La sombra del siglo XIX es alargada

Vivimos a la sombra del siglo XIX. Quiero decir con ello que, en aspectos decisivos, la imagen del mundo estándar de nuestros días sigue firmemente asentada sobre las claves desarrolladas por varias generaciones de filósofos de aquella centuria. Estos filósofos labraron, a lo largo de un proceso creativo realmente notable, los surcos de las ideas sobre la realidad y sobre el hombre que hoy suelen considerarse obviedades; unos surcos que cualquier ingenuo puede creer ahora que está descubriendo por su cuenta, cuando no hace más que seguir el trazado impuesto por los que fueron sus auténticos pensadores.
Por supuesto, entre los distintos autores decimonónicos encontramos enormes discrepancias: No dice lo mismo Feuerbach que Schopenhauer; ni Marx que Nietzsche; ni Comte que Freud (que es tan decimonónico como el que más, aunque casi la mitad de su vida transcurriera ya en el siglo XX). Pero hay un punto clave que comparten todos ellos, y que le da un aire de familia a todas las propuestas intelectuales de aquel tiempo: su ateísmo. El siglo XIX es el momento en el que se realiza el mayor esfuerzo de la historia de Occidente por pensar la realidad en clave atea. De manera que las principales propuestas filosóficas de esa centuria bien pueden ser entendidas como tentativas para obtener la cosmovisión atea más consistente y verosímil.
Ni que decir tiene que el ateísmo no es un invento del siglo XIX: Ya en tiempos de Sócrates —en pleno siglo V antes de Cristo— sofistas como Protágoras apenas si cubrían su ateísmo con el delgado velo de declararse incompetentes para abordar el asunto de la existencia y los rasgos de la divinidad. Pero lo cierto es que la confluencia de la corriente de pensamiento socrático-platónico-aristotélica con la teología cristiana dio lugar a una imagen teísta del mundo tan persuasiva que durante muchos siglos ningún autor de primera fila se sintió atraído a explorar la vía inicialmente esbozada por Protágoras, Demócrito o Lucrecio. Durante todo el periodo medieval, en incluso a comienzos de la Edad Moderna, el ateísmo estaba reservado a anónimos profesores de la Sorbona, o no menos anónimos «libertinos eruditos». Se sabe de la existencia de esas voces ateas por el eco que despertaron en los grandes filósofos teístas de cada periodo, pero poco más. El gran explorador pionero del ateísmo actual fue David Hume. Y con tal éxito, que sus «Diálogos sobre la religión natural» (publicados póstumamente en 1779, año que podemos considerar como el verdadero inicio del siglo XIX filosófico) constituyen la fuente genuina de casi todos los argumentos ateos que se vienen repitiendo desde entonces hasta la fecha. A mi modo de ver, el lector que busque las razones para el ateísmo pierde su tiempo leyendo a Dawkins, o a Dennett, o incluso al propio Bertrand Russell, puesto que podría acudir directamente a la versión original de las ideas que manejan todos ellos, que no es otra que los «Diálogos sobre la religión natural» de Hume.
Vivimos a la sombra del siglo XIX. Y no resulta sorprendente que sea así, porque la historia del pensamiento se escribe por épocas que abarcan varios siglos. A veces muchos siglos. Las imágenes del mundo pensadas tienden a perdurar mucho más que aquellos que las pensaron. Modificándose a veces con extrema lentitud, y llegando otras veces, también con extrema lentitud, a generar crisis históricas que muestran sus limitaciones (como ocurriera al final del mundo antiguo, y también al final del mundo medieval).
La desproporcionada lentitud de la evolución de las ideas, comparada con la duración de la vida humana, convierte en una tarea prácticamente imposible el atisbar los desarrollos futuros del pensamiento. Bien es cierto que Nietzsche, por mencionar el ejemplo quizás más notable de profeta filosófico, supo ver con cierta antelación lo que sería la gran popularización del ateísmo en el siglo XX, y también el tipo de hombre y de sociedad a que ello daría lugar (el «último hombre», en su terminología). Pero es justo reconocer que Nietzsche fue, en este sentido, alguien dotado de una capacidad intuitiva definitivamente excepcional. Para el común de los mortales, lo único que está al alcance es constatar la situación presente, y tratar de deducir de ella las consecuencias y extrapolaciones más obvias.
La situación presente, por lo que se refiere al pensamiento, viene dada por el hecho de que la cosmovisión decimonónica atea ha triunfado en Occidente, convirtiéndose en la convicción popular por defecto. Al menos por lo que se refiere a ese tipo de pueblo constituido por profesores, académicos, políticos, periodistas, líderes económicos, líderes «intelectuales» etc. Eso implica, para empezar, que no nos hallamos ante unas ideas que puedan ser en estos momentos refutadas mediante simples argumentos, por muy necesarios que estos sean (y los buenos argumentos lo son siempre, con independencia de su utilidad). Pues los que viven inmersos en la cosmovisión decimonónica, ni siquiera se dan cuenta de que están tomando partido por una filosofía, sino que, guiados por la seguridad que ofrece el pensamiento compartido por toda la colmena, tienden a tomar el materialismo ateo, no por una hipótesis, ni por una interpretación de la realidad, sino por la más evidente de las realidades, que resulta ocioso siquiera discutir.
En tales circunstancias, si la experiencia histórica nos permite anticipar algo, es que, salvo sorpresas intelectuales (que también se dan a veces) el materialismo ateo continuará ocupando el papel de pensamiento hegemónico en nuestra civilización hasta que esta sea llevada a situaciones realmente insostenibles y motivadas en parte por las deficiencias de dicho pensamiento. O al menos hasta que nuestra civilización tenga que afrontar situaciones límite para las que no haya salida desde la cosmovisión estándar.
¿Cabe apuntar indicadores de que nos estemos acercando a alguna situación límite en este sentido? Desde luego, resulta muy arriesgado aventurar nada al respecto. Pero a mi modo de ver, comienzan ya a atisbarse problemas muy difíciles de manejar desde las coordenadas del pensamiento vigente (e incluso en parte motivados por él). La catástrofe demográfica hacia la que nos encaminamos es posiblemente uno de ellos. Quizás el más importante. Y la incapacidad de ofrecer un análisis certero (y no digamos ya una estrategia de defensa) frente al peligro de islamización de Europa, bien puede ser otro.
En cualquier caso, y por centrarnos en un solo ejemplo, la familia cristiana, con su compromiso por la fidelidad, la fecundidad y el cuidado de las generaciones venideras podría llegar a ser contemplada en el futuro como una auténtica tabla de salvación, como un ariete contra el muro de aporías del materialismo, cuando se aproxime, o se alcance, el desplome demográfico de una sociedad basada en individuos que buscan maximizar su bienestar en esta vida (la única que existe para ellos). De manera que el testimonio (estoy por decir martirial) de tales familias tal vez nos acerque en su día más a la superación del ateísmo decimonónico que muchos tratados de teología. Ahora bien, cuando llegue el momento, ¿habrá aún familias cristianas en un número socialmente relevante?
Graves amenazas se ciernen hoy sobre la familia cristiana, en buena parte debidas al ambiente ideológico hostil en el que tiene que desenvolverse. Y de ahí que la Iglesia debería hacer cuanto estuviera en su mano por mantener vigente y fortalecer su modelo de familia fiel, estable y fecunda, que constituye uno de los tesoros principales de la perspectiva cristiana. Pero, ¿lo está haciendo? 
¡Ay!, el problema es que la sombra del siglo XIX también se alarga en nuestros días sobre la Iglesia: En aquella centuria, como respuesta al ambiente intelectual cada vez más enemigo, se optó por garantizar la fidelidad a la doctrina cristiana sobredimensionando el papel de la ciudadela romana, que sería el baluarte para siempre inexpugnable. Y así se llegó en la mentalidad popular católica al extremo de confundir la Santa Sede con la perenne morada en la Tierra del Espíritu Santo, y cada palabra de un Papa como un dictamen infalible. Y de ahí el caos que se está produciendo ahora que la ciudadela romana flaquea, y flaquea justo en un tema tan grave como es la enseñanza de la doctrina cristiana sobre el sacramento del matrimonio, el sacramento de la penitencia y el sacramento de la eucaristía. Las aguas del Tíber bajan turbias. Las directrices son ambiguas. Y el potencial disolvente de semejante situación para muchas familias es obvio. Como obvio resulta también el peligro de que la propia doctrina cristiana sobre la familia acabe difuminándose en una niebla de indefiniciones, casos particulares, ambigüedades, alternativas y aproximaciones infinitas a un ideal irrealmente lejano. ¡Y justo la doctrina cristiana sobre la familia!, cuando la dimensión familiar del hombre es posiblemente uno de los elementos de la realidad peor enfocados por el pensamiento dominante de nuestro tiempo.
Reitero y concluyo: Vivimos a la sombra del siglo XIX. Los ateos a su manera, y los católicos a la nuestra. Mucho habríamos ganado si consiguiéramos nosotros reconocer esta circunstancia, de manera que podamos dejar atrás dicha sombra antes de que su oscuridad nos impida maniobrar frente a los escollos.

Francisco José Soler Gil