Del cosmos como obra de arte (y cinocéfalos)

Publicaba hace unos días Wanderer una bella defensa de la poesía como auxiliar de la religión, bajo el título «De cinocéfalos y ángeles».
Si este blog, en lugar de ser un espacio virtual, fuera tan físico como la taberna «Del Águila y el Niño», creo que dicho texto hubiera dado pie a una intensa y agradable tertulia, en el rincón junto a la chimenea. Y creo además que alguna protesta por mi parte se hubiera escuchado ahí.
Desde luego, no le reprocharía la defensa de los cinocéfalos, por muchas razones. Entre otras por respeto a San Cristóbal; pero también por su parentesco con Anubis, que vigila una balanza en la que no puede pensarse sin temor ni temblor. Ahora bien, ejerciendo la cerveza de mediadora, y cuando la niebla de las pipas se fuera ya espesando, sí que le afearía la contraposición entre ciencia y poesía que se desprende de las reflexiones culminantes del artículo:
«Por eso, la poesía termina siendo la mejor auxiliar de la religión, y un medio privilegiado para atravesar este valle de lágrimas, poblado de los fríos cálculos de los hombres de ciencia, etc.».
Y es que Dios es el más verdadero Poeta, y su poema, su obra de arte, es la creación. Por eso, la actividad de la primera y memorable centuria de científicos modernos (los Copérnico, Galileo, Kepler, Newton...) no era fría, aunque sí calculadora. ¡Y qué pasión la de aquellos cálculos! Pues de lo que se trataba, ni más ni menos, era de poner al descubierto párrafos enteros, y estrofas, y cantos, de ese gran poema que estaba aguardando ser leído desde el primer día del mundo.
Querido Wanderer, queridos amigos de esta virtual taberna errante, ¿pueden imaginarse la emoción que tuvo que sentir por ejemplo Kepler, cuando después de casi una década de intensísimos desvelos, pudo por fin comprender el simple y elegante ritmo de los versos divinos que cantan el camino de Marte por el firmamento?
Diez años de intentos y fracasos, de noches de insomnio y de dudas. Pero alentado en todo momento por la seguridad de que estaba estudiando la obra del Poeta incomparable, y que era una obra compuesta de modo que nosotros, hechos a su imagen y semejanza, pudiéramos entenderla. Y al cabo... las leyes del movimiento planetario: hermosas, sencillas, dotadas de una gracia luminosa. ¡Divinas!
«Verachtet mir die Meister nicht, und ehrt mir ihre Kunst!», es decir, «¡No me despreciéis a los maestros, y honradme su arte!», es la enérgica amonestación de Hans Sachs en la escena final de «Los Maestros Cantores de Núremberg». Y la misma enérgica amonestación vale también en este caso: ¡No me despreciéis a los verdaderos científicos! Es decir, a aquellos que no han perdido el sentido religioso y poético de su obrar, y se acercan con amor, y pasión y reverencia a los versos de la naturaleza.
Dice el salmista: «Los cielos narran la gloria de Dios», y debemos por ello quedar agradecidos a los que dedican su vida a poner al descubierto más y más detalles de esa gloria. ¡Qué enorme, qué fecundo y qué lleno de maravillas es el universo creado por Dios! Ya nos había advertido el sabio cardenal Nicolás de Cusa que, siendo Dios infinitamente generoso, no cabía esperar de su «fiat» otra cosa que la creación de un cosmos tan similar a Él mismo como fuera posible. Y el trabajo de los grandes científicos ha consistido en mostrarnos, de generación en generación, nuevos aspectos de esa realidad exuberante que es el universo, como poema y canto del Creador.
Por tanto, «Verachtet mir die Meister nicht!», y no caigan en la trampa de dejar las reflexiones sobre la ciencia en manos de ese pueblo mezquino de los cientifistas de nuestro tiempo (o mejor dicho: «de los cientifistas decimonónicos», pues ese es su mundo mental, aún en nuestros días).
Todo ello, por supuesto, sin menosprecio alguno de los poetas, ni desdoro de los cinocéfalos.
Francisco José Soler Gil