Ajustes

Lo decía Platón y lo repetía Clemente de Alejandría: la palabra escrita se presta a la mala interpretación o a que sea leída por quienes no tienen la preparación o la voluntad de entenderla. Algo de eso pasa con los blogs, o al menos con este. Muchas veces los lectores interpretan lo que quieren o lo que pueden porque el texto no es claro en su redacción, o porque no tienen algún conocimiento previo necesario o porque no tienen ganas de entenderlo bien. Y algo de eso ha ocurrido con el último post; ya Walter Kurtz, Pensador y Martín Ellingham, en sus comentarios, se encargaron de aclarar varias cosas. Aquí intentaré ajustar algunas otras.
En el post original yo agregué algo que no aparece en la propuesta de Senior, y me parece apropiado que no aparezca (y por tanto, yo no debería haberlo agregado). El autor habla de retirarse a los suburbios de las ciudades. No hace referencia a pequeños pueblos abandonados. Esta última posibilidad, a la que sería bastante fácil de acceder en España por ejemplo, puede provocar que esa comunidad termine siendo un grupo de menonitas católicos. Los suburbios, en cambio, están relativamente integrados a las ciudades, y Chesterton decía de ellos: “Los suburbios son habitualmente conocidos por ser prosaicos. Es una cuestión de gustos. A mí particularmente me resultan excitantes” (“Introduction”, Literary London). 
Pero todo pasa, una vez más, por la prudencia, es de decir, por aplicar las virtudes a la decidicón sobre el caso concreto. En la actualidad, los suburbios de las ciudades se han extendido a más de cien kilómetros de su centro geográfico. En un país serio, donde los medios de transportes funcionan correctamente, -como sucedía en Argentina cuando los ferrocarriles estaban administrados por los británicos-, no sería problemático retirarse a un suburbio que, en alguna época fue una pequeña aldea y conserva varios de sus rasgos, y viajar cotidianamente a la ciudad para trabajar. Londres está habitado durante el día por decenas de miles de commuters, es decir, personas que viven en “suburbios” ubicados a 50 o a 150 km. del centro de la ciudad, pero al que llegan en una hora, a bordo de trenes puntuales, seguros, limpios y libres de chusma. No es el caso de Buenos Aires. Para tomar el ejemplo que se ha discutido en los últimos comentarios, tengo amigos que viven y vivían en La Reja, pero viajar diariamente a la capital era un suplicio que les consumía cuatro horas, mientras en su ausencia dejaban a la mujer y los hijos a merced de peligrosos delincuentes que cada dos por tres les daban un susto. En ese caso la prudencia de algunos indicó que no era la opción adecuada. 
Puede ser distinto en ciudades del interior del país. En Mendoza, por ejemplo, la montaña está a 20 minutos por autopista del centro de la ciudad, y allí es fácil conseguir terrenos amplios, con vistas atractivas y a precios razonables. Quizás esa opción sería prudente considerarla: familias jóvenes que comienzan la construcción de sus casas en la misma zona o barrio en el que se les garantice no solamente la amistad de sus vecinos (que podrán reunirse tomar un whisky cuando terminó la jornadas y las mujeres a tomar el té por las tardes), sino también el necesario contacto con la naturaleza (tierra, agua, árboles, animales domésticos y alimañas, viento y lluvia) para los hijos. 
Pero vayamos más al fondo y dejemos lo prudencial para cada uno. Es verdad lo que dice un comentarista: el cristianismo fue, en sus orígenes, un fenómenos urbano. Los cristianos vivían en ciudades, en medio de paganos y con un gobierno hostil. ¿Por qué vamos nosotros entonces a escaparnos? ¿No será que se nos llama vivir en las ciudades para convertir a los paganos como hicieron los primeros seguidores del Evangelio? 
Pero hay que hacer distinciones. En primer término, las ciudades de la antigüedad no eran ciudades modernas, comenzando por el número de habitantes. Las ciudades más grandes de los primeros siglos cristianos eran Roma, Alejandría y Antioquía. Llegaban apenas a los 400.000 habitantes. Las ciudades modernas tienen diez o veinte veces más. Es un dato que cuenta. 
Pero escarbemos todavía un poco más. Éstas, u otras más pequeñas, eran ciudades humanas, y no solamente por sus dimensiones. Uno de los problemas de nuestras ciudades contemporáneas es que dejaron de ser humanas porque se convirtieron es espacios privilegiados de alienación, es decir, de extrañación de la realidad. El hombre que vivía en Lutetia durante el Imperio Romano y en París durante la Edad Media y hasta principios del siglo XX, más allá de la cantidad de habitantes, escuchaba ruidos humanos (ladridos, cascos de caballos y ruedas de carros por la calle, voces y gritos de vecinos y transeúntes, ráfagas de viento, la música que salía de una flauta o de un organillo), olía olores humanos (algunos agradables, como el pan recién horneado y las flores en primavera, y otros no tanto, como el que despedían las alcantarillas a cielo abierto), tocaba objetos humanos (tejidos de algodón y no de poliester, madera de roble y no aglomerado o melamina, utensilios de peltre o latón y no de plástico); se iba a dormir poco después que caía el sol y se levantaba cuando clareaba porque vivían de acuerdo a los ciclos naturales y, para divertirse, iba a la taberna a tomar cerveza con sus amigos, nadaba en el Sena en el verano y, en el invierno, si daba la ocasión, arrojaba bolas de nieve. El hombre de hoy se reúne en restaurantes que preparan “cocina molecular” (espuma de remolacha con esterificaciones de papas, y de postre caviar de melón, por ejemplo) mientras beben aguas saborizadas, nadan en piscinas cubiertas en pleno invierno y, si no nieva, igualmente pueden esquiar en montañas cubiertas con nieve artificial. 
Esta es la maldad del mundo y de las ciudades contemporáneas contra las que los cristianos antiguos y medievales no tuvieron que lidiar. El contacto con la realidad, es decir, con la creación de Dios, sana. El contacto con la realidad ficticia que ha creado la tecnología contemporánea, enferma el cuerpo, la psique y el espíritu.
Por eso, la propuesta no es desertar de las ciudades como un cobarde que huye, sino evadirse de un medio enfermo y que enferma. Y así como aquel que lee una novela, que reza el oficio o que mira una película se evade temporalmente de lo inmediato para después regresar a él, así la propuesta de Senior es evadirse de lo patológico (y satánico), lo cual no significa desertar sino buscar lo que más le acomoda a cada uno para su salvación y la de los suyos. 
Finalmente, hay un punto que se repite cada vez que aparece esta discusión: la ciudades de los primeros cristianos eran paganas y las nuestras, en cambios, son pos-cristianas. Y más allá que sea un lugar común, es profundamente cierto. San Pablo, en su Carta a los Romanos (10, 20), trae a colación un texto del profeta Isaías al que refiere a los gentiles: “Fui hallado por quienes no me buscaban, me manifesté a quienes no preguntaban por mí”. Los paganos de los primeros siglos se toparon por el Verbo sin proponérselo y sin buscarlo, y lo aceptaron, y posibilitaron el surgimiento de la Cristiandad. Los paganos de hoy, que poseían la Verdad, la rechazaron. “El Logos vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”. La maldad del mundo contemporáneo es sólo comparable a la maldad del pueblo judío que rechazó y crucificó a su Señor. Aquellos, los gentiles de la época paulina, habían nacido en un mundo dominado por los arcontes del Malo y esclavizados a sus fuerzas. Los nuevos gentiles, habiendo nacido libres, prefirieron volver a las cadenas de la esclavitud de la muerte. Casi como el imperdonable pecado contra el Espíritu Santo. Vieron la luz, y no solamente la rechazaron sino que se entregaron al Enemigo (un comentarista dejó el enlace a la ceremonia de inauguración del túnel de San Gotardo, en Suiza. Es realmente escalofriante: adoración liza y llana a Satanás).
Vuelvo a una imagen que he repetido más de una vez: estamos en medio de un naufragio, el buque escoró y en cualquier momento termina de hundirse. Cada uno, entonces, se salva como puede: en un bote salvavidas, en una cubierta de auto o agarrado a una tabla de flota. Lo importante es salvarse y no dejarse tragar por el piélago.