La Salada

La Salada es un enorme complejo comercial ubicado en el Gran Buenos Aires y dedicado a la venta de mercadería, principalmente ropa, apócrifa, es decir, falsificada, con la característica que los compradores saben que se trata de ropa falsa. Quien compra allí unas zapatillas Adidas o una chomba Lacoste sabe que las tres plumas y que el cocodrilo no sirven más que para pretender que usan ropa de calidad y acrecentar su autoestima y seguridad. Este millonario emprendimiento que supone para su desarrollo la comisión de numerosos delitos, fue propiciado por el gobierno kirchnerista a punto tal que Guillermo Moreno, Secretario de Comercio y gran amigo del papa Francisco, incluía al director de La Salada en las misiones comerciales que realizaba a países extranjeros: la intención era exportar oropeles y relumbrones a precios de ganga. 
El papa Francisco, como buen peronista, ha instalado en el Vaticano una gran Salada espiritual y a escala planetaria (o interplanetaria, porque los extraterrestre también podrían beneficiarse). Antonio Caponnetto, en un excelente artículo publicado hace pocos días, llama a este mercado de segunda y tercera selección con un nombre más preciso: outlet. Francisco ya no solamente se dedica a descargar un contenedor de baratijas todas las mañanas en sus homilías de Santa Marta, o a mezclar indecorosamente la indudable santidad del Cura Brochero con la beatificación de Pablo VI o la declaración de la heroicidad de las virtudes de Dorothy Day, sino que está exhibiendo en las vitrinas de su baratillo la salvación misma a precio de oferta: “80% off”.  Por motivos obvios, no todas los hombres pueden acceder a vestirse con chombas y pantalones Lacoste, pero la magia de La Salada lo hace posible. Y, aunque “Dios quiere que todos los hombres se salven” (I Tim. 2, 4), de hecho no todos lo consiguen, pero allí esta Bergoglio con su bazar para hacerlo posible. Todos contentos y felices con sus cocodrilos falsos y con su cielo de espuma de polietileno
A pocos meses de iniciar su pontificado declaró que nadie puede juzgar a los homosexuales y promovió al grupo de obispillos, encabezados por Mons. Bruno Forte, que descubrían a la comunidad cristiana las riquezas de la sodomía; en un documento de pretensiones magisteriales, dispuso que los adúlteros pueden comulgar, es decir, el adulterio, para los fieles (y para los curas) dejó de ser pecado mortal y, en las últimas semanas, se atrevió a banalizar al mismísimo crimen del aborto. Se trata éste de un pecado mortal que conlleva una censura: la pena de excomunión latae sententiae (c. 1398) y aunque el pecado podía absolverlo cualquier sacerdote con licencias ministeriales, no ocurría lo mismo con la censura, que solamente podía ser absuelta por el obispo. En la práctica, éstos generalmente delegaban la facultad de absolución a los párrocos o, como los fieles no conocían la censura, no incurrían en ella. Ahora, en cambio, cualquier sacerdote podrá absolver pecado y excomunión. Y aunque el papa Francisco recuerda su gravedad en su documento Misericordia et misera, lo cierto es que el aborto pasó a ser un pecado mortal más, banalizándolo de esa manera. No se le escapaba al pontífice que los medios de comunicación harían lo que hicieron: anunciar con grandes titulares durante varios días que, a partir de ahora, “la Iglesia perdona el pecado del aborto”. Para ellos, y para la mayoría de los lectores, ya da lo mismo ir a confesar una mentirilla, el robo de un caramelo en el quiosco de la esquina o el asesinato de un hijo no nacido. “Todos es igual; nada es mejor”; lo mismo da el Lacoste original que el falso; lo mismo una palabra grosera preferida en un momento de ira que un homicidio; es este el zoco o el cambalache que el papa Bergoglio ha abierto en Roma.
Así como Moreno y sus compañeros peronistas querían Lacoste para todos y todas aunque el ineludible precio que había que pagar era la falsificación, así también Bergoglio quiere la salvación para todos y todas aunque la suya sea una salvación de pacotilla. Y así como las chombas Lacoste de La Salada no resisten más que dos o tres lavadas, así la salvación que ofrece Bergoglio se revelará una farsa más de su pontificado. 
Lo recordamos nuevamente: “Dios quiere que todos los hombres se salven” pero, como explica el Aquinate, lo quiere antecedentemente, pero no consecuentemente, que es su querer definitivo (S. Th. I, 23, 4, ad 3). De hecho, no todos los hombres se salvan porque el Señor no arroja a sus ovejas dentro del aprisco sino que espera que ellas vayan solas, porque las ovejas del Señor son libres. Relata San Juan en el capítulo seis de su Evangelio que Jesús preguntó a Felipe qué harían para dar de comer a tanta gente que lo seguía “porque quería probarlo”, es decir, porque esperaba del apóstol una respuesta libre que revelara su fe y su confianza en la palabra del Maestro. Y a lo largo de los Evangelios podemos encontrar ejemplos de las pruebas a las que el Señor somete a los suyos: el joven rico, Pedro en la noche de la agonía, Judas, etc. El Señor prueba porque espera una respuesta libre. Está en nosotros aceptar la salvación o rechazarla. 
La salvación se consigue luego de pagar un gran precio, de la misma manera que la chomba Lacoste se consigue luego de dispensar muchos billetes. Es una perla de gran precio; es un campo donde está enterrado un tesoro; es la isla de Jauja, “que es la decisión total. Y es el riesgo absoluto, y el arriesgarlo todo se alcanza”, e implica quedarse “sin rey ni patria, refugio ni dominio. Mi madre y su pañuelo llorando en el balcón”. 

No se trata aquí de poner en duda la misericordia divina. ¿Dónde quedaríamos si ella no existiese? Se trata de algo mucho más profundo: la libertad humana que, como enseña Aristóteles, consiste en la proairesis, es decir, en la preferencia de una cosa sobre otra en orden a alcanzar el fin último. Y el hombre es libre de elegir romper sus promesas, seguir sus pasiones y vivir en adulterio, y esa decisión supone haber preferido ese estado de vida desordenado a la salvación. En el fondo, lo que el papa Francisco está proponiendo en este gran outlet de la misericordia, es que es posible seguir pecando porque, en el fondo, Dios es misericordioso; es posible conseguir la perla o comprar el campo sin pagar un gran precio. 
Pero frente a él se levanta la doctrina secular de la Iglesia: “Pensar en la misericordia de Dios sin propósito de arrepentimiento es presunción y desprecio de la justicia divina” (Super Sent., lib. 2 d. 22 q. 1 a. 3 ad 5); “Si bien Dios es la suma misericordia, su misericordia de ninguna manera anula su justicia. La misericordia que elimina la justicia es más estupidez que virtud, y esto no conviene a Dios. Y por eso Dios quiso manifestar su misericordia infinita pero de ningún modo derogar su justicia” (Super Sent., lib. 3 d. 1 q. 1 a. 2 ad 4). Y podríamos seguir página tras página con citas no solamente de Santo Tomás, sino de todos los maestros de la fe. Y la justicia de Dios consiste en dar a cada uno según sus obras, es decir, según lo que eligió y prefirió hacer en su vida. Y esto no es anulado por su misericordia. Y concebir la misericordia de ese modo es estupidez, dice Santo Tomás (y es estúpido el que así lo cree y enseña, digo yo), como es estupidez pensar que una chomba Lacoste de La Salada es una legítima Lacoste. 
Más aún, según los Padres y Doctores de la Iglesia, son más los hombres que se condenan que los que se salvan. “El sentimiento más común que se tiene es que, entre los cristianos, hay más almas condenadas que almas predestinadas”, dice San Leonardo de Porto Maurizio en su famoso sermón El pequeño número de los que se salvan. Alguno podrá objetar: “San Leonardo es un santo moderno, del siglo XVIII; un predicador y no un teólogo”. Vayamos entonces a ver lo que dicen los teólogos y maestros de la fe.
Ahorro las referencias patrísticas al tema porque están ya incluidas en el sermón de San Leonardo, y veamos un par de cosas que explica Santo Tomás. Sin embargo, para entenderlas, debemos hacer el esfuerzo de despojarnos de nuestra mentalidad moderna hija de la Revolución en la que todos los hombres tienen derechos inalienables, incluso a la salvación eterna que es, en el fondo, la lógica en la cual funciona el papa Francisco: “Todos tienen los mismos derechos: al pan de cada día, al techo, al trabajo, a la chomba Lacoste y a irse al cielo”, y sería un crimen de lesa discriminación prohibirle a alguien, por el motivo que fuera, el acceso a alguno de estos derechos. 
La lógica de Dios es distinta. Nadie tiene derecho a la salvación; Él la otorga porque quiere y a los que quiere, porque “en su mente hay razones del orden de algunos a la salvación eterna” (S. Th. I, 23, 2). Y, por el contrario, “a la providencia divina pertenece también permitir que algunos no alcancen este fin, y a esto se llama reprobar” (I, 23, 3). Es un hecho: Dios permite la reprobación o condenación de algunos hombres: “La reprobación incluye la voluntad de permitir que alguien caiga en la culpa, y por la culpa aplicarle la pena de condenación” (id.) El infierno no está vacío como quería von Balthasar,  y Bergoglio, en un desliz asimilable a la apokatástasis origenista. 

Pero la soberbia de nuestra mentalidad revolucionaria se encabrita: ¿por qué motivos éstos sí y aquellos no? “Ahora bien, por qué elige en concreto a éstos para la gloria y reprueba a aquéllos, no tiene más razón que la voluntad divina” (I, 23, 5, ad. 3). En otras palabras, misterio del amor de Dios, porque Él puede dar más o menos a quien mejor le parezca, con tal de que lo haga sin quitar a nadie lo debido y sin perjuicio de la justicia” (id.). 
Son pocos los que se salvan, y esto lo explica Santo Tomás en la misma cuestión (a. 7, ad 3). La mayor parte de los seres naturales, incluido el hombre, poseen todas los perfecciones que necesitan para alcanzar el bien proporcionado a su estado. Vemos que son más los hombres dotados de inteligencia suficiente para manejarse en la vida, y son muchos menos los que carecen de ella, pero también son pocos los que sobrepasan los bienes propios el estado común de naturaleza, ya que “los que alcanzan a tener un conocimiento profundo de las cosas inteligibles son en proporción poquísimos”. Lo análogo ocurre con la bienaventuranza eterna, “que consiste en la visión de Dios, está por encima del estado común de naturaleza, sobre todo porque está privada de la gracia por la corrupción del pecado original, los que se salvan son los menos”. 
En pocas palabras, y usando las mismas que usa Santo Tomás, entre los hombres encontramos algunos pocos que son tontos (moriones), una inmensa mayoría que tiene capacidad intelectual suficiente para manejarse en la vida, y otra minoría que tiene una inteligencia más aguda y profunda, porque esto último sobrepasa lo necesario al estado de naturaleza. ¿Y qué ocurrirá con la salvación eterna, que sobrepasa absolutamente lo natural? Poquísimos son los que la alcanzan: pauciores sunt qui salvantur. “Los que se salvan son los menos”, aún menos que los que descuellan en inteligencia.  
Son palabras duras, muy duras, que meten susto a cualquiera. Pero son las palabras del Doctor Común de la Iglesia. Es verdad que Nuestro Señor prefirió no referirse al tema, y es verdad también que el Papa Juan Pablo II dijo: "La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto. Es un misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano". Quizás el silencio sea, entonces, lo mejor.
Sin embargo, lo cierto es que Santo Tomás no compraba en La Salada.