En defensa del zoológico

Periódicamente se anuncia, y como todo, finalmente se realizará: el Zoológico será cerrado. No temo que durante el resto de mi vida vea a la Dictadura Progre vedándome comer carne, pero percibo cada vez más inminente y próximo este duro golpe, como la abolición de la corbata o la desaparición del foie gras. Por eso, quizás el título debería ser más lúgubre y encabezarlo un Réquiem.
Comienzo con un modesto disclosure: amo al Zoológico. De chico no necesitaba de excusas para ir, sólo la disposición de algún adulto. Ya mayor, usaba desvergonzadamente la coartada de mis hijos, y ahora, mientras espero a los nietos, en la forma subrepticia con que se concurre a un lugar vicioso, cada tanto voy solo a Palermo a recorrerlo. Me gustan las jaulas y los islotes, el templete con el nombre del Intendente Anchorena en letras latinas, el reloj de sol con la maravillosa inscripción ‘Horas non numero nisi serenas’ y sobre todo los animales. Las bestias en su universal y abigarrada taxonomía, mezcladas las especies autóctonas con las exóticas, bajo el mismo sol y a veces los mismos rigores que suscitan el sarpullido progre (pobres osos polares sin aire acondicionado adecuado). El gozo que me produce verlas –y cuando era chico, alimentarlas- sigue siendo básicamente idéntico. Hay algo primario y fontal en contemplar a quines no contemplan, en ver las vidas de aquellos que desconocen la muerte, en ese sumergirse en el tiempo inconsciente de los animales que para Borges tenía un vestigio de eternidad.
Bueno, lo nombré: para Borges también el paseo era importante, al punto de darle a los animales del zoológico tanta consistencia real como a los de los libros: “no sé si mi primer tigre fue el tigre de un grabado o aquel, ya muerto, cuyo terco ir y venir por la jaula yo seguía como hechizado del otro lado de los barrotes de hierro”. Y estos mismos tigres y jaguares saltarían, ya inmortales, de las jaulas a los sonetos o a los cuentos.
Hijo del siglo XIX, el zoológico era una enciclopedia y un esparcimiento y un ritual. Cuando Holmberg fundó el porteño también pensaría en la divulgación de conocimientos, sobre todo entre las clases populares, que podían ver animales y microclimas que nunca contemplarían en su originalidad. Hoy mismo, muchos chicos pobres tienen en el zoológico la única oportunidad de ver y muchas veces tocar a estos animales in vivo. Cerrarlo implicaría condenarlos al  siempre mezquino contacto virtual.
Curioso humanismo el progresista. Ahora viene a condolerse de las “personas no humanas”. Las sensibles almas contemplan al orangután  viudo, al mono canoso y solitario, a la familia de chimpancés enjaulada y creen advertir el tedio, la depresión, el angst. Entonces, corren a presentar recursos de amparo por estos hermanos, en los cuales proyectan sus vidas enjauladas y rutinarias. Incapaces de imaginación, creen que un animal es una suerte de hombre disminuido y alienado.  Advierten que no es el mono para el hombre, ni el hombre para el mono: una especie de transhumanismo impera la liberación de estos buenos salvajes, provistos quizás de un curador.  Y finalmente lo lograrán: echarán primero a las especies no autóctonas en una suerte de nacionalismo animalista, luego a las indígenas y finalmente convertirán el predio en un parque poblado por aves, con suerte. 
De nada sirve advertir que la vida promedio de los animales en cautiverio llega a duplicar la de los que se encuentran en libertad, para peor plagados de enfermedades, stress y pánico, parásitos, etc.  Lo reconocerán – es indiscutible, quizás con la única excepción de los elefantes-, pero invocarán valores supremos al mero transcurrir de la vida: la belleza del riesgo, la incertidumbre de vivir peligrosamente, la gloria de morir en plena juventud. Incluso alguno, exaltado y luego de comer un sándwich que su filosofía exige estrictamente vegano, afirmará con énfasis que la gloria de la gacela es ser devorada por el león. La coherencia no ha sido nunca una virtud progre.
Aquí cesan los argumentos, porque estamos hablando de mística. Sólo una exhortación al Aquiles que prefiere para sus hermanos no humanos una vida breve y brillante a una larga y oscura. Viaje hasta los lindes de, digamos, la selva amazónica. Deje su tarjeta de la medicina prepaga sobre una piedra, despójese de sus ropas, e ingrese, desnudo y glorioso, en la foresta llena de símbolos.
Ludovicus

Interesante lectura la del artículo aparecido en la Jotaperra, que pueden leer en el blog de El Whiskerer.

Payada a Mons. Marcelo Sánchez Sorondo



Ay obispo el solideo
Ay obispo el solideo,
En tu sabiola de hongo
Es un panqueque mistongo
Que te quema el poco seso
Y andan mentando por eso
Que vos sos Sanchez Sorongo.

Chamuyando a la Piqué
Chamuyando a la Piqué
Andás diciendo huevadas,
Vergüenza no tenés nada
Pastor de la indignidad
Sabé que la autoridad
A la Verdá es sujetada.

Miserable

El diccionario de nuestra lengua define a una persona miserable como una persona ruin o canalla, es decir, despreciable. Es el mejor adjetivo que puede adjudicarse al arzobispo argentino Marcelo Sánchez Sorondo, canciller de la Pontificia Academia de Ciencias. La Nación de hoy publica un reportaje que le hizo otro despreciable personaje argentino, la periodista Elizabetta Piqué. Allí, el prelado afirma entre otras cosas que “…es muy curioso que todo lo que haga [el Papa Francisco] lo critiquen, porque no se debe criticar a Pedro. Y tanto menos los que se dicen católicos y de comunión diaria”.
Cualquier católico medianamente formado estará de acuerdo conmigo en que esta afirmación es propia de un canalla que se está aprovechando de su puesto e investidura, y de la oportunidad que le brinda su compinche Piqué a través de La Nación, para esparcir una mentira, confundir aún más los fieles y operar políticamente contra de Elisa Carrió y, en definitiva, contra el presidente Macri. Por supuesto, detrás de todo esto está la figura del peronista orillero que se sienta en la sede de Pedro. La conclusión que cualquier católico debería sacar fácilmente de la afirmación de Mons. Sánchez Sorondo es que criticar al Papa equivale a criticar a San Pedro y eso no puede ser admitido en un católico. Es decir, quienes critican al Papa están en contra de Pedro y, por tanto, en contra de la Iglesia. Algunos integrantes del gobierno macrista critican al Papa, ergo… Pero la jugada no les está saliendo como pretendían: basta mirar los cientos de comentarios que los lectores del diario han dejado a la nota en la que llenan de los epítetos más pintorescos tanto al prelado como al jefe de la pandilla.
Mons. Sánchez Sorondo proviene de una antigua y prestigiosa familia argentina a la que dio realce su padre, el Dr. Marcelo Sánchez Sorondo, líder del nacionalismo católico. Más allá de las diferencias que puedan separarme de él, fue un hombre honorable y meritorio, que defendió los ideales de la fe y de la hispanidad durante décadas. La formación de su hijo sacerdote y obispo no pudo ser mejor, como tampoco tiene tacha su cuna. Fue decano de la facultad de filosofía de la Pontificia Universidad Lateranense y siempre se distinguió por ser, si no tradicionalista, sí conservador y fiel exponente de las enseñanzas seculares de la Iglesia. Durante el pontificado del papa Benedicto se distinguió por la adhesión a su magisterio y a su figura y, también, como uno de los pilares más importantes, junto a cardenal Sandri, de la resistencia argentina en Roma a quien era entonces arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio.
Cuentan las malas lenguas que, apenas elegido Bergoglio como Sumo Pontífice, y a imitación de lo que había hecho raudamente un conocido arzobispo argentino, Mons. Sánchez Sorondo se postró (literaliter) delante del nuevo Papa Francisco implorando su perdón y poniéndose a su entera disposición puesto que, con razón, temía terminar misericardiado como secretario de nunciatura en Bagdad o en Antananarivo. Y claro, el Papa Francisco le otorgó un perdón similar al agradecimiento que le solicitó el elefante a la hormiguita; y lo peor de todo, es que Mons. Sánchez Sorondo aceptó ese perdón y, automáticamente se convirtió en un miserable y en un canalla.
Al contrario de lo que afirma el arzobispo en la nota, a Pedro se lo debe criticar cuando es necesario hacerlo. Y el primero que lo hizo, y en términos bastante duros, fue el apóstol Pablo y, detrás de él, lo hicieron cientos de santos, desde San Atanasio a Santa Catalina de Siena. No se puede criticar a Cristo ni a su Revelación y, en todo caso, no se podría criticar al Papa cuando se pronuncia excátedra, pero en el resto de lo que dice o hace, el Papa puede, y debe ser criticado cuando se equivoca. Si así no fuera, se estaría otorgando al Romano Pontífice un estatus comparable a una de las Personas Divinas, porque sería impecable e infalible, y sabemos que no lo es.
Más aún, los que deben criticar al Papa cuando se equivoca, son justamente los católicos de comunión diaria. Que lo critiquen los paganos, o los musulmanes, o los enemigos de la fe, sería para él, y para nosotros, una prenda de prestigio. Pero son justamente los católicos formados y que llevan una vida espiritual profunda, los que están más capacitados para percibir ese sensus fidelium, ese sentido de los fieles, que pueden percibir, -o casi olfatear-, cuando algo va en contra de la fe que Dios nos ha dado.

Por supuesto, no estoy defendiendo aquí a la Gorda Carrió, ni a Macri ni a su gobierno, todos los cuales me importan un bledo. Estoy señalando simplemente la mentira que profiere sin sonrojarse un alto prelado de la Iglesia y la consecuente confusión y daño que causa. 

Mudanza

Nuevamente me mudé de habitación. Durante la Cuaresma, estuve residiendo en medio de las ruinas de Whitby, entre los vientos y las lluvias del mar del Norte. Pero, como me decían los amigos, el lugar era demasiado inhóspito y, por eso, para Pascua me mudé a una habitación que resultó ser demasiado oscura, con un solo sillón y un solo vaso, lo cual daba la impresión de que al Lagavulin me lo tomaba yo solo. No era esa la idea, pero era lo que parecía ser. Por eso, y con la ayuda del generoso Alex, elegí una nueva habitación para las charlas que tenemos en este blog. Es más amplia y tiene con varios sillones a fin de que el grupo de amigos, que ¡velay! suelen ir a las reuniones con sus mujeres, pueda estar cómodo. Las lámparas ofrecen una luz cálida que invita a la conversación y y al afecto amical que, entre los cristianos, es condición necesaria para la santidad.
Y a tal punto esto es así, que los medievales tenían un particular cuidado en conservar y profundizar la amistad. Y quiero ponerles un ejemplo. El Misal de Leofric es un libro litúrgico  datado hacia fines del siglo IX o inicios del X. Fue compilado para Plegmund, arzobispo de Canterbury. El texto posee cuatro misas completas denominadas pro amico. De acuerdo a los usos litúrgicos de la época y del lugar, cada una de las misas comprende la oración colecta, la secreta, el prefacio, el hanc igitur o in fractione y la oración ad complendum o postcommunio, la que en algunos casos presenta dos opciones. Destaco aquí algunas de la cosas que los cristianos medievales pedían a Dios para sus amigos. 
En el Hanc igitur de la primera misa, se pide que el amigo pueda “vivir bien” (valeat bene vivere). El verbo utilizado, valeo, expresa tanto la posibilidad como el ser capaz de algo. Ambas acepciones pueden ser admitidas y son pertinentes en este caso. Se trata no sólo de vivir, sino de vivir bien y esta condición de vida es también don de Dios. Sólo Él puede otorgar al hombre la “capacidad” de vivir bien y, quien de ese modo viva, se hará acreedor de la felicidad eterna: “... et ad aeternam beatitudinem feliciter pervenire”, termina la oración. 
En otras de las misas aparece la mención a un nuevo don que se suplica para el amigo: el gozo de la redención. La primera de las oraciones de postcomunión suplica a Dios que el amigo, siempre gobernado por el don divino, merezca alcanzar los gozos de la eterna redención (“... et praesta ut tuo semper munere gubernetur, et ad gaudia aeterne redemptionis, te ducente peruenire mereatur”). La religión cristiana es una religión caracterizada por la esperanza y, en ese sentido, por la alegría. Ese gozo fluye de la redención obtenida de una vez y para siempre por Jesucristo, y hacia él deben dirigirse todos los esfuerzos del cristiano. El mayor deseo de un amigo hacia otro se encamina en ese sentido: alcanzar el gozo eterno. Es sugerente que se menciona en este caso el concepto de gaudium que en los casos  anteriores se habla de beatitudo. Si bien la diferencia es sólo de matices, éstos son relevantes ya que, mientras la beatitudo hace referencia a una felicidad plena y abarcadora de todo el ser humano, el gaudium acentúa también el aspecto sensible de tal estado. 
Todos los amigos laicos que participamos de este blog agradeceríamos a los sacerdotes que lo leen que, de vez en cuando, rezaran algunas de estas misas por todos nosotros. Pueden bajar el Misal de Leofric desde aquí. Y no se les ocurra poner la excusa de que ese Misal está abrogado, porque en ese caso, el año próximo se les van a ordenar diaconisas cinco viejas de la parroquia, y ahí va a ver lo que es bueno. 

Don Gabino y la hoja de Niggle

Don Gabino salía todos los días a dar un paseo. A veces, caminaba durante horas, hasta perderse en el bosque que se extendía el oeste, y regresaba a su casa al atardecer. Otras, el paseo era más breve y se reducía a recorrer las calles del pueblo y allegarse, a lo sumo, hasta la vieja iglesia que se levantaba al final de una de las callejuelas. Había sido el templo de un pequeño monasterio, del que ahora solo quedaban algunas paredes y las lápidas del cementerio que lo rodeaba. Y allí, un banco de madera bajo un frondoso cedro, ofrecía una vista apacible a los ojos y al alma.
En esa dirección iba don Gabino esa tarde, cuando se encontró en su camino con el Dr. Silícides, que salía de la consulta y regresaba a su casa.
- ¿Lo acompaño don Gabino?- preguntó el joven médico.
- Claro, caminemos juntos- respondió el viejo, dándose cuenta que Silícides, más que hablar, esa tarde necesitaba compañía. Era un hombre de corazón grande, a quien un ángel había hecho caer del caballo a la edad en que otros ni siquiera sabían poner el pie en el estribo. Y él sabía que eso era una gracia muy grande.
No hablaron casi hasta llegar al banco, y allí se sentaron en silencio. 
- Glorias pasadas -dijo Silícides señalando hacia la la enorme portalada de piedra que se levantaba la derecha y daba entrada a lo que, en otros tiempos, había sido el latifundio del señor de la villa. 
- Pareciera que ya todas las glorias del mundo han pasado. Sólo quedan fruslerías; apenas algunas baratijas de las que los hombres de hoy se enamoran - respondió con poesía don Gabino.
- ¿Se enamoran? -preguntó con picardía el joven, sabiendo que no se trataba precisamente de amor.
- Tiene razón doctor. No se enamoran; apenas si se dejan seducir, porque así les conviene, de un camelo. Puro plástico y tecnología, que vacía el alma.
Y otra vez se quedaron callados mientras la brisa del atardecer apenas si movía las pesadas ramas del cedro.
- El sol se está poniendo -dijo el doctor luego de rato.
- Y las sombras ya comenzaron a aparecer en el fondo -respondió con Gabino. 
La portalada amarillenta bajo los rayos del sol, se veía ahora gris, y grisáseos eran también los prados que la rodeaban. Sin embargo, hacia el oeste, el sol todavía no había terminado de hundirse en el horizonte y las nubes que lo acompañaban estaban teñidas de azules, celestes, blancos y rosados.
- Ya no queda nada que hacer don Gabino. Está todo perdido ¿no? -dijo después de una pausa Silícides mirando como el sol se debatía inútilmente por seguir brillando.
- Casi todo está perdido. Pero siempre queda el pequeño rebaño.
- Cuesta un poco verlo, ¿no le parece?
- Ese suele ser nuestro problema -repuso el viejo-. Tendemos a estirar demasiado la vista. Mientras vemos cómo el sol se esconde en la lejanía, no vemos las flores azules que salpican los arbustos que tenemos aquí enfrente. Y fíjese usted doctor que lindas que son.
Y, en efecto, eran flores pequeñas; apenas cuatro o cinco pétalos de un azul brillante que ni siquiera la luz tenue del atardecer podía empalidecer. 
- Ya no es tiempo de las grandes guerras, don Silícides. A esas, las perdimos todas. Ahora es el  tiempo de las batallas más importantes.
- ¿Pero no dijo que las grandes guerras habían pasado? -preguntó extrañado el médico mientras seguía contemplando las flores.
- Y ese es el problema. Seguimos creyendo que las cosas importantes son las grandes empresas; seguimos soñando con una patria cristiana que jamás existió, ni existirá, y perdemos el tiempo soñando con pelear contra el temible león rampante para arrebatarle un pedazo de tierra y, mientras tanto, somos incapaces de caer en la cuenta de la belleza de las flores azules. Es allí donde están las batallas importantes.
- ¿En las flores?
- No. En las pequeñas cosas. Primero, usted mismo. Después, los que usted ama. Tercero, su misión con respecto a los que Dios les puso delante, como decía el cardenal Newman. Y me parece que con eso ya es demasiado.

- Tiene razón. ¿En qué guerra podemos meternos si ni siquiera hemos sido capaces de vencernos a nosotros mismos? -asintió pensativo el Dr. Silícides.
- Y a veces ni siquiera somos capaces de conocernos a nosotros mismos. Y ese es nuestro primer deber como humanos y como cristianos. 
- Gnóthi seautón - replicó, recordando aún su griego. 
- Usted mismo; su familia y sus amigos, y su misión, que ya verá usted de qué se trata, porque a cada uno Dios le asigna una distinta.
Y nuevamente quedaron en silencio contemplando los últimos rayos de sol que aún se erguían detrás del horizonte. Y en ese momento, la brisa comenzó a agitarse con más intensidad y llegó hasta ellos, volando y descendiendo lentamente, una hoja de roble. 
- La hoja de Niggle -dijo don Gabino.
- No. La hoja del roble -respondió casi sin ganas Silícides, señalando el árbol que se alzaba algunos  metros frente a ellos.
- Tiene que leer más a Tolkien, doctor. Me refería al cuento. “Había una vez un pobre hombre llamado Niggle, que tenía que hacer un largo viaje. Él no quería; en realidad, todo aquel asunto le resultaba enojoso, pero no estaba en su mano evitarlo”. -recitó de memoria el viejo. ¿Y sabe qué lo detenía? El cuadro que estaba pintado. ¿Y sabe qué cosa le llevaba más tiempo de pintar? Una hoja, una pequeña hoja, que era todas las hojas del árbol. Porque esa hoja, y todas las hojas, debían ser perfectas. Cada detalle debía ser cuidado. Niggle “era de esa clase de pintores que hacen mejor las hojas que los árboles. Solía pasarse infinidad de tiempo con una sola hoja, intentando captar su forma, su brillo y los reflejos del rocío en sus bordes”. Esas son las pequeñas batallas que debemos dar, Silícides, como la que daba Niggle todos los días con su hoja y con su árbol, a pesar de todo, y mientras esperaba emprender el viaje. 
- ¿Y qué pasó con el cuadro y la hoja de Niggle?
- No quiera saberlo -dijo don Gabino, conociendo que la respuesta no era la que el joven esperaba-. Cuando estaba por terminarlo, una tormenta voló parte del techo de la casa de un vecino anciano y bastante molesto que tenía, y el pobre Niggle se vio obligado a darle el lienzo de su cuadro para cubrir el agujero del techo. Con los años, sólo un retazo del lienzo sobrevivió. La mayor parte de él se echó a perder, aunque una preciosa hoja permaneció intacta. Un vecino que la encontró la hizo enmarcar, y mas tarde la donó al Museo Municipal. Durante algún tiempo el cuadro titulado “Hoja, de Niggle” estuvo colgado en un lugar apartado y solo unos pocos ojos lo contemplaron. Pero luego el Museo cerró, y el país se olvido por completo de la hoja y de Niggle.
- Pobre Niggle -dijo Silícides- Me recuerda a Ozymandias - Y comenzó a recitar pausadamente el poema de Shelley:
“I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert. Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,
And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them and the heart that fed.
And on the pedestal these words appear:
“My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!”
Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away”.
- Aunque si mejor se piensa - continuó el doctor - de Ozymandas quedó algún trozo de su rostro de piedra y una inscripción. Del pobre Niggle no quedó nada.
- Bendito Niggle, doctor, bendito Niggle -dijo alegre don Gabino- Él se encontró con su verdadero árbol y con sus verdaderas hojas cuando terminó el viaje. Y sí, en el mundo lo olvidaron, como nosotros olvidamos a todos estos que nos rodean.
Y el viejo señaló las lápidas de piedra llenas de musgo que los años habían pulido y ni siquiera podía leerse en ellas el nombre del difunto.
- Pero lo importante, doctor Silícides, es pintar la mejor hoja, porque en esa hoja están todas nuestras hojas y, en ellas, está el árbol.
Volvieron caminando lentamente, mientras la brisa seguía soplando y, detrás de las ventanas de las casas del pueblo, comenzaban a adivinarse las primeras luces. 

Traducción del poema de Shelley:
Conocí a un viajero de una tierra antigua
que dijo: «dos enormes piernas pétreas, sin su tronco
se yerguen en el desierto. A su lado, en la arena,
semihundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo ceño
y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones
las cuales aún sobreviven, grabadas en estos inertes objetos,
a las manos que las tallaron y al corazón que las alimentó.
Y en el pedestal se leen estas palabras:
"Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!"
Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia
de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas
se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas».