Paráklesis

Cuando los economistas son invitados a hablar en los programas periodísticos, se expiden con solvencia y tranquilidad acerca de problemas como la inflación, el aumento de las tasas y la devaluación. Son opinantes autorizados sobre temáticas que parecen ubicadas en una zona teórica a la que acceden los entendidos y los interesados, pero que no tiene ninguna relación o impacto con la vida diaria del “hombre común”. Sin embargo, y aunque los economistas se olviden, el “hombre común” sufre las consecuencias de esos fenómenos en discusión cuando va al supermercado y debe conformarse con comprar un paquete de arroz y dejar las milanesas. 
A veces nos pasa lo mismo a nosotros: pasamos horas y días escribiendo y discutiendo en el blog sobre los desaciertos del Papa Francisco y nos olvidamos de que verdaderamente lo sufrimos, y lo sufrimos en sentido literal.
En la última entrada escrita por Francisco Soler Gil aparecen los testimonios de dos “formadores de opinión” españoles que se encuentran atravesando, como ellos mismo dicen, “una noche oscura del alma de salida incierta”, y varios comentaristas anónimos del blog en las últimas semanas han manifestado situaciones similares. Y representan a todos los estados: laicos que no saben qué hacer, sacerdotes “que sufren a Francisco” o que “están podridos de Francisco”, e incluso algún que otro obispo. Es decir, Bergoglio, devenido Romano Pontífice, no solamente provoca un daño enorme a la macroeconomía eclesial, como el que provoca la subida sostenida de las tasas de interés, sino también a la microeconomía, es decir, al corazón de los fieles.
No tengo yo, y dudo que alguien tenga, una solución, porque es difícil de entender y de explicar. Todos los católicos sabemos, de entrada, que sufriremos persecución por parte de los enemigos de la fe. Es parte del contrato que firmamos en el bautismo. Sin embargo, es inexplicable y sumamente doloroso cuando la persecución viene de quienes deberían ser nuestros padres y pastores. Quedamos desamparados y huérfanos. No sabemos qué hacer y nos angustiamos. ¿Estará bien tomar una postura combativa contra los malos pastores? ¿No causará escándalo? ¿O, más bien, no será ese nuestro deber? ¿Qué sentido tiene haber vivido décadas luchando titánicamente contra el mundo, el demonio y la carne para que ahora nos digan que fue una lucha inútil porque el mundo es bueno, el demonio es nuestro hermano y la carne es un regalo de Dios que debe expresarse sin torturas? 
Tenemos, sin embargo, algunas respuestas frente a todo esto. Y están en las Sagradas Escrituras. Yo sé que muchos lectores arrugarán el entrecejo: “Eso de andar leyendo la Biblia es cosa de protestantes”, dirán. “Los católicos leemos las obras de piedad y devoción de los santos”. Y entonces, se consuelan, por ejemplo, con las visiones y revelaciones de aquí y de allá, y explican todo el desastre actual porque no se hizo tal o cual consagración. Disparates. Dios se reveló fundamentalmente en su Verbo y nos dejó su mensaje en las Escrituras a través de los autores que Él mismo inspiró.
San Pablo, al finalizar la carta a los Romanos, escribe: “Todo cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para nuestra formación, para que con la paciencia y el consuelo que nos dan las Escrituras, conservemos la esperanza” (Rm. 15, 4). Pareciera que nos escribía a nosotros. Dios se reveló por nosotros y las palabras que inspiró nos las dio para recibir a través de ellas la paciencia y el consuelo, a fin de mantener la esperanza. Son tres conceptos que se revelan centrales en estos tiempos de convulsión y soledad. 
En primer lugar, hypomoné, paciencia y perseverancia. Es una virtud olvidada y casi menospreciada. Y, sin embargo, se trata de una de las virtudes a las que mayor protagonismo en la vida cristiana le otorgan los autores espirituales. Escribía Simone Weil: La paciencia "designa el hombre en espera inmóvil, pese a todos los golpes con los que se trata de moverlo". Sobre este tema no vale la pena extenderse porque ya está suficientemente explicado en el texto del P. Miquel, traducido por Jack Tollers y que pueden encontrar aquí. Resulta de lectura imprescindible.
En segundo lugar, paráklesis, que es un término griego tiene varios significados. Acertadamente se lo traduce como consuelo, y ese es el significado que tiene el los textos cristianos. Los autores clásicos, además, lo usan también como llamar a alguien en busca de ayuda. Ambos sentidos nos vienen bien. Necesitamos ser consolados por Dios y llamarlo para que nos ayude. Ya sé que alguno dirá: “Qué blanditos que son. Necesitan ser consolados... cosa de mujeres”. Y la verdad que no. Que todos somos débiles y necesitamos la cercanía de Dios. San Pablo, al inicio de la segunda carta a los Corintios, habla del Dios de todo consuelo que nos consuela en todas nuestras tribulaciones.  Y los misales medievales, -por ejemplo el Missale Sarum, en uso en Inglaterra-, poseían una missa pro tribulatione cordis, que es una misa en la que justamente se pide el consuelo de Dios. Su oración colecta termina con estas palabras: “... para que, libres de toda tribulación y angustia, nuevamente te demos gracias consolados en tu Iglesia”. Los lectores del blog agradeceríamos a los sacerdotes que nos leen, que celebren de vez en cuando esta misa por nosotros. Pueden bajar el texto desde aquí.
Finalmente, todo esto se ordena a mantener la esperanza. Y nuestra esperanza es el cielo. No hay otra; y si buscamos otra, indefectiblemente desesperaremos. A veces nos olvidamos con facilidad de esta primera verdad de nuestra fe: el fin de nuestras vidas no es recuperar las islas Malvinas, ni tener diez hijos, ni leer a todos los clásicos. Es salvar el alma como sea para alcanzar la vida eterna. Y algunos la salvarán soñando con recuperar las islas, otros engendrando y otros enseñando. Cada uno en lo suyo, o cada uno en la tabla a la que pudo agarrarse en medio del naufragio. Pero la idea no es quedarse para siempre flotando en medios del vendaval: la idea es llegar a buen puerto, a esa isla que “solo se aborda al precio de naufragio y procela”, 

La he visto entre las brumas, la he visto en lontananza
A la luz de la luna y al sol de mediodía
Con sus ropas de novia de ensueño y esperanza
Y su cuerpo de engaño decepción y folia.
Esfuerzo de mil años de huracán y bonanza
Empresa irrevocable pues no hay volver atrás
La isla prometida que hechiza y que descansa
Cederá a mis conatos cuando no pueda más.

Busco la isla de Jauja, sé lo que busco y quiero
Que buscaron los grandes y han encontrado pocos
El naufragio es seguro y es la ley del crucero
Pues los que quieren verla sin naufragar, son locos
Quieren llegar a ella sano y limpio el esquife
Seca la ropa y todos los bagajes en paz
Cuando sólo se arriba lanzando al arrecife
El bote y atacando desnudo a nado el caz.
*
Busco la isla de Jauja de mis puertos orzando
Y echando a un solo dado mi vida y mi fortuna;
La he visto muchas veces de mi puente de mando
Al sol de mediodía o a la luz de la luna.
Mis galeotes de balde me lloran ¿cuándo, cuándo?
Ni les perdono el remo, ni les cedo el timón.
Este es el viaje eterno que es siempre comenzando
Pero el término incierto canta en mi corazón.

(L. Castellani, Jauja)