Black Mischief es una hilarante novela de Evelyn Waugh, recomendable para quienes deseen reírse un rato. Acabo de comprar en Mercado Libre una edición española de los ’50, en la que traducen el título como Fechoría negra. Otra traducción prefiere Merienda de negros (pueden bajar desde aquí). De lo más oportuno para sintetizar, según mi opinión, los puntos que discutimos en el artículo anterior. Y empiezo otra vez con una referencia a Castellani. El 25 de junio de 1970 le escribía a su gran amigo Alberto Grafiggna: “En cuanto a la patria me pasa algo raro: que ya no le tengo amor, no es eso; que no sienta sus contrastes, tampoco; que no me importe nada, menos; que sea una nación “anómala” como decía César Pico, “blandengue” como decía Scalabrini, o “cretina” como decía Améndola, no estoy seguro. Lo que me pasa es difícil de explicar: una especie de indiferencia resignada y triste junto con una viva atención del intelecto; en fin, esa “inútil sabiduría de la vejez”, que quien sabe si es útil”.
Y yo, sin tener sabiduría y sin ser todavía viejo (o, al menos, no del todo) siento esa misma indiferencia resignada aunque no triste, por el momento. Y la expongo en la siguiente síntesis, propia de un aficionado a la historia y no más que eso.
Argentina nació de un parto prematuro, acunada por una Primera Junta -rejunte de contrabandistas y jacobinos (cf. Roberto Di Stefano, Ovejas Negras. Historia de los anticlericales argentinos, Sudamericana, Buenos Aires, 2010)-, y bautizada por clérigos liberales y amancebados, triste antecedente de la tradición clerical y episcopal argentina (cf. N. Calvo, R. Di Stefano y K. Gallo, Los curas de la Revolución. Vida de eclesiásticos en los orígenes de la Nación, Emecé, Buenos Aires, 2002). Sus victorias militares contra el Reino de España fueron lideradas por un soldado que se había formado en España, que había jurado fidelidad al rey español y que había combatido bajo su pabellón durante veintidós años y que, de pronto se dio vuelta. Y que, además, llegó al Río de la Plata luego de pasar un año y medio entre Londres y Escocia, donde aprendió a compartir los ideales del imperialismo británico (cf. Rodolfo Terragno, Maitland & San Martín, Sudamericana, Buenos Aires, 2012). ¿Qué clase dirigente podía salir de semejante condumio?
Y sin embargo, salió. Porque, a mi entender, Argentina gozó de una clase dirigente hispánica y criolla, aristocracia en sus mejores términos, entre 1835 y 1852, mientras fue gobernada por Juan Manuel de Rosas y los caudillos federales. Habrán tenido muchas fallas pero todas ellas se podrían haber ido puliendo en el tiempo si no hubiese ocurrido Caseros. Como bien dijo un comentarista en el artículo anterior, después de esa batalla, a la verdadera y más noble clase dirigente del país no le quedó más remedio que exiliarse en Southampton.
Avanzaba la segunda mitad del siglo XIX apareció otra clase dirigente, de otro signo, liberal, masónica y anticlerical, que no me gusta nada, pero que era clase dirigente, y su máximo exponente fue Julio Argentino Roca. Nos gustará poco o mucho, pero Roca fue un estadista como lo fue Rosas. Los dos únicos que ha tenido el país.
Los hijos de esa generación se aburguesaron y se desentendieron por pereza de los destinos del país. No estaba en ellos darnos una patria católica e hispánica, pero al menos nos podrían haber dado orden, seriedad, previsibilidad, educación, cultura, trenes y todas las demás ventajas de las que gozó este país durante décadas. Prefirieron vivir en París, dejaron solo a Roque Sáenz Peña que promulgó su famosa ley y entonces los negros, con Irigoyen a la cabeza, hicieron sus primeras fechorías, y ya no dejarían de hacerlas hasta la actualidad. Genta los llamó calamidad; podríamos llamarlos también orcos; como sea, el apelativo negro nada tiene que ver con el color de la piel, ni con la raza ni con las señoras gordas de Recoleta. Demás está decirlo, pero hay algunos que no lo entienden.
Ya no nos recuperamos más. Una posibilidad fue la presidencia del Gral. José Félix Uriburu, pero la frustró la envidia y el oportunismo de un coctel de militares liberales, rezagos de la clase dirigente de la generación del ’80 y socialistas. Hasta hace poco pensaba que Frondizi, aunque muy lejos de Rosas y Roca, algo podría haber hecho, pero veo que estaba equivocado: no fue más que un pequeño traidorzuelo que no dudó en pagarle, a través de Rogelio Frigerio (tío del actual Ministro del Interior) varios cientos de miles de dólares a Perón para que ordenara a su seguidores que votaran por él. (Cf. Juan Bautista Yofre, Puerta de Hierro. Los documentos inéditos y los encuentros de Perón en el exilio, Sudamericana, Buenos Aires, 2015, pp. 91-131). Una última e improbable chance fue el gobierno del Gral. Juan Carlos Onganía, que se rodeó de gente buena, de gente capaz y, también, de inútiles y descastados, pero ya era tarde. La economía liberal de Krieger Vasena y el marxismo que se filtraba desde Cuba condimentado con las arengas oportunistas de Perón desde Madrid impidieron cualquier recuperación (cf. Roberto Roth, Los años de Onganía, Ediciones de La Campana, Buenos Aires, 1980). Ya sabemos lo que vino después. Y acabamos de salir de doce años de ser gobernados por una negra de piel blanca y con una fortuna de cientos de millones de dólares, que se rodeó de miles de negros que esquilmaron el país, cometiendo fechorías propias de Uganda. Y lo más triste de todo es que fue elegida y re-elegida con el 54% de los votos por “esa patria nuestra” de la que hablaba Sebastián S., y nos salvamos de que volviera al poder por apenas el 1,6% de votos. Porque no la eligieron los marcianos ni los bolivianos: la eligieron los argentinos. Yo me resisto a ser parte de una patria que tiene semejantes hijos.
Y así estamos ahora. Con Macri. Hijo de un comerciante inescrupuloso, que hace psicoanálisis semanalmente desde hace viente años, practica yoga, tiene como gurú a un publicista ecuatoriano de izquierda y se casó, en terceras nupcias, con una turca de frondoso pasado. En la ceremonia, expresó su compromiso con estas palabras: “Gracias por haberme elegido, gracias negrita, mágica, única y hechicera”, mientras se apiñaban sus invitados, entre otros, Marcelo Tinelli, Jorge Rial y Guillermo Cóppola. En fin, una merienda de negros.
Quizás Castellani tenía razón. Frente a este panorama, el mejor sentimiento es la indiferencia resignada.