Lo importante es saber diferenciar bien cuándo está siendo docente desde su cátedra y cuándo no. 

Recapitulando: 
PLANTA BAJA: está la realidad, creada e increada, ahí está. Y allí mismo ya está la norma moral que es idéntica a la realidad sin corrimiento alguno. 
PRIMER PISO: luego está su manifestación: autoelocuente en el caso de la realidad creada, se muestra a la razón natural; y como misterio en el caso de lo increado, se revela a la Fe, por la Escritura y la Tradición.  
SEGUNDO PISO: el aparato docente, que en variadísimos registros se ocupa de transmitir lo que el primer piso le refiere sobre la planta baja.
AZOTEA: nada, el cobertor del edificio; alude en esta parábola a todo aquello que el docente haga y diga por fuera de este específico rol de transmitir lo que el primer piso le refiere sobre la planta baja. 

Esto es un edificio, y es valioso como totalidad y en cada una de sus partes. Aunque, claro está, en el negocio inmobiliario, no todo vale lo mismo (ya lo dijo un griego: soy amigo de la azotea, pero más amigo de la planta baja). No obstante, insisto: cada espacio tiene su nobleza y valor. Lo realmente importante (y acuciante) es saber bien dónde uno está parado y no confundirse de lugar. Pues ha pasado —y por desgracia seguirá pasando—, que más de un distraído, caminando por la azotea, o el balcón del segundo piso, creyéndose al ras del suelo, fue víctima de un suicidio involuntario.