Miserias en el valle de lágrimas

Días pasados nos enteramos que el Santo Padre recibirá en audiencia privada a Hebe de Bonafini, un antropoide totalmente despreciable que, entre otras cosas, defecó detrás del altar mayor de la catedral metropolitana de Buenos Aires y que, en ocasión de la muerte de Juan Pablo II dijo: “Nosotras deseamos que se queme vivo en el infierno. Es un cerdo. Aunque un sacerdote me dijo que el cerdo se come, y este Papa es incomible”. Por supuesto, jamás se arrepintió de sus dicho y hechos.
Ayer nos enteramos que el Santo Padre no quiso recibir a Margarita Barrientos, una humilde mujer originaria de Santiago del Estero que a sus 12 años fue abandonada por sus padres junto a sus once hermanos. Ya en Buenos Aires, se casó y tuvo nueve hijos propios y adoptó otros tres. En medio de la crisis del 2002 comenzó a dar de comer a niños de su barrio, tan pobres como ella. Hoy alimenta diariamente a cientos de ellos. 
Relató en un programa televisivo refiriéndose a su frustrada presencia en la audiencia pública pontificia: “Avisé con tiempo que iba. Un empresario nos pagó el viaje. Fuimos con Juan Carlos Pallarols y la periodista Karina Villela. Teníamos la audiencia. Entramos con la tarjeta celeste, para sentarnos. En un momento vinieron y nos sacaron. Me dijeron que había prioridad por otra gente que había ahí. No me sentí mal en absoluto. Pensé 'estará ocupado’”. Y añadió quien la acompañaba en ese momento: “Estábamos ubicados en el atrio. Y al lado de Margarita estaba la señora de Carlotto. De una manera espantosa nos sacaron del lugar y no nos dieron ninguna explicación. Nos faltaron el respeto. Fue una experiencia triste. Nos sentimos muy maltratados. Dejé una carta que le había escrito al Papa. Nunca me la contestó”.

Días atrás nos enteramos de la polémica desatada en Lima, un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, a raíz de que el párroco del lugar, P. Carlos Scarlata, fijara un cartel en la entrada del templo indicando cuál era la vestimenta adecuada para ingresar. Allí disponía que no podía hacerse con pantalones cortos, bermudas, chinelas, minifaldas, escotes pronunciados, etc., es decir, lo que cualquier cristiano que posee un mínimo de conciencia y piedad hacia los lugares sagrados hace. A mi juicio, el P. Scarlata cometió el error de hablar con la prensa. (La prensa, siempre es enemiga, aunque sea un pasquín de pueblo. Con la prensa no se debe hablar, ni siquiera se debe enviar una carta de lectores porque es hacerle el juego al enemigo). La cuestión es que los carteles del pueblo se convirtieron en escándalo nacional, apareciendo en los diarios de mayor lectura y en los programas de televisión de mayor audiencia.
El obispo del P. Scarlata, es Mons. Pedro Laxague, hijo de una ilustre y heroica familia francesa que, según dicen los memoriosos, en sus años de juventud fue postulante en la abadía de Fontgombault. Declaró a la prensa: “La Iglesia tiene las puertas abiertas para todos, quiere recibir a todos, atender a todos sin discriminar a nadie. Lo que mira Dios es el corazón de la persona que se acerca a conocerlo. El Señor nunca se va a fijar en la vestimenta, los adornos. Es de hombres, es de adultos, reconocer los errores y pedir perdón. Y yo asumo ese pedido de perdón a la comunidad, a los que se han sentido discriminados”.