Elogio de la Biblioteca y la Comunidad Virtual

por Francisco José Soler Gil
Vaya por delante lo que más importa. Y en este caso es dejar constancia de mi admiración por esa voz de agua fresca y limpia que es la de Natalia Sanmartín Fenollera. Si alguno de los visitantes de Wanderer aún no conoce «El despertar de la señorita Prim», debería apagar ya en este mismo momento su ordenador, para no volver a encenderlo hasta haber leído con detenimiento ese libro.
No menos limpio, valiente, y de honrado propósito, es el artículo que acaba de publicar aquí, para advertirnos que «No somos como ellos». Y, sin embargo, al concluir su lectura me siento vivamente impulsado a cantar un elogio a la biblioteca y la comunidad virtual.
¿Qué sería de nosotros sin este poderoso medio que la Providencia ha puesto en nuestras manos en los tiempos de extremo peligro que nos han tocado vivir? ¿Cómo podríamos mantener la fe en un momento en el que una parte significativa y creciente del alto clero trabaja para sustituir la religión cristiana por el feo culto a las ideologías y las costumbres de las «élites» occidentales, e incluso el pastor de Roma, que debía ser roca de Cristo, se ha convertido en abierto agente y promotor de la iniquidad?
Cuando unos y otros tratan de envenenarnos, traicionando sus cátedras para ejercer desde ellas de marionetas del mundo, la biblioteca virtual conserva la memoria de la Iglesia. La biblioteca virtual nos trae la voz auténtica de San Agustín, de Santo Tomás de Aquino, de los Padres y de los Papas fieles. Y pone en su sitio a los impostores.
¿Cómo agradeceremos a Dios bastante el que nos haya permitido, por ejemplo, el tener siempre disponible la encíclica «Casti connubii», para ir releyéndola despacio, una y otra vez, cuando sintamos que la ponzoña del discurso buenista del nuevo clero nos ahoga?
¿O cómo agradeceremos bastante que existan sitios virtuales como este, que nos ayudan a darnos cuenta de que no estamos solos, y no somos los únicos que tratan de resistir a la marea de traición que anega la Iglesia?
No es bueno que el hombre esté solo, porque ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios, que reúne en sí individualidad y comunidad. Sin percibir siquiera los ecos virtuales de una comunidad de anhelo y nostalgia de la belleza y el bien, y la verdad, el individuo se marchita. Por eso, incluso si las circunstancias fueran más felices, nada habría de malo en experimentar esa imagen virtual de una comunidad universal que se logra cuando personas de todo el mundo comentan juntas un artículo, un libro, o una idea. Es algo maravilloso, y un don de Dios, que un grupo de lectores de un hermoso texto de Chesterton, de Belloc, de Newman o de Natalia Sanmartín, puedan intercambiar sus pensamientos sobre el mismo.
Por todo ello, sería terrible si la puerta de la biblioteca y la comunidad virtual se cerrara a cal y canto.
Ahora bien, y en esto creo que la autora del artículo que comento tiene toda la razón, y conjeturo, además, que es lo que en el fondo nos quiere decir, la biblioteca debería tener una puerta. Una puerta que fuéramos capaces de abrir y cerrar a voluntad, a su debido tiempo.
El vino es bueno, pero el alcoholismo es malo. El trabajo es bueno, pero reducir al trabajo la vida es malo. La biblioteca y la comunidad virtual son buenas, pero dejan de serlo si ocupan demasiado espacio del día.
El espacio que dedicamos a cada actividad debería estar sensatamente distribuido, y ser objeto de examen de conciencia diario, o semanal siquiera. Y uno debería, por ejemplo, preguntarse cosas como estas: ¿He leído esta semana al menos un libro de verdad, en papel? ¿He dado esta semana al menos un largo paseo? ¿He logrado tener una hora de silencio y oración? ¿He tenido una conversación real? Y si la respuesta es que no, entonces es que ha llegado el momento de cerrar por una temporada la puerta de la biblioteca, hasta volver a recuperar el equilibrio.
La vida sencilla no es tanto una vida de campo o de ciudad, como una vida de orden y mesura. Una vida que sabe alternar las actividades y los descansos, las lecturas y los trabajos, la fiesta y la oración.
En épocas quizás más felices, el tañido de la campana rural marcaba pacíficamente los tiempos de cada cosa. Volver a escuchar los tañidos interiores: Tal vez sea esa una de las urgencias más serias en orden a la reconstrucción de un mundo cristiano.