No somos como ellos

por Natalia Sanmartín Fenollera


En Yorkshire, en el norte de Inglaterra, el viento barre los páramos cubiertos de brezo. La brisa es helada. El azote del viento hace que caminar sea un esfuerzo; las ovejas bajan la cabeza.
Y sólo es octubre. Las gentes de otros tiempos cruzaban estos páramos diariamente caminando kilómetros bajo el viento helado y la nieve. Los cruzaban con lluvia y hielo; lo hacían en enero y en diciembre. Caminaban ante la mirada de sus ovejas, que pacen ahora como hace siglos, ajenas a la endiablada dureza de esta tierra.
No sólo es dura la tierra, también lo fueron los hombres que se asentaron en ella. Y entonces, ante el paisaje agreste, surge una reflexión casi inevitable: nosotros, los hombres modernos, no somos como ellos.
No somos ya como los hombres y las mujeres de antaño. No tenemos sus cuerpos, domados y endurecidos por la enfermedad, la vida austera, el dolor, y el trabajo físico; no tenemos su capacidad de resignación ante los reveses y las desgracias, tampoco tenemos su resistencia. No tenemos siquiera sus corazones, su disposición, hecha de perseverancia y esfuerzo, para sufrir, para padecer y compadecer, para amar, para doblegar los sentimientos, para curar las heridas propias y ajenas, para caer y levantarse. 
Todos los que queremos volver a una vida sencilla, evangélica, guiada por el ideal benedictino; todos los que soñamos con ese ideal, pese a no estar de ningún modo a su altura; tenemos que hacer un ejercicio de crudo realismo que comienza por reconocer que nosotros no somos ni podemos ser ya como ellos. El mundo nos ha contaminado y separado de la realidad lo suficiente como para asumir que nuestra primera tarea no es heroica, no es reconstruir nada, ni siquiera es recuperar nada. Nuestra primera tarea es renunciar, quitar, abandonar, cerrar. 
Las inteligencias modernas no se parecen tampoco a las de los antiguos. Aquellos hombres dedicaban años a estudiar en profundidad lo que tenían a su alcance y eso era su universo. Los hombres que amaban el estudio pasaban su vida leyendo y releyendo libros, libros heredados, libros polvorientos, libros llenos de sabiduría, libros también a veces con errores, libros perdidos, libros desactualizados, libros mal traducidos, libros deteriorados, libros escogidos. 
Nosotros llevamos un teléfono en la mano que contiene toda una Biblioteca de Alejandría. Un hallazgo por el que cualquier sabio antiguo habría dado la vida. Pero también un anillo brillante que ha destruido nuestra capacidad, tan hermosa y tan humana, de aguardar, de tener paciencia, de reposar, de concentrarnos, de callar, de amar el silencio. 
Muchos de nosotros ansiamos volver a vivir cerca de la tierra, hacemos planes para comprar una aldea abandonada al pie de un océano, peleamos para recuperar la liturgia, soñamos con escuelas en las que se estudie griego y latín. Cada familia, un huerto. Una taberna, oscura y silenciosa, excepto por las risas y las charlas; una taberna donde la amistad masculina florezca como antaño. Un capellán para una iglesia. Un jardín en torno a la Domus Aurea. Una pequeña librería; una editorial evangélica. Un mundo pequeño que estará lleno, como el grande, de pecado, pero en el que también sobreabundará la gracia. Una tierra que contendrá trigo y cizaña. Una pobre y buena tierra en este mundo en ruinas hasta el fin de los tiempos. 
Pero ese sueño será una imitación, será una impostura, una cáscara vacía si no logramos entornar al menos las puertas de esa hermosa biblioteca. Con sus volúmenes, su brillo, sus colores, sus debates y sonidos, sus mapas, videos, mensajes e imágenes. Si no logramos aprender a vivir, a esperar, a rezar, a discutir, a perdonar, a sonreír, a leer, a pensar, a hablar de nuevo como siempre hablaron los hombres: cara a cara y sin una pantalla ante los ojos.
En los años setenta, John Senior dijo a sus alumnos del Seminario Pearson que tirasen la televisión por la ventana si querían reconstruir la cultura cristiana. Casi cincuenta años después, la televisión no es la amenaza; no para muchos de nosotros. La amenaza es nuestra amada biblioteca; es ella la que nos cuesta tirar por la ventana. La misma que me permite escribir ahora estas líneas, la que está tan repleta de tesoros y de cosas buenas, y la que ha privado también a nuestras mentes del primer signo de civilización: las paredes y los muros. 
Senior solía recordar cómo Homero, al describir a los cíclopes y su salvajismo, nos dice: “Vivían sin murallas”. Para los griegos, las fronteras, las paredes, las murallas, eran signos de civilización. 
Parece una contradicción, un contrasentido en el que caemos todos, clamar por lo real, lo sencillo, lo pequeño, lo cercano, y al tiempo tener la mirada puesta en lo que ocurre en cada rincón del mundo a cada minuto. Hemos destruido las murallas en nuestras mentes. Hemos derribado las fronteras. Y al hacerlo, hemos dejado entrar el mundo a raudales en nuestra inteligencia, nuestro corazón y nuestras almas.
¿Es posible cerrar esa puerta? Es muy difícil. Quizá sea imposible. Tal vez pueda plantarse esa semilla en la próxima generación y nuestra labor sea protegerla para que crezca. Pero ser cristiano, incluso serlo en el nivel más bajo de la escala cristiana, ese en el que estamos tantos, es terriblemente difícil también. 
Lo difícil no ha sido jamás una razón para que un hombre abandone una tarea. Tampoco debería serlo hoy para nosotros. Aunque ya no seamos tan fuertes como ellos.

¿Adonde no tenés que llevar nunca a un perro?




 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 



Yobailopogo! 
-Al mercado de pulgas.-

El incendio de Roma

Participé la semana pasada de la peregrinación del Populus Summorum Pontificum, y también del terremoto de Nursia. Como cualquiera puede suponer, resultaron gratificantes y emotivas las celebraciones litúrgicas que se celebran, particularmente la larga procesión que, saliendo de San Lorenzo in Damaso, recorre las calles de Roma para cruzar el Tiber por el puente Sant’Angelo, que enfrenta el fomoso Castello, y se dirige finalmente, a través la via de la Conciliazione, a la basílica de San Pedro. En ese escenario impresionante y triunfal de nuestra Iglesia, se celebra un pontifical en el altar de la cátedra de Pedro, acompañado de un coro maravilloso. 
Y todos allí reunidos, gente de todas las razas y lenguas del mundo, participan piadosamente de la Misa que recibimos de la Tradición, cantando las melodías de siempre en la lengua que todos sabemos: el latín.
Algunos dirán razonablemente: “Pamplinas. Mientras ustedes recorrían  Roma con sus latines, Bergoglio arrasaba la Congregación para el Culto Divino, apartando a todos sus miembros, y nombrando a una manga de impresentables y progresistas”. Y es verdad. Pero hago la siguiente reflexión: Al papa Francisco le importa un bledo la liturgia, sea en latín, en chino o en guaraní; con musulmanas patasucias o con cardenales con cauda y capelo. Una prueba radical de ello es su voluntad expresa de crear una prelatura personal para la FSSPX, sin pedirles nada, e insisto, absolutamente nada, a cambio (La pelota está desde hace tiempo del lado de Mons. Fellay. Recemos para que se decida). Por eso mismo, al Papa le importa un comino quiénes estén en la Congregación del Culto, los que, en la práctica, muy poco podrán hacer, sea para un lado, sea para otro. Y esto por una razón muy sencilla. Todo el mal que se podía hacer, ya fue hecho con la reforma del Vaticano II, que destruyó el rito romano y fabricó uno nuevo (y esto lo dice Klaus Gamber, que alguna autoridad tenía en el tema). Ahora es sólo cuestión de matices. Los nuevos miembros podrán poner un poco más de guitarras, o de “ustedes”, o de monaguillas en minifalda. Poco importa. Al que está enfermo con un cáncer terminal, poco le hace un resfrío o una conjuntivitis. 
Por otra parte, la propuesta benedictina de la “reforma de la reforma”, murió el mismo día de la ominosa renuncia de Ratzinger a quien, ciertamente, debemos agradecer el Motu Proprio, al que Bergoglio no tocará, y que permite hacer, y seguir haciendo y creciendo, en lo que ya se hace desde hace nueve años. Y sobre ese tema -la aplicación del Motu Propio-, quien tiene competencia es la Comisión Ecclesia Dei, y no la  Congregación del Culto.
Lo más preocupante, sin embargo, viene por otro lado. Durante la peregrinación experimenté lo que en otras ocasiones ya había sentido, pero esta vez fue de un modo más crudo. Roma, como siempre, es una romería , inundada de turistas, de curas, de monjas y de romanos resignados a vivir en medio de un mundo de gente. Cuando la procesión integrada por un arzobispo con pluvial y mitra, monjes y frailes con sus hábitos corales, canónigos, curas y seminaristas con los suyos, y caballeros de la Orden de Malta con sus cogullas, seguidos de miles de fieles: mujeres con mantilla, varones con corbata y muchos niños, atravesaba las calles, las reacciones eran diversas: los locales, con indiferencia; los turistas, con curiosidad; los curas de clergyman, con fastidio, y las monjas posconciliares -plaga que debería ser exterminada- con desprecio y hasta odio. Creo que es allí, justamente, donde está el problema: los nuestros nos odian. Somos los perros de la Iglesia conciliar; somos para ellos detestables y pulgosos perros que se no dieron cuenta que hubo un Concilio que cambió la Iglesia para siempre y que ya no tienen ningún sentido esas rememoraciones textiles del pasado. 
El problema es que esto no queda en un mero sentimiento de la clerecía y la monjería contemporáneas. Hay algo más detrás. Hace pocas semanas, el diario italiano La Stampa sacó un largo artículo dedicado a la “galaxia anti-Francisco”, en el que identificaba y, al hacerlo, daba entidad a lo que ellos denominan los “enemigos del Papa Francisco” y que son, por supuesto, los “ultraconservadores” y los “reaccionarios” de siempre, que se oponen a que la Iglesia se actualice y responda a los desafíos del mundo contemporáneo. Estos personajes, perros malditos, utilizan internet y los blogs para propagar sus peligrosas ideas. En un sentido similar se expresaba en el mismo diario algunos días más tarde Mons. Bruno Forte -el mismo que en el sínodo habló de las riquezas que aportan a la Iglesia los homosexuales-, y que suena como próximo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe o como Vicario para Roma-. 
¿Cuál es la realidad? Que somos cuatro gatos locos, algunos de los cuales tenemos cierta habilidad para hacer ruido en el mundo blogger, organizar alguna misa o peregrinación de vez en cuando, y no mucho más que eso. Pero al nombrarnos y definirnos con los peores epítetos del vocabulario progre, nos dan un cuerpo o una masa sobre a la cual golpear. En pocas palabras, crean al enemigo que necesitan.
Esto me recuerda el caso de Nerón. Cuando, según se dice, culpó a los cristianos del incendio de Roma, acusándolos de los peores crímenes y perversiones, lo que hizo simplemente fue crear un enemigo sobre el cual pudieran desgañitarse los romanos y saciar sus iras por la catástrofe sufrida. ¿Pero cuántos y cuán peligrosos eran los cristianos en la época de Nerón? Algunos pocos miles, que no hacían mucho ruido, pero que se negaban sistemáticamente a aceptar el canon religioso y políticamente correcto establecido de quemar algunos granitos de incienso en los turíbulos paganos. 
Lo que temo, y que en realidad debiera ilusionarnos, es que el enemigo esté usando la misma táctica: delineando el enemigo para tenerlo a tiro, tanto ellos como sus cómplices conscientes o inconscientes, para cuando llegue el momento, que quizás no esté tan lejos. 

La formación del clero

"Pero interesa en primer lugar a los eclesiásticos, que tienen la misión de formar y cultivar la vida de sus hermanos. San Francisco de Sales decía sin rodeos que en su juventud “sacerdote” había venido a ser sinónimo de ignorante y de libertino. Nosotros no hemos llegado todavía a ese extremo, pero corremos en esa dirección. El clero está en vías de perder el sentido de las exigencias ascéticas, y sencillamente morales de su vocación. Hace ya bastante tiempo, por lo menos medio siglo, que comenzó a perder el sentido de sus exigencias intelectuales. La represión del modernismo dio como resultado convencer a los responsables de su formación, de que cuanto menos supieran, más segura sería su enseñanza. ¿No vimos, pocos años antes del Concilio, un documento episcopal que afirmaba que, siendo las herejías obra de los teólogos, había que atarlos lo más corto posible y limitarlos (under the lash, como decía Newman) a explicar a los otros, pura y simplemente, los enunciados que produjera la autoridad sin su concurso? Desde el Concilio, lejos de mejorar la situación, ha empeorado bruscamente. La mayoría de los seminarios no son ya más que escuelas de cotorreo, donde se discute sin fin, sin orden ni concierto, acerca de todo, sin estudiar nada en serio, y sobre todo sin aprender a estudiar.
La misión de las facultades teológicas no fue nunca la de formar únicamente a los profesores de seminarios, sino también la de mantener en el clero una selección intelectual, tan necesaria para la vida de las parroquias y de los diferentes movimientos de apostolado como para la formación de los sacerdotes en general. La preocupación actual del episcopado, por lo menos en Francia, parece ser la de reemplazarlas, en lo tocante a este último quehacer, por institutos prácticos-prácticos en los que los maestros de los futuros sacerdotes se forman únicamente en lo que hoy se llama la catequesis y la pastoral, cosa que hoy día significa, en concreto, en las tres cuartas partes de los casos, una pedagogía sin contenido doctrinal y la logomaquia esotérica en que se ha enfrascado gran parte de la Acción Católica. Por lo que se refiere al otro quehacer, hace mucho tiempo que las facultades no pueden ya desempeñarlo, porque los obispos parecen haber olvidado hace años que una buena formación teológica no es deseable sólo para los futuros profesores, sino para todos los sacerdotes llamados a puestos de importante responsabilidad pastoral. Si hay un punto en el que la Iglesia, en Francia, parece estar espontáneamente de acuerdo con la república, es en el hecho de estar persuadida de que no hay necesidad de sabios. No habríamos llegado al embrollo en que nos hallamos si no estuviéramos en tal situación en este mismo punto. Pero lejos de que esto cambie, todo lo que se hace o se proyecta actualmente no hace sino agravar la situación.
[...]
Ordenar hoy a mozuelos de veinticinco años, que se apresuran a hacerse llamar "padre" por hombres que habrían podido traerlos al mundo, es una absurdidad que no tiene nombre. No debería permitirse que se confieran órdenes mayores a hombres de menos de treinta años, y nadie debería ser admitido en el seminario sin haber hecho estudios superiores completos y ejercido la respectiva profesión por lo menos un año, o haber recibido una formación laboral igualmente completa, en la industria o en el campo, y haberse ganado el pan algún tiempo en esos menesteres. Mientras no se llegue a eso, mucho me temo que no haya en el sacerdocio más que eunucos o, lo que es casi lo mismo, adolescentes perpetuos, incapaces de salir nunca de un estado esquizofrénico".


Louis Bouyer, La descomposición del catolicismo, Iota, Buenos Aires, 2016, p. 122-23; 126.

"Amar la música es conocer el secreto del consuelo"

















Yobailopogo!
 -tenia rato que no ponia ese disco-

Famosos hablando en español
















Yobailopogo!
-tu hablando en ingles-

Integrismo

"El ideal eclesiástico agustiniano y gregoriano –In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas– sólo le inspira un horror invencible. Sabe demasiado bien que así se volatilizaría. Lo que necesita es la uniformidad, impuesta desde fuera y desde arriba. Y esta uniformidad será siempre sólo la de un grupo particular, de una secuela particular, de una estrecha comunidad cerrada sobre sí misma y que sólo aspire a ser católica, es decir, universal, suprimiendo de hecho o por lo menos ignorando, todo lo que no es ella. A este catolicismo de nombre, la única catolicidad verdadera, que es la unidad viva de la comunión en el amor sobrenatural, le hará siempre el efecto de ser un ideal protestante. No queriendo ser más que antiprotestantismo, o antimodernismo, o antiprogresismo, no será nunca en realidad, como Möhler lo había visto muy bien antes de Khomiakov, sino el individualismo de un clan o, en el límite, de un solo hombre (totemizado todavía más que divinizado) opuesto al individualismo de todos. Sólo podrá admitir una lengua sagrada, una tradición litúrgica (fijada para siempre con la autoridad), una teología (no tomista, pese a sus pretensiones, sino, a lo sumo de un epígono como p. ej. Juan de Santo Tomás), un derecho canónico (íntegramente codificado), etcétera. Las riquezas, tan concordantes, pero tan múltiples, tan abiertas, del pensamiento de los Padres, le serán siempre sospechosas. La plenitud de las Sagradas Escrituras, tan esencialmente una, pero amplia y profunda, precisamente como el universo, lo sofocaría; prohibirá a todos su acceso a ella y se abstendrá cuidadosamente de pescar en ella otra cosa que algunos probatur ex Scriptura aislados de su contexto, o algunas guirnaldas retóricas, como las que los últimos paganos seguían tomando de una mitología, en la que ya habían dejado de creer".


Louis Bouyer, La descomposición del catolicismo, Iota, Buenos Aires, 2016, p. 107-8.