Plagio pontificio

Sandro Magister dio a conocer ayer que los párrafos más confusos y menos católicos del documento pontificio que hemos llamado Los amores de Leticia, y que son justamente aquellos que dan pie a que los recasados puedan comulgar, no son originales de la pluma del Romano Pontífice. Es decir, el Papa Francisco plagió y, aquí viene la sorpresa, se copió nada menos que de un par de artículos escritos hace diez años por ¡Tucho Fernández! Francamente, ni Hugo Sofovich podría haber ideado una comedia tan grotesca, ni Fidel Pintos la podría haber interpretado tan magistralmente.
Que en las encíclicas y otros documentos papales haya innumerables citas de otros autores debidamente referenciadas, es regla y norma. Y esto es así porque, de esa manera, queda claro a los fieles que lo que el Papa está afirmando no es nada nuevo -cosa que no podría hacer- sino simplemente explicitando de otro modo algún punto del Depósito de la Fe que la Iglesia ya poseía a través en las Escrituras y en la Tradición. Y lo hace siguiendo las enseñanzas de los Padres, doctores y pontífices que lo han precedido. 
También se sabe que, generalmente, no son los papas quienes escriben sus encíclicas sino los teólogos que lo asesoran, pero es el Pontífice quien da su aprobación y estampa la firma. Es lógico que así sea. El Papa está envuelto en un sinnúmero de ocupaciones; pocas veces los papas son teólogos o intelectuales y la cosa es demasiado seria para escribirla a la ligera. Se dice que los papas que escribieron sus propios documentos fueron pocos: León XIII y Benedicto XVI, seguro, aunque quizás haya algún otro por allí.
Pero una cosa muy distinta es utilizar el método estudiantil de “cortar y pegar”, esperando que el profesor no se dé cuenta que se está cometiendo plagio o, en otras palabras, robo. Por eso, Magister y cualquier persona con un poco de seso, no sale de su asombro hasta una noticia tan grotesca. Supongamos que, efectivamente, Bergoglio escribió Los amores de Leticia. Si quiere robar letra porque no tiene ganas de escribir, que lo haga, pero que sea inteligente acerca de a quién le roba, porque robarle al Tucho es absurdo. Lo mismo hubiera sido, y le habría salido más barato, robarle a Jacobo Winograd, a Bernardo Stamateas o Johann Sebastian Mastropiero. Si, en cambio, fue el mismo Mons. Tucho Fernández el que escribió el documento -que es lo que sugiere Magister- es un indicador preciso que estamos en lo más profundo de un horno siderúrgico: ¡nada menos que Tucho Fernández es quien establece la doctrina de la Iglesia universal!
Mons. Víctor “Tucho” Fernández es un personaje menor, burdo y obsecuente, cuya producción intelectual comenzó con el libro Sáname con tu boca. El arte de besar y promedió con la carta pública redactada poco después de la elección del cardenal Bergoglio al solio pontificio en la que hace gala de lenguaje soez y giros vulgares para defender a su padrino. En los pasillos vaticanos lo conocen como il coccolato, es decir, el “consentido” o “el niño mimado”. Nosotros diríamos “el chupamedias”, porque tanto en el Oltretevere como en el Río de la Plata, todas saben quién es el personaje.
Este episodio -insisto, impensablemente grotesco- pone una vez más en el tapete la cuestión del famoso magisterio. ¿Hasta qué punto se puede seguir sosteniendo la versión “tradicional” -de la tradición de la segunda mitad del siglo XIX- acerca del valor del magisterio eclesiástico cuando, en un documento que claramente se encuadraría dentro lo que se conoce como “magisterio ordinario” ha metido mano un palurdo como Tucho Fernández, provocando confusión en millones de fieles y modificando en los hechos la doctrina verdaderamente tradicional de la Iglesia sobre el matrimonio?
En esta cuestión sucede algo muy curioso: una confluencia o coincidencia de opuestos que ni siquiera Nicolás de Cusa hubiese soñado. Tucho afirmó en una entrevista a un diario italiano: “El Papa está convencido de que lo que ya ha escrito o dicho no pueda ser castigado como si fuera un error. Por lo tanto, en el futuro todos podrán repetir esas cosas sin miedo a ser sancionados”. Tanto para Bergoglio como para su niño mimado, lo que el Papa dice -es decir, lo que ellos dicen- es palabra incuestionable y sagrada. Esta opinión propia de dos progresistas sería suscrita sin problemas por un neocon de cualquier especie: desde el Opus Dei a Fasta, todos coincidirían. Pero, incluso, también coincidirían muchos lefes, que han adoptado una suerte de filosofía alfonsinista para salir del brete en el que su ultramontanismo decimonónico los ha ubicado. El presidente argentino de tumultuosa memoria solía repetir que “los problemas de las democracia se curan con más democracia”; ellos dicen: “Los problemas del magisterio se curan con más magisterio” y, por tanto, la solución pasa porque el papa se ponga los pantalones y se dedique a enseñar en serio... 
La solución, en realidad, pasa por otro lado. Es bastante sencilla. Pasa por ser cristiano y retomar la verdadera tradición de nuestra Iglesia que no empezó con Pío IX. 
Un párrafo de La historia de Jesucristo del P. Raymond Bruckberger, o.p. echa luz sobre la verdadera fuente de la Revelación:
“A todas las solicitaciones a salir del silencio con revelaciones particulares, Dios podría replicar: Puesto que te he dicho ya todas las cosas en mi Palabra que es mi Hijo, no tengo más palabra que pueda ahora responderte nada ni revelarte más que eso. Fija los ojos en Él solo, pues en él lo he dicho todo, lo he revelado todo, y encontrarás en Él más aún de lo que deseas y preguntas... Si fijas los ojos en Él, lo encontrarás todo, pues Él es toda mi palabra y mi respuesta. Él es toda mi visión y toda mi revelación; todo os ha sido dicho ya, respondido, manifestado y revelado, cuando os lo he dado por hermano, compañero y maestro, como rescate y recompensa. Desde el día en que bajé sobre Él con mi espíritu en el monte Tabor diciendo: ‘Este es mi Hijo amado en quien me he complacido: escuchadle’, he dejado todas esas antiguas formas de enseñanzas y respuestas, y se lo he dado todo a Él, porque no tengo más que revelar, ni más que manifestar. Si he hablado antes, era para prometer a Cristo; y si me preguntaban, eran preguntas que iban todas a la pregunta y a la esperanza de Cristo, en quien se hallaría todo, como ahora lo declara la doctrina de los evangelios y de los apóstoles”.