No odiaré al Papa Francisco

por Francisco José Soler Gil

Desde hace algunos días estoy sufriendo unos accesos agudos de fiebre y dolor de cabeza. Nada serio. Una gripe veraniega, no más. Pero sobre todo las noches se hacen muy penosas: los pensamientos se enredan interminablemente, y uno suplica en vano por un poco de sueño.
Así, por ejemplo, hace dos noches no podía dejar de darle vueltas a la última ―entretanto supongo que ya penúltima o antepenúltima abyección― del Papa Francisco, perpetrada en su vuelo de vuelta de Polonia: Yo no lo escuché, ni tampoco había leído el comentario de Wanderer, por la gripe, pero un buen amigo me había comentado el episodio en los términos siguientes:
«¡Bestial!
En menos de dos minutos Francisco:
1) Niega la existencia del terrorismo islamista, la mayor preocupación actual de todos los países occidentales y de más de medio mundo.
2) Equipara un hipotético fundamentalismo cristiano con el terrorismo islamista, dando un arma de inmenso poder destructivo a los grupos de opinión que persiguen mostrar la igualdad maligna de todas las religiones sin distinción. Por supuesto, esos fundamentalistas cristianos que son iguales o peores que los violentos islamistas somos, a los ojos de todo el mundo, y también de Francisco, gente exactamente como nosotros.
3) Equipara la "violencia de género" con el terrorismo, en la línea de los feminismos más extremos. Justifica, pues, las medidas preventivas contra los hombres que se deben aplicar a toda patología terrorista.
4) Avala como Papa las prácticas sincretistas, no como un producto de la subcultura religiosa que se da en todas partes y reviste esos caracteres en zonas de contacto entre Islam y Cristianismo, sino como algo plausible y ejemplar».

En menos de dos minutos. Y es que la vileza de Bergoglio es olímpica: Cuando parece que ya no va a poder superar su marca, entonces simplemente va y la supera: citius, altius, fortius.
En menos de dos minutos, digo... pero yo pasaba horas y horas, que no querían pasar en realidad, y llegué a experimentar la sensación de que la cabeza me estallaría en cualquier momento. Hasta que, en medio de esa tortura, se abrió paso una idea que mentiría si dijera que hizo desaparecer los dolores o la fiebre, pero que al menos me consoló no poco: No odiaré al Papa Francisco.
Ojo, para el lector que ya en este punto quiera emprender su propia marcha, y acusarme, por ejemplo, de que «por fin amaba al Gran Hermano», ya le anticipo como despedida que se equivocó. Y por eso colaboro con Wanderer, y por eso he comenzado este artículo aludiendo a las seguramente ya no últimas declaraciones bochornosas de Bergoglio. No, bochornosas no: abyectas.
Pero la amargura que nadie nos va a ahorrar en todo este pontificado ―y que quede la cosa ahí― no debemos dejar en ningún caso que se convierta en odio. No debo odiar al Papa Francisco. Y que conste que estoy escribiendo estas líneas ante todo porque yo he andado por la raya misma entre la amargura y el odio en no pocas ocasiones, desde que se inició este nefasto pontificado. Y quizás a veces más de un lado que del otro.
Pero Cristo nos dejó un mandato con la autoridad que sólo Cristo tiene: Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen y os calumnian. En estos tiempos, cabe que no haya mayor enemigo y calumniador de la Iglesia que el Papa Francisco, que no pierde ocasión ninguna que se le presenta (y si no se le presenta, se la inventa él mismo) para proseguir su labor de zapa y demolición. Hay que denunciar la zapa, cuando la percibamos, y hay que denunciar sin cansarse los nuevos episodios de la demolición. Pero no odiaré al Papa Francisco. Y eso quiere decir, ante todo, muy concretamente, que no le desearé la condenación eterna en modo alguno, y por muchos puntos que parezca estar acumulando para el Día de la Ira. Le desearé una muerte santa, una conversión siquiera in extremis, incluso cuando todo parezca perdido.
El gran poeta Dante hizo mal, a mi modo de ver, cuando pobló su infierno de personas bien concretas, conocidas por sus contemporáneos, arrogándose un papel que le corresponde a Otro. En el Evangelio hay demasiados avisos acerca del infierno, y un cristiano no puede obviarlos. Es evidente. Pero escribir un lista, siquiera parcial, de los condenados, y no digamos ya desearle ese destino a alguien en concreto, eso ya es otro cantar. Y el odio ―y es muy posible que el mandato de Cristo, que de ninguna forma era un buenista, tenga que ver con esto― el odio, digo, al primero que consume es al odiador.
No odiar a nadie. Por supuesto, tomar las medidas oportunas para combatir los distintos peligros, en cada situación de la vida, y en cada situación de la historia, pero no odiar a nadie: ni siquiera a los enemigos, contra los que hay que combatir, sin duda; ni siquiera al terrible azote de la Iglesia de nuestros días, que es el Papa Francisco.
Lo digo con toda sinceridad: Yo me alegraré el día en que se anuncie la muerte de este Papa. Más que nada porque cabe la posibilidad ―quizás próxima, quizás remota, no sé― de que al Papa destructor suceda un Papa santo, un verdadero sucesor de San Francisco en el poner manos a la obra para reconstruir Su Iglesia, que se cae a pedazos. Pero ocurra lo que ocurra, desearé para Bergoglio de todo corazón el eterno descanso. Para Bergoglio, y para todo el mundo. Y ni que decir tiene que ni se me ocurre pedir entretanto porque llegue pronto ese día de esperanza. Porque decidir sobre la muerte, como sobre el Juicio, es algo que debe estar reservado al Altísimo, que sabe siempre lo mejor.
Ahora bien, mientras esperamos, sin gastar el menor pensamiento en ello, el momento en que el Altísimo decida llamar a su presencia al Papa, ¿qué podemos hacer? Bien, para empezar está claro que el magisterio romano de nuestros días, ni es magisterio, ni es nada. Es puro veneno para la fe. Por tanto, en la medida de lo posible, no escuchar al Papa Francisco ―y eso es algo que no resulta tan fácil―, ni leer nada suyo, ni de su corte de pelotilleros mitrados o por mitrar.
Y luego, recordar que la Iglesia no son sólo sus tristes y derrumbados muros presentes. Hay mucho magisterio por ahí para el que de verdad se plantee el ser cristiano. Puede leer a San Agustín, puede leer las actas del martirio de San Policarpo ―un mártir de tiempos en otro sentido también trágicos para la Iglesia, por el que confieso sentir especial devoción― puede leer a los grandes Padres Capadocios, o a San Benito, o a San Bernardo. Y al leerlos saber que esa Iglesia ya es invencible, y nos ayuda, y siempre podremos refugiarnos bajo sus bóvedas. Esa es la verdadera comunidad de la que formamos parte. Y no podrá sernos arrebatada.
Hay que leer a los santos, y hay que releer también, y en estos tiempos quizás con cierta frecuencia, a Gonzalo de Berceo. Sí, también. Hace aún muy pocos días, justo antes del acceso de fiebre, tuve la dicha de leer unos comentarios afortunadísimos sobre el carácter de Nuestra Señora, según lo intuye Gonzalo de Berceo, escritos por el poeta Miguel D’Ors, que me voy a permitir copiarles en parte. Narrando, por ejemplo, el episodio en el que Santa María salió en defensa, contra el demonio, de un monje que se había embriagado en la bodega de su convento, escribe D’Ors:

«Pasados ya los sustos, pero no los efectos de la trompa del infeliz monje, Santa María ―aquí quería yo llegar―, demuestra saber perfectamente como manejar a un borracho:
Prísolo por la mano, levolo poral lecho,
cubriólo con la manta e con el sobrelecho
púsol so la cabeza el cabezal derecho.
Demás quando lo ovo en su lecho echado
santiguol de su diestra e fo bien santiguado.
Y qué humana ―y hasta qué riojana― aparece Nuestra Señora en el milagro de “El clérigo ignorante: el infeliz que sólo se sabía la Misa de la Virgen. [...] Está claro que para el buen poeta riojano lo sobrenatural era lo más natural del mundo».

Bien: Pues esa es la Iglesia docente de nuestros días: los santos, los mártires, y monjes cargados de sentido común como Gonzalo de Berceo. Y esa es la asamblea a la que queremos pertenecer.
¿Y cómo podría ser vencida una Iglesia así? Acudamos a ellos, hablemos de ellos, hablemos con ellos, y esperemos un nuevo milagro «riojano» de Santa María en nuestro tiempo, salvando a los vacilantes, confortando a los amargados, y echándole una bronca descomunal a los clérigos y teólogos adulteradores, que bien la merecen. Apuesto que ellos ni se plantean esta posibilidad, y apuesto que bien podrían llevarse a la postre una sorpresa: Santa María, consoladora de los afligidos, auxilio de los cristianos, ruega por nosotros.

En modo avión

Tenía previsto escribir un reportaje del periodista Juan Berretta comentando sus desventuras en el vuelo pontificio de regreso de Cracovia. Sin, embargo, luego de leer las declaraciones de Francisco hechas “en modo avión”, me parecieron demasiado poco serias para escribir sobre ellas un texto en broma. La gravedad de las insensateces proferidas esta vez en el aire dejan atónito a cualquiera que aun conserve el sentido común. 
Hay que reconocer, sin embargo, que Bergoglio tiene una extraña capacidad: puede decir con rampante seriedad, como si fuesen profundos principios sólo por él escrutados, las evidencias y tautologías más crasas y, con la misma seriedad, negar otras evidencias que no le convienen. Y a tal punto llega el descaro pontificio que ayer, la misma Elizabetta Piqué dio cuenta de su asombro, medio a desgano, en su artículo de La Nación. Pongamos un ejemplo. En su viaje de ida, el Papa dio a conocer a los países de la tierra que “el mundo está en guerra porque no hay paz”. Me trajo recuerdos de infancia: Carlitos Bala nos preguntaba: “¿Qué gusto tiene la sal?”, y todos respondíamos: “¡Salada!” Y, a renglón seguido, sostuvo que la guerra desatada por el Estado Islámico no es una guerra de religión sino una guerra de intereses por el poder y la riqueza. Yo le pregunto, entonces, al Señor Papa, ¿por qué el Isis degolló a un anciano de ochenta y cinco años que vivía modestamente en un pueblito francés? ¿Qué factor de poder o de dinero manejaba este buen señor? Ninguno. Lo mataron simplemente por su condición de sacerdote católico, es decir, lo mataron por un motivo religioso. Ergo, se trata de una guerra de religión.
Pero las palabras pronunciadas durante el viaje de regreso son aún más asombrosas. Había dicho también en su viaje de ida que los atentados que estaban sucediéndose en Europa no eran casos de inseguridad sino una verdadera guerra. Pero ahora, a la vuelta, para explicar que el islam no tiene nada ver con los actos terroristas adujo que también los católicos son violentos porque él lee en los diarios que hay muchos crímenes en las ciudades (un novio que mata a su novia, o un yerno que mata a su suegra), es decir, casos de inseguridad. “Santo Padre, póngase de acuerdo. O son peras, o son mandarinas. Y si son peras, no las ponga en el mismo cajón de las mandarinas. Pero, y más grave aún, no pueden poner en el mismo plano, y sólo para denigrar a los católicos, casos de violencia doméstica que existen en todos los países y en todas las culturas, con los atentados terroristas. ¿No le resulta básica la distinción?”
En esa misma desopilante respuesta, explicó que en el islam hay un pequeño grupo de fundamentalistas, que es el Estado Islámico, como también lo hay dentro de los católicos, aunque en este caso se dedican a matar con la lengua. ¡Sinvergüenza! Que nos diga el Papa qué grupo armado católico, identificado como tal, entra en un local de rock o en un restaurante al grito de “¿Quién como Dios?”, disparando a mansalva. Según él, la diferencia es mínima: mientras que los musulmanes fundamentalistas matan con balas, los católicos fundamentalistas matan con la lengua, “lo dice el apóstol Santiago, no yo”, advierte. Con lo cual tenemos que los católicos fundamentalistas, que nadie sabe bien quiénes son, son tan malos como el Isis, lo cual está refrendado por las palabras de Santiago. 
-Santo Padre, efectivamente hay muchos que matan con la lengua. Piense usted en la cantidad de católicos con tendencia homosexual que vivían en castidad y que, cuando escucharon de su boca que nadie puede juzgar a los homosexuales, comenzaron a llevar libremente una vida de pecado. O piense en las personas que se habían separados de sus cónyuges por el motivo que fuera y evitaban entablar una nueva relación porque así lo mandaba la Iglesia y, luego de enterarse a través de su pluma de las correrías de Leticia, comenzaron a vivir en adulterio. Tiene usted razón. Hay palabras que matan, que matan la gracia de Dios en las almas.
Bergoglio terminó el capítulo del islam contándonos que él tiene un montón de amigos musulmanes que son más buenos que Caperucita Roja, y que en algún lugar de África son tan pero tan buenos, que viven como hermanos con los católicos. Enternecedor, convincente y conclusivo: el islam es tan bueno como el catolicismo. Tiene algunos bellacos, llamados fundamentalistas, como también los tiene la Iglesia católica. Por lo tanto, no podemos decir nada. En todo caso, son tan culpables como nosotros.
Es que, efectivamente, cuando se leen las palabras pontificias, la impresión que queda es que da absolutamente lo mismo ser católico que ser musulmán. Lo importante es no ser fundamentalista porque estos monstruos no quieren vivir como hermanos lo que, aparentemente, sería el objetivo principal de cualquier cristiano. Y no estoy suponiendo. En la misa de clausura de las JMJ llamó en dos ocasiones a los jóvenes a construir una “nueva humanidad”. No se trata ya de construir, en todo caso, una nueva cristiandad, sino nueva humanidad. Ni Benson hubiese imaginado algo así: el pontífice romano, dirigiéndose a millones de jóvenes, para invitarlos a crear el reino del hombre. 
Y como la burra de Balaam, quizás también haya profetizado: dijo que no sabe si irá a las próximas JMJ que se realizarán en Panamá pero que, si no va él, irá Pedro. ¿Petrus Romanus?

De bono mortis


Hoy se celebra el día de los Siete Hermanos Macabeos, martirizados por defender el verdadero culto a Dios. También, es en este episodio en el que aparece con mayor claridad en la Revelación veterotestamentaria la vida más allá de la vida terrena y la esperanza en la resurrección. “¡Príncipe malvado!, tú nos quitas la vida presente, pero el Señor de los cielos y la tierra nos resucitará y nos dará la vida eterna, porque morimos en defensa de su ley”, grita el segundo de los hermanos al rey Antíoco Epifanes.
Es oportuno el día, entonces, para volver a la reflexión sobre la muerte cristiana. Les dejo el texto breve pero imperdible sobre el concepto de la muerte en los Santos Padres según el P. Danielou. Pueden bajarlo desde aquí.

Errare humanum est


por Jack Tollers

San Agustín decía que el peor mal del hombre es el error. 
¿No es el pecado el peor mal de la tierra para el cristiano? 
San Agustín decía esta cosa enorme: que no, que es el error. 
Pero Cristo también lo dijo, en cierto modo: porque Él no dijo: "Yo soy la moral"
No. Él dijo: "Yo soy la Verdad. La Verdad os hará libres."

L. Castellani


Wanderer, estoy preparando mi tercera charla sobre los “Novísimos” y por lo tanto hace bastante tiempo que vengo leyendo y reflexionando sobre el purgatorio (se sorprendería Ud. si viera la vastísima literatura contemporánea—aparte de la Patrística y Medieval—sobre el particular: no puedo parar de leer).
No viene a cuento aquí describirle cómo ni por qué ha ido desapareciendo la noción misma de purgatorio entre los cristianos (especialmente a partir de Vaticano II, aunque el fenómeno es más viejo que eso): me reservo eso para la charla. 
Ahora bien, más allá de las representaciones más conocidas sobre el purgatorio, con demonios y llamas que atormentan a las almas (no enteramente malas, no enteramente buenas—San Agustín dixit); estas almas que pasan por este “estado intermedio” (Newman dixit), representadas a veces como almas en pena que vagan por el mundo (y que a veces obtienen permiso divino para aparecerse a este o a aquel), más allá de la larga lista de metáforas de las que se ha valido la apologética cristiana para hacer entender al pueblo fiel qué cosa es esto del purgatorio y cómo se “purifican” las almas en ese estado—más allá de todo eso, hay cosas más profundas, conceptos quizás más difíciles de aprehender, pero que explican mucho más precisamente esto de que estamos hablando. 
Pongo ejemplo (y aquí también hace falta un mínimo de imaginación): represéntense Ud. y sus lectores como viendo la película de vuestras vidas —eso que Royo Marín llamaba, no tan desacertadamente, “el cine de Dios”. ¿Y bien? En esta película que uno contemplaría desde el purgatorio, uno no sólo vería la propia vida—exterior e interior—con gran detalle e increíble prolijidad: también vería las consecuencias de cada uno de los actos, de cada uno de nuestros pecados. Y comprobaría que las consecuencias de nuestras faltas son, en cierto modo, in-ter-mi-na-bles (para esto véase el capítulo sobre “La Injusticia” allí sobre el final del “Benjamín Benavídes” de Castellani). Como si dijésemos que, instalados en el “cine de Dios”, veríamos cosas terribles en nuestros nietos, y todavía en los bisnietos, cosas que partieron, que se originaron en pecados nuestros, que todo eso sucede, más que nada, por culpa nuestra…
Y no voy a hablar de las consecuencias de nuestros pecados de omisión, porque, Dios mío, eso me excede (porque no me animé a corregir a fulano de tal, mirá lo que pasa ahora), que yo también soy el peor de los pecadores, y que Dios se apiade de mi alma, ay, ay, ay.
Pero en fin, con eso ya tenemos bastante para darnos una idea de qué cosa es el purgatorio. 
Pero yo quería hablar de otra cosa, que es de lo que habla Castellani en el epígrafe que hemos puesto encabezando esta nota: y es esto de que hay algo peor que el pecado y ese algo es el error. Y a poco que uno se ponga a pensar, no es tan difícil de entender, puesto que de un pecado uno se puede arrepentir, de un pecado uno se puede confesar, un pecado se puede expiar, casi siempre se puede reparar (y lo que falta en esa materia, ya lo hizo Jesucristo en la cruz); ahora, un error… resulta considerablemente más difícil de remediar (piensen ustedes en las herejías y los intensísimos esfuerzos intelectuales de los doctores, la cantidad de concilios, documentos magisteriales y no sé yo cuántas cosas más, durante no sé yo cuántos siglos, que resultaron necesarios para corregir estos errores: las herejías, por poner un solo ejemplo, la herejía arriana o la luterana). Y hay algunas que nunca se terminaron de corregir del todo, pese a tanto empeño, durante tantos siglos: la maniquea por ejemplo (Belloc dixit, con gran acierto). 
Y bien mirada la cosa, uno advierte que la Historia de la Iglesia no es sino un enorme esfuerzo por cumplir lo más minuciosamente posible con el mandato de Cristo que constituye el remate del Evangelio San Mateo: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a conservar todo cuanto os he mandado” (Mt. 28:19-20).
Y es que Cristo conocía bien lo que hay en todo hombre y la inclinación que todos tenemos por distorsionar, por cambiarlo todo por “fábulas de viejas”, por “mejorar” el “depósito de la fe”, caray con el progresismo, que hay algunos cristianos que son más cristianos que Cristo. Y después de todo, los paganos también sabían de esta nuestra debilidad y Virgilio lo dijo mejor que nadie: errare humanum est.
¿Por qué tanta insistencia en todo esto si no? ¿Por qué tantas controversias teológicas, disputas, guerras de religión incluso, si no? Piensen en toda la Patrística, contemplen por junto todos los volúmenes de la Migne, en latín, en griego, y piénsenlo de nuevo. Repasen el índice del Denzinger, lean la historia de los Papas de von Pastor, fíjense en cualquier historia de la Iglesia y no van a encontrar otra cosa que lo que digo: peleas, disputas, enormes controversias intelectuales y finalmente largos y concilios que penosamente llegaban finalmente a definir con toda precisión—en latín, una lengua muerta, cosa de asegurarnos el mínimo riesgo de malinterpretación, a diferencia del último concilio, redactado en un lenguaje “deliberadamente ambiguo” (Kasper dixit)—qué cosas Cristo nos mandó, qué quería decir exactamente, y de allí la multitud de definiciones y, en consecuencia, la multitud de anatemas. 
¿Por qué todo esto? Piénsenlo de nuevo, cristianos moralistas de nuestro tiempo: porque no hay nada importante, porque un error es infinitamente peor que un pecado, porque nuestra salvación está asociada a verdades divinamente reveladas y si ésas se tuercen, si ésas se niegan, si ésas se esconden… ¡Dios mío! No hay remedio posible (o, en todo caso, no será cosa de soplar y hacer botellas, y exigirá siglos). 
Y ya van viendo entonces por qué un error es peor que un pecado: entre otras cosas también por las consecuencias que tiene; y entre otras muchas, la de engendrar infinitos pecados. 
Esto es lo que no entienden los cristianos moralistas de nuestro tiempo: los kukús de toda laya, los sectarios de todos los colores y más que nada, los jesuitas de nuestro tiempo. 
Y de allí el despelote que se armó a partir de Vaticano II en el que no se quería “definir” nada, que no, hombre, que al mundo moderno no le gustan las definiciones, la precisión, que el mundo moderno prefiere la niebla, el masomenismo, el relativismo—vamos, que sólo se trataba de un concilio “pastoral”… y así los pastores se hicieron los perros, ya saben ustedes, y nos rodearon los lobos.
Ahora, hablando de los jesuitas, hablando de este arquetipo de jesuita moralista, de este que se precia de burlarse de los “católicos-denzingerianos”, de este ignorante—de este ejemplo supremo de “pastor pastoral” que se niega a juzgar (cuando esa es, precisamente, su principal incumbencia), de este tipo que no enseña la Religión de Cristo y que se inventó su propia moral ecológica, ecuménica, transexual, anti-capitalista, pro-inmigrante y anti-mafiosa, de este que se ríe de cualquier forma o manifestación de la ortodoxia (que lo del aborto es cosa de poca importancia, que no hay que discriminar a los pederastas, que no hay que reproducirse como conejos, e vía dicendo) de este que no quiso ponerse los zapatitos colorados de Ratzinger, prefiriendo en cambio los suyos, embarrados a fuerza de transitar los barrios periféricos,… ¿qué quieren que les diga?... en razón de las consecuencias que todo esto se trae, y por aquello que les decía al principio de esta nota sobre el purgatorio (y hay cosas peores)…
No querría yo estar en sus zapatos.      

Credo in unam et sanctam Ecclesiam

“¿Qué hacer?”, se preguntaba Lenin a comienzos del siglo XX y, para responder la pregunta , escribió un tratado de acción política con ese título. Y es una pregunta que se habrá hecho también muchas veces el general Franco en 1936 cuando veía que España se caía a pedazos. Y qué hacer nos preguntamos nosotros cuando asistimos con pavor al espectáculo que cada día se presenta a nuestros ojos. 
Nos encontramos en una Iglesia gobernada por un desequilibrado que la está conduciendo rápidamente a la ruina. Basta ver el video de hoy para entender que ese hombre vestido de blanco no está en sus cabales. Y, si escarbamos un poco más y leemos los últimos artículo de Sandro Magister, descubriremos el peligro que se ciñe para fines del mes de octubre y del pavor que asalta a varios cardenales porque no saben qué disparate podrá mandarse Bergoglio cuando “celebre” en Suecia los quinientos años de la Reforma protestante. Ya dio indicios hace algunas semanas cuando afirmó que Lutero “fue una medicina para la Iglesia”. 
Y, si miramos a la Iglesia argentina, nos enteramos que en los últimos meses fueron despedidos de sus puestos sendos rectores de dos seminarios, que cumplían sobradamente con los requisitos de ciencia, piedad y doctrina católica; que tenemos (¡uno más!) un obispo retozón que, con algunos sacerdotes de su diócesis, se permite conductas que, por mandato pontificio, nosotros no somos nadie para juzgarlas; que otro obispo pequeñín y trepador prepara sus valijas para hacerse de la sede archiepiscopal de San Juan; que el fallecido Mons. Di Monte abría la puerta del monasterio de monjitas por él fundado para que los peronistas escondieran parvas de dólares y que en Posadas acaba de ser elegido como vicario general un representante del lumpenaje autóctono.
Nunca más apropiadas las palabras de Chesterton: “Nadie sabe cuán próximos estemos de la muerte o del alba. No estoy seguro de si hago este discurso desde un andamio o un cadalso”. Lo escribía en el G.K.’s Weekly, muchos años antes de la Segunda Guerra Mundial que, tanto él como Belloc, presagiaban frente a las burlas de sus connacionales que creían que Lloyd George, un inútil de corto alcance como otro que ya conocemos, había resuelto para siempre la paz mundial. Frente a mi amigo con el que tomé un café en el bar de la esquina hace unos días, frente a los medios y frente a la gran mayoría del clero y de los fieles católicos, yo tampoco sé si lo que estamos viviendo no es más que una tormenta pasajera como tantas otras, si es pura ilusión de reaccionarios que descubren monstruos detrás de cada puerta o si solamente estamos atentos a los signos de la higuera.
“¿Qué hacer?”, se preguntaba Lenin, y también nos preguntamos nosotros. Ya varias veces hemos discutido el tema en este blog. Y la respuesta vuelve a ser siempre la misma: refugiarnos en pequeñas comunidades que, a su vez, se refugian en la Iglesia de siempre, porque todos creemos que la Iglesia no está sólo compuesta solamente por los miserables que hoy se han apoderado de las sedes episcopales y de la misma sede apostólica, sino que la Iglesia también son los santos y doctores que nos precedieron. Maurice Baring, converso en la primera mitad del siglo XX, escribía: “Cada día que pasa, la Iglesia me parece más y más maravillosa; los sacramentos más y más solemnes y sustentadores; la voz de la Iglesia, la liturgia, sus reglas, su disciplina, su rito, sus decisiones en cuestiones de fe y moral, más y más excelentes y profundamente sabias, verdaderas y acertadas, y sus hijos marcados con algo que no tienen los que están fuera de ella. Ahí encontré la Verdad y la realidad, y todo lo que está fuera de Ella es para mí, comparado con Ella, como polvo y sombras”. Ese Iglesia que recibió y en la que vivió Baring, sigue viva no sólo en nuestra memoria sino también en la realidad, porque la Iglesia es universal no sólo en el espacio sino también en el tiempo. 
Hoy más que nunca decimos: Credo in unam et sanctam Ecclesiam.