Orthodoxia y Orthopraxis

Acaba de publicarse en italiano un libro que, más allá de su contenido, tiene un mensaje claro. Se titula Hipótesis teológica de un papa hereje. Fue escrito hace varias décadas por Arnaldo Xavier da Silveira y, en esta ocasión, viene con una introducción de Roberto de Mattei en la que explica que el libro está dirigido sobre todo a obispos y sacerdotes que son la primera línea a la que los fieles recurren cuando se enfrentan a los diarios desvaríos pontificios. 
Habrá que leer el libro, pero lo que aquí me interesa señalar es lo siguiente. A veces aparecen comentarios de amigos o de lectores del blog en los cuales se nos acusa que perdemos el tiempo discutiendo nimiedades teológicas o litúrgicas, o criticándole al papa Francisco sus inconsistencias doctrinales cuando, en realidad, hay cosas mucho más importantes de las que ocuparse. ¿Qué importa que la misa esté bien celebrada o no? ¿Qué importa si una afirmación puede ser interpretada en sentido herético? ¡Qué modo más absurdo de perder el tiempo, propio de las clases privilegiadas que no tienen nada de qué preocuparse!
Pero justamente, el deber de esas “clases privilegiadas”, -sea lo que fuere lo quieren significar con esa expresión-, es pensar la realidad y tratar, según Dios les de la gracia y capacidad, de iluminar a los demás. Y si así no lo hicieran, deberán responder por esa negligencia en el día del juicio. Y, en este caso concreto, yo quiero señalar una cuestión que es fundamental y que no siempre tenemos en cuenta: orthodoxia y orthopraxis, es decir, la dependencia que existe entre la profesión de la recta doctrina con la práctica de la piedad. Dicho de otro modo, nadie puede ser piadoso si no profesa la verdadera fe en su integridad. Que el papa y los obispos nos propongan una liturgia completamente desgajada del misterio y del culto católico, o que relativicen, omitan o nieguen algún elemento integrante de la verdadera fe, no es solamente una cuestión de detalle o un bizantinismo del que solamente algunos se percatarán. Es una cuestión que atañe a la pietas o a la santidad de los fieles, porque nadie puede ser santo (orthopráctico) si no es orthodoxo.
Escribe San Ireneo en su tratado Contra los herejes: “La Iglesia, habiendo recibido, como hemos dicho, esta predicación y esta fe, aunque esparcida por todo el mundo, la guarda con diligencia, como si todos sus hijos habitaran en una misma casa; y toda ella cree estas mismas verdades, como quien tiene una sola boca. Porque si bien el mundo hay diversidad de lenguajes, el contenido de la tradición es uno e idéntico para todos.
Y lo mismo creen y transmiten las iglesias fundadas en Germania, así como las de los íberos, las de los celtas, las de Oriente, las de Egipto, las de Libia y las que se hallan en el centro del mundo, es uno e idéntico en todo el mundo, así también la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los hombre que quieran llegar al conocimiento de la verdad. Y ni el que posee dotes oratorias, entre los que presiden las iglesias, enseñará algo diverso a lo que hemos dicho, ni el que está privado de estas dotes aminorará por ello el contenido de la tradición. En efecto, siendo la fe única para todos, ni la amplía el que es capaz de hablar mucho sobre ella, ni la aminora el que no es capaz de tanto”.
San Ireneo, que había recibido su formación cristiana de San Policarpo quien, a su vez, fue discípulo del apóstol San Juan, tiene ya claro en esos primerísimos tiempos del cristianismo que los principios y la doctrina de la fe son únicos y universales, y no deben ni pueden ser manipulados. Pero este cuidado y preocupación, que para el hombre moderno parecen extremos, infundados y que coartan la libertad personal, se orientan a la vida de santidad. Los griegos distinguían entre la eusébeia de la disébeia, es decir, la piedad de la impiedad, y los impíos eran reconocidos no tanto por sus desórdenes morales o sus falta de virtudes, sino por su negación del dogma. Enseñar, sostener y adherir a la verdadera fe está relacionado de modo directo con vivir una vida piadosa, es decir, de santidad. San Cirilio de Jerusalén dice en sus Catequesis:
“La Iglesia se llama católica o universal porque está esparcida por todo el orbe de la tierra, del uno al otro confín, y porque de un modo universal y sin defecto enseña todas las virtudes de la fe que los hombres deben conocer, ya se trate de las cosa visibles o invisibles, de las celestiales o las terrenas; también porque induce al verdadero culto a toda clase de hombres, a los gobernantes y a los simples ciudadanos, a los instruidos o a los ignorantes; y, finalmente, porque cura y sana toda clase de pecados sin excepción, tanto los internos como los externos; ella posee todo género de virtudes, cualesquiera que sea su nombre, en hechos y palabras y en cualquier clase de dones espirituales”. 
Pareciera que San Cirilo está dando las notas de la verdadera Iglesia: la que enseña de modo universal y sin defecto la verdadera fe, la que induce el verdadero culto y la que cura todos los pecados. El espectáculo al que hoy asistimos es bien diverso: los principios y dogmas de la fe se ponen en duda, adaptándose a los tiempos y lugares; el verdadero culto ha sido destruido con la reforma litúrgica y se alientan si no todos varios pecados, con frases elocuentes como “¿Quién soy yo para juzgar?” o con las aventuras de Leticia en los amores adúlteros.
Definitivamente, vale la pena leer el libro con que iniciábamos el post.