De mártires, rameras, y dos músicas para tiempos calamitosos

Oportunísima crónica y análisis de la muerte lenta por asfixia de una sociedad cristiana bajo el dominio del islam, el excelente libro «Al Ándalus y la Cruz», de Rafael Sánchez Saus, ofrece al lector un cuadro pormenorizado, en el que abundan los detalles que dan que pensar. En las últimas semanas, me ha venido con frecuencia a la memoria uno de esos detalles, a saber, el del triste papel desempeñado por los obispos mozárabes durante la ocupación musulmana de España: obispos en su mayor parte colaboracionistas con emires, califas y reyezuelos; sumisos ante el poder; decididos partidarios de lo que hoy llamaríamos «una política de perfil bajo», y celosamente ocupados por tanto en deslegitimar, condenar y desarticular cualquier intento de resistencia cristiana, o de testimonio cristiano martirial. Instalados de forma permanente en tal actitud «pastoral», los obispos mozárabes constituyeron un factor clave para la desmoralización y apagamiento de los cristianos de aquella sociedad.
He tenido que pensar en estas cosas durante los días pasados, al leer, por ejemplo, el desgarrador artículo de Juan Manuel de Prada «La última luz», que es todo un retrato de lo vivido de un tiempo a esta parte por el escritor, y por tantos otros, y del estado de ánimo consiguiente:

«Son muchos los lectores que me escriben inquietos, algunos muy lastimados en sus creencias, otros en un estado de angustia próximo a la pérdida de la fe, suplicándome que me pronuncie sobre tal o cual desvarío eclesiástico.
Durante muchos años ofrecí mi jeta desnuda para que me la partieran los enemigos de la fe; hasta que, cierto día, empezaron a partírmela también (¡y con qué saña!) sus presuntos guardianes. Hoy atravieso una noche oscura del alma de incierta salida; por lo que, sintiéndolo mucho, no puedo atender las solicitudes de mis lectores angustiados, sino en todo caso sumarme a su tribulación».

Y he tenido que pensar también en estas cosas al leer, no muchos días antes, la confesión no menos desgarradora de Luis Fernando Pérez Bustamante, todavía director de Infocatólica, en los comentarios a una de las últimas entradas de su blog:

«Tú sabes más que nadie de los que aquí han escrito cuántos años llevo en esto. Yo era joven por aquel entonces, lleno de ganas, celo, etc. Ni siquiera había nacido mi tercera hija. Hoy ya soy abuelo. No es desánimo. Es que ya no puedo más. Yo no me convertí a esto. Se están cargando la fe. Y, tú lo sabes, nadie de los que puede hacer algo hace nada. No les importa nada la salvación de la almas, sino el quedar bien y no tener problemas. Solo algunos sacerdotes santos y sobre todo los mártires, con su sangre derramada sostienen lo que queda de Iglesia.
Creo que toca retirarse a rezar y hacer penitencia...»

Al ir recorriendo tales testimonios, me parece como si estuviera, por primera vez, comenzando a entender la perspectiva de los mártires cordobeses del siglo IX, abandonados, traicionados y condenados por aquellos que, como el arzobispo Recafredo, debían haber sido sus pastores. Y empiezo a sospechar que un dolor profundo, aunque bueno y noble, recorre como agua subterránea la historia de la Iglesia. Es el dolor de aquellos que, dispuestos a librar el buen combate de la fe, se encontraron, y se encuentran, y se encontrarán, con que hasta la misma fe es travestida en contra suya. Y es que, como bien comenta Sánchez Saus,a propósito de los mártires de Al Ándalus:

«Nada es más fácil que utilizar los mandatos del cristianismo contra los cristianos que se esfuerzan precisamente en ser consecuentes con su fe y ponen en evidencia, junto con el mundo, a los cómplices de los lobos dentro del rebaño».

Buscando una clave para entender la dinámica que subyace en todo esto, podríamos recurrir al sabio dictum empleado por San Agustín para analizar la tensión de fondo que mueve la Historia: «Dos amores fundaron dos ciudades». Pero podríamos también parafrasearlo así: «Dos amores crearon dos músicas». Y quizás haya sido Tolkien el que mejor haya sabido captar y expresar esta idea:

«Ilúvatar levantó la mano derecha, y he aquí que un tercer tema brotó de la confusión, y era distinto de los otros. Porque pareció al principio dulce y suave, un mero murmullo de sonidos leves en delicadas melodías; pero no pudo ser apagado y adquirió poder y profundidad. Y pareció por último que dos músicas se desenvolvían a un tiempo ante el asiento de Ilúvatar, por completo discordantes. La una era profunda, vasta y hermosa, pero lenta y mezclada con un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza. La música de Melkor había alcanzado ahora una unidad propia; pero era estridente, vana e infinitamente repetida, y poco armónica, pues sonaba como un clamor de múltiples trompetas que bramaran unas pocas notas, todas al unísono. E intentó ahogar la otra música con una voz violenta, pero pareció que la música de Ilúvatar se apoderaba de algún modo de las notas más triunfantes y las entretejía en su propia solemne estructura».

«Un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza». ¿Cabe acaso describir de forma aún más precisa lo que estamos viviendo hoy en el testimonio de los que, siendo conscientes de la demolición a la que viene siendo sometida la Iglesia, se esfuerzan por defenderla, y sufren con paciencia la hostilidad por parte de una «Iglesia oficial» cómplice, cuando no directamente protagonista de la demolición?
Pero hay también otra música en estos tiempos, que es la de Melkor, o, siguiendo la imaginería que nos propone de Prada, la de la Gran Ramera ―o «la religión adulterada, falsificada, prostituida, entregada a los poderes de este mundo»―, que trata de ahogar esa belleza doliente de la lealtad. ¿Y cómo es esa música? Tolkien la describe como una música de fanfarria, «estridente, vana e infinitamente repetida». Y así debe de ser, en efecto, puesto que cuenta con pocas notas, pocos conceptos, y no más de tres o cuatro metáforas que escupe con arrogancia una y otra vez. Son notas simplificadoras, que modifican alevosamente el significado de los temas, con el intento de confundir. Juan Manuel de Prada describe muy bien el impacto de este grosero estribillo:

«Adulterando el Evangelio, reduciéndolo a una lastimosa papilla buenista, enturbiando la doctrina milenaria de la Iglesia, cortejando a los enemigos de la fe, disfrazando de misericordia la sumisión al error, sembrando la confusión entre los sencillos, condenando al desconcierto y a la angustia a los fieles, a los que incluso señalará como enemigos ante las masas cretinizadas, que así podrán lincharlos más fácilmente».

Una fanfarria interminable y monótona es, desde luego, una descripción ajustada de la cháchara que en estos tiempos calamitosos se nos quiere vender como religión, desde el sermón dominical a la declaración papal. Y muy en especial en estas últimas, que han acabado por convertirse, de modo acelerado, en fanfarrias arrogantes y vanas en un estado casi químicamente puro.

Ahora bien, nos advierte Tolkien que la solución no se encuentra en el silencio, puesto que antes de que apareciera el tema doliente e invencible de Ilúvatar, «muchos de los Ainur se desanimaron y no cantaron más, y Melkor predominó». Pero no: La fanfarria buenista y verborreica no prevalecerá. Es demasiado fea como para prevalecer. Y mientras va revelando toda su fealdad, no faltarán voces que nos recuerden que hay otra música, profunda, vasta y hermosa, aunque lenta y mezclada con un dolor sin medida, que nunca podrá ser extinguida del todo. Una música de fidelidad, que permanece imborrable en la memoria del que ha llegado a conocerla, como una nostalgia. Por más que el adulterador crea que basta con esperar a que los buenos músicos se jubilen.

Francisco José Soler Gil