¡Ayúdenme!



“¡Ayúdenme!” Ese ha sido el grito entre tierno y desesperado que nos ha lanzado el Santo Padre en su vídeo de lo que hasta hace algunos años eran “las intenciones mensuales del Papa para el Apostolado de la Oración”, y por las cuales rezaba yo diariamente al comenzar las clases en mis años de colegio. Ahora, con el avances de las técnicas de comunicación, estas intenciones se dramatizan con actores y ya no es necesario leerlas en las hojitas de papel que nos distribuían mensualmente los buenos hermanos maristas. 
“¡Ayúdenme!” ¿Quién podrá negarse al pedido casi desgarrador de esa voz tierna y paternal, como un arrullo de torcaza, del bondadoso ancianito que carga sobre sus hombros el peso de conducir la Iglesia de Cristo? Malos e infieles hijos serán todos aquellos que se nieguen a colaborar con la súplica pontificia. 
“Santo Padre, lo ayudaremos. Aquí estamos. Díganos qué hay que hacer”.
Y esa misma voz arrulladora nos dice: “Ayúdenme a construir una sociedad que ponga al centro la persona humana”. 
“Jamás, Santo Padre, jamás. Jamás lo ayudaremos a conseguir ese ideal inmanente; jamás contribuiremos a que el centro de la sociedad deje de ser Nuestro Señor Jesucristo y pase a ser el hombre. Si así lo hiciéramos, estaríamos traicionando nuestra fe. 
Usted nos pide que lo sigamos en la falsificación del Evangelio que está proponiendo a la Iglesia y al mundo desde que asumió el pontificado. En sus vídeos mensuales, usted ya no pide que recemos; usted no habla ni en una sola ocasión de Dios; usted describe la crisis del mundo contemporáneo como "financiera, ecológica, moral y humana", pero se olvida decir lo que debe decir en virtud de su munus: que se trata de una crisis de fe porque el mundo perdió la visión sobrenatural. Y, en vez de pedirnos que recemos y lo ayudemos a colocar nuevamente a Cristo como Señor de las naciones y de la historia, nos pide que pongamos en ese lugar al hombre. Yo hubiese esperado, Santo Padre, que ese pedido me lo hiciera Juliano Felsenburg, y me hubiese tranquilizado, porque ese era el signo anunciado del Hijo de la Perdición.
Sus palabras, Santidad, me recuerdan al blasfemo Gustavo Cordera, que en la misma canción en la que afirma que él es su propio Dios y su propia religión, también dice “estoy enfermo de Humanidad, bebiendo luz en la oscuridad”. Usted, Santo Padre, también está enfermo de humanidad, y usted quiere hacer beber a la humanidad la luz de la oscuridad; la luz con la que ilumina el Señor Oscuro.
Su desvergüenza, Santidad, llega al punto de presentar como paradigma de sociedad a la que aspira -es decir, a la que pone en su centro a la persona humana- a una cadena de montaje, en la que los obreros realizan tareas rutinarias y automatizadas, durante todo el día, todos los días de su vida. Hasta Charles Chaplin entendió, en Tiempos modernos, que eso era el paradigma de la deshumanización de la sociedad humana, y de la  conversión del hombre en máquina. 
Es que esa es su utopía, Santo Padre: un vasto mundo de proletarios, regenteados por un Estado socialista, en alianza con curas ocupados de la “problemática humana”, en donde Cristo, el Dios crucificado, y su verdadero culto, no sean más que adornos retóricos y rémoras útiles de un pasado superado.
Pero le recuerdo Santidad, que eso no es una utopía; eso es una profecía. Es eso justamente lo que relatan las antiguas canciones y los Oráculos divinos. Es ese, su sueño, el que fue profetizado en el último libro de la Revelación. Usted, queriéndolo o no, se está revistiendo con el manto del profeta de la perdición.