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Yo ya sé que estamos hartos de escuchar hablar de Francisco; que resulta imposible seguir el decurso de los disparates con las que nos desayuna diariamente, y que es mucho más importante dedicarnos a recordar y dialogar sobre las enseñanzas de siempre de la Iglesia. Sin embargo, es también un deber no descuidarnos y “estar vigilantes” como las vírgenes prudentes de las que nos habla el Señor. 
La semana pasada, la columna de Sandro Magister reprodujo la reflexión de Anna M. Silvas, gran conocedora de las patrística oriental, sobre la exhortación apostólica Los amores de Leticia. Recomiendo calurosamente la lectura de este texto en el que la autora incluye el siguiente párrafo dirigido a los obispos: “Obviamente, debe intentarse cualquier estrategia de presión para una clarificación oficial de la futura práctica [del documento]. Insto en particular a los obispos a hacer esto. Algunos de ustedes pueden encontrarse en situaciones muy difíciles respecto a sus iguales, casi exigiendo las virtudes de un confesor de la fe. ¿Están preparados para los latigazos, metafóricamente hablando, que pueden recibir?”. 
Yo creo que son muy pocos los que están preparados. Hasta ahora, todos se han quedado calladitos, temerosos de recibir una misericordiación. El único que ha hablado abiertamente es Mons. Atanasio Schneider, obispo auxiliar de Astaná (Kazajistán), que más misericordiado de lo que está ya no puede estar. Los obispos argentinos, en cambio, se preocupan por la cantidad de pobres que hay en el país (y un pequeñín de entre ellos se preocupa por las cartas documento que recibe), y allí se acabó su munus
Si bien no era de extrañar esta actitud por parte de los los obispos, a quiene lo que menos que les importa es conservar la fe católica, yo pensaba que se preocuparían cuando lo que estuviera bajo amenaza fuera su poder. Pero resulta que su cobardía es mayor de lo previsto: se dejan, incluso, manosear el poder, y esto ha ocurrido hace pocos días y ha pasado casi desapercibido. Christopher A. Ferrara escribió una columna alertando sobre la gravedad de la situación. Y yo me animo a agregar que se trata de una gravedad extrema. Veamos.
En una nueva “carta apostólica”, publicada en italiano y simplemente firmada por “Francesco”, Bergoglio establece motu proprio (por propia iniciativa), “nuevas normas” para una expedita destitución de obispos, mediante decreto del Vaticano. Presentado simultáneamente por el Vaticano y los medios de comunicación como una medida destinada a los obispos que escudan a los sacerdotes pedófilos o son incapaces de actuar con prontitud contra ellos, la carta es realmente de mayor amplitud, y allí radica su gravedad.
La advertencia viene en los dos primeros párrafos. El párrafo 1º dispone que un obispo en ejercicio, “incluso a título provisorio”, puede “ser legítimamente destituido de su cargo si, por negligencia, realiza u omite actos que han causado grave daño a otros, sea que se trate de personas físicas, una comunidad o ambas a la vez. El daño puede ser físico, moral, espiritual o patrimonial”.
El Párrafo 2º determina que un obispo puede ser destituido bajo la vaga fórmula contenida en el Párrafo 1: “si ha carecido objetivamente, de manera seria, de la diligencia requerida en su oficio pastoral, incluso sin seria falta moral de su parte”.
Quisiera yo ver qué habría dicho y hecho San Atanasio o San Juan Crisóstomo si a algún obispo de Roma se le ocurría arrogarse el poder de inmiscuirse de ese modo en sus diócesis. Pero aún en tiempos posteriores, ¿cómo habría saltado Hincmaro de Reims? Este obispo, como ya comentamos en este blog, defendió teológica y jurídicamente en el siglo XI la potestad que tenían los metropolitanos sobre sus obispos sufragáneos. Ni qué decir lo que haría algún obispo de la Iglesia ortodoxa si al patriarca ecuménico se le ocurre disponer unilateralmente su destitución.
Los obispos de antes tenían claro que eran sucesores de los apóstoles y, si bien el obispo de Roma tenían un primado sobre todos ellos, esto no significaba de ninguna manera el poder sobre ellos y sobre los fieles que estaban bajo su jurisdicción. Que los obispos actuales hayan aceptado mansamente esta intromisión del poder pontificio es otro acto de cobardía y una traición a lo que siempre la Tradición de la Iglesia practicó. 
Porque hay que ser bastante ingenuo para limitar las intenciones de Bergoglio al promulgar este documento solamente a los encubridores de pederastas. Es mentiroso y avieso, como todo jesuita, y siempre hay que buscar la intención oculta. En este caso, ¿quién determinará el “daño moral” infligido por un obispo a una comunidad? ¿Cómo se determinará ese daño? Por ejemplo, un obispo que es favorable a la celebración de la liturgia tradicional y eso causa malestar a un grupo de progresistas de sus diócesis, ¿es pasible de destituciónpor causar divisiones entre sus fieles? O un obispo que, siguiendo la doctrina tradicional de la Iglesia y haciendo caso omiso a las recomendaciones de Leticia, no permite que los recasados se acerquen a la comunión, ¿podrá ser considerado “dañino a la comunidad”, en tanto que “factor de división” y consecuentemente removido de su cargo por la misericordia pontificia? 
El papa Francisco, siempre preocupado por la misericordia, ha sido muy duro en misericordiar a obispos que, casualmente, tenían simpatías tradicionales y que no estaban relacionados con casos de encubrimiento de pederastas: Franz Peter Tebartz-van Elstm, Obispo de Limburgo, Alemania (Marzo del 2014); Rogelio Ricardo Livieres Plano, Obispo de Ciudad del Este, Paraguay (Septiembre del 2014); Mario Olivieri, de la diócesis de Albenga, Italia (Marzo del 2015); Robert Finn, de Kansas City-Saint Joseph, USA (Abril del 2015), John Nienstedt, de Minneapolis (Junio del 2015) y Oscar Sarlinga, de Zárate-Campana, Argentina (Noviembre de 2015).
Sin embargo, a la fecha, Francisco no ha ordenado la destitución de un solo obispo liberal en lo teológico o en lo litúrgico, en todo el episcopado mundial, a pesar de que muchos de ellos están mucho más gravemente comprometidos en escándalos que los seis cuyas cabezas han rodado. Peor aún, Francisco designó en el Sínodo de la Familia al Cardenal Godfried Danneels, a pesar de la abundante evidencia, incluyendo grabaciones en cinta, de los deliberados encubrimientos del purpurado de cientos de instancias de abuso homosexual a menores por parte de Mons. Roger Vanghluwe, cuando Danneels era arzobispo de Malinas - Bruselas y Primado de Bélgica, entre 1979 y 2010.
Como afirma Ferrara, este nuevo documento papal no es más que otro paso en la consolidación de una estrategia global que apunta a gobernar la Iglesia Católica como si fuese una república bananera (o kirchnerista): protección y hasta promoción para los amigos del Supremo, sin importar lo malo que sean, pero persecución para los que estén en la “lista negra”, sin importar lo buenos que sean.

Así las cosas, y visto el poder omnímodo que se ha atribuido el Papa sobre los obispos del mundo, me atrevo a dirigir a Su Santidad la siguiente sugerencia:
Beatisimo Padre, quiero felicitarlo y congratularme con usted por el gesto que tuvo este fin de semana de rechazar los dieciséis millones de pesos que había donado el gobierno argentino a sus Scholas. ¡Muy bien hecho! ¡Qué se cree este mocoso ricachón que ahora es presidente de Argentina! ¡Como si a usted lo pudieran comprar con esa bagatela! ¡Nada de recibir dinero de los sucios capitalistas! Como bien dijo Su Santidad al ínclito Gustavo Vera, las pobres carmelitas de Constitución no tienen dinero ni para comprar frutas y este mequetefre quiere derrochar esa millonada.
Por eso mismo Santo Padre, quiero acercarle una sugerencia. Ya que usted se resiste a recibir dádivas del capital internacional y nacional, dado que las pobres monjas están sometidas a una dieta penitencial sin poder comer mandarinas, y dado que usted tiene poder absoluto sobre los obispos, ¿por qué no renuncia también, en nombre de ellos, al sueldo de más de $100.000 mensuales que reciben del gobierno macrista? De esa manera, la Iglesia argentina se vería libre de compromisos con el poder temporal y nuestros obispos estarían felices de vivir en la pobreza en la que viven sus sacerdotes: de la generosidad de sus fieles. 

Off topic: Posiblemente a muchos lectores les interese leer este texto acerca del modo de comprender y enfrentar el gravísimo problema que enfrenta por enésima vez el Instituto del Verbo Encarnado debido a las fechorías de su fundador. 



Ajustes

Lo decía Platón y lo repetía Clemente de Alejandría: la palabra escrita se presta a la mala interpretación o a que sea leída por quienes no tienen la preparación o la voluntad de entenderla. Algo de eso pasa con los blogs, o al menos con este. Muchas veces los lectores interpretan lo que quieren o lo que pueden porque el texto no es claro en su redacción, o porque no tienen algún conocimiento previo necesario o porque no tienen ganas de entenderlo bien. Y algo de eso ha ocurrido con el último post; ya Walter Kurtz, Pensador y Martín Ellingham, en sus comentarios, se encargaron de aclarar varias cosas. Aquí intentaré ajustar algunas otras.
En el post original yo agregué algo que no aparece en la propuesta de Senior, y me parece apropiado que no aparezca (y por tanto, yo no debería haberlo agregado). El autor habla de retirarse a los suburbios de las ciudades. No hace referencia a pequeños pueblos abandonados. Esta última posibilidad, a la que sería bastante fácil de acceder en España por ejemplo, puede provocar que esa comunidad termine siendo un grupo de menonitas católicos. Los suburbios, en cambio, están relativamente integrados a las ciudades, y Chesterton decía de ellos: “Los suburbios son habitualmente conocidos por ser prosaicos. Es una cuestión de gustos. A mí particularmente me resultan excitantes” (“Introduction”, Literary London). 
Pero todo pasa, una vez más, por la prudencia, es de decir, por aplicar las virtudes a la decidicón sobre el caso concreto. En la actualidad, los suburbios de las ciudades se han extendido a más de cien kilómetros de su centro geográfico. En un país serio, donde los medios de transportes funcionan correctamente, -como sucedía en Argentina cuando los ferrocarriles estaban administrados por los británicos-, no sería problemático retirarse a un suburbio que, en alguna época fue una pequeña aldea y conserva varios de sus rasgos, y viajar cotidianamente a la ciudad para trabajar. Londres está habitado durante el día por decenas de miles de commuters, es decir, personas que viven en “suburbios” ubicados a 50 o a 150 km. del centro de la ciudad, pero al que llegan en una hora, a bordo de trenes puntuales, seguros, limpios y libres de chusma. No es el caso de Buenos Aires. Para tomar el ejemplo que se ha discutido en los últimos comentarios, tengo amigos que viven y vivían en La Reja, pero viajar diariamente a la capital era un suplicio que les consumía cuatro horas, mientras en su ausencia dejaban a la mujer y los hijos a merced de peligrosos delincuentes que cada dos por tres les daban un susto. En ese caso la prudencia de algunos indicó que no era la opción adecuada. 
Puede ser distinto en ciudades del interior del país. En Mendoza, por ejemplo, la montaña está a 20 minutos por autopista del centro de la ciudad, y allí es fácil conseguir terrenos amplios, con vistas atractivas y a precios razonables. Quizás esa opción sería prudente considerarla: familias jóvenes que comienzan la construcción de sus casas en la misma zona o barrio en el que se les garantice no solamente la amistad de sus vecinos (que podrán reunirse tomar un whisky cuando terminó la jornadas y las mujeres a tomar el té por las tardes), sino también el necesario contacto con la naturaleza (tierra, agua, árboles, animales domésticos y alimañas, viento y lluvia) para los hijos. 
Pero vayamos más al fondo y dejemos lo prudencial para cada uno. Es verdad lo que dice un comentarista: el cristianismo fue, en sus orígenes, un fenómenos urbano. Los cristianos vivían en ciudades, en medio de paganos y con un gobierno hostil. ¿Por qué vamos nosotros entonces a escaparnos? ¿No será que se nos llama vivir en las ciudades para convertir a los paganos como hicieron los primeros seguidores del Evangelio? 
Pero hay que hacer distinciones. En primer término, las ciudades de la antigüedad no eran ciudades modernas, comenzando por el número de habitantes. Las ciudades más grandes de los primeros siglos cristianos eran Roma, Alejandría y Antioquía. Llegaban apenas a los 400.000 habitantes. Las ciudades modernas tienen diez o veinte veces más. Es un dato que cuenta. 
Pero escarbemos todavía un poco más. Éstas, u otras más pequeñas, eran ciudades humanas, y no solamente por sus dimensiones. Uno de los problemas de nuestras ciudades contemporáneas es que dejaron de ser humanas porque se convirtieron es espacios privilegiados de alienación, es decir, de extrañación de la realidad. El hombre que vivía en Lutetia durante el Imperio Romano y en París durante la Edad Media y hasta principios del siglo XX, más allá de la cantidad de habitantes, escuchaba ruidos humanos (ladridos, cascos de caballos y ruedas de carros por la calle, voces y gritos de vecinos y transeúntes, ráfagas de viento, la música que salía de una flauta o de un organillo), olía olores humanos (algunos agradables, como el pan recién horneado y las flores en primavera, y otros no tanto, como el que despedían las alcantarillas a cielo abierto), tocaba objetos humanos (tejidos de algodón y no de poliester, madera de roble y no aglomerado o melamina, utensilios de peltre o latón y no de plástico); se iba a dormir poco después que caía el sol y se levantaba cuando clareaba porque vivían de acuerdo a los ciclos naturales y, para divertirse, iba a la taberna a tomar cerveza con sus amigos, nadaba en el Sena en el verano y, en el invierno, si daba la ocasión, arrojaba bolas de nieve. El hombre de hoy se reúne en restaurantes que preparan “cocina molecular” (espuma de remolacha con esterificaciones de papas, y de postre caviar de melón, por ejemplo) mientras beben aguas saborizadas, nadan en piscinas cubiertas en pleno invierno y, si no nieva, igualmente pueden esquiar en montañas cubiertas con nieve artificial. 
Esta es la maldad del mundo y de las ciudades contemporáneas contra las que los cristianos antiguos y medievales no tuvieron que lidiar. El contacto con la realidad, es decir, con la creación de Dios, sana. El contacto con la realidad ficticia que ha creado la tecnología contemporánea, enferma el cuerpo, la psique y el espíritu.
Por eso, la propuesta no es desertar de las ciudades como un cobarde que huye, sino evadirse de un medio enfermo y que enferma. Y así como aquel que lee una novela, que reza el oficio o que mira una película se evade temporalmente de lo inmediato para después regresar a él, así la propuesta de Senior es evadirse de lo patológico (y satánico), lo cual no significa desertar sino buscar lo que más le acomoda a cada uno para su salvación y la de los suyos. 
Finalmente, hay un punto que se repite cada vez que aparece esta discusión: la ciudades de los primeros cristianos eran paganas y las nuestras, en cambios, son pos-cristianas. Y más allá que sea un lugar común, es profundamente cierto. San Pablo, en su Carta a los Romanos (10, 20), trae a colación un texto del profeta Isaías al que refiere a los gentiles: “Fui hallado por quienes no me buscaban, me manifesté a quienes no preguntaban por mí”. Los paganos de los primeros siglos se toparon por el Verbo sin proponérselo y sin buscarlo, y lo aceptaron, y posibilitaron el surgimiento de la Cristiandad. Los paganos de hoy, que poseían la Verdad, la rechazaron. “El Logos vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron”. La maldad del mundo contemporáneo es sólo comparable a la maldad del pueblo judío que rechazó y crucificó a su Señor. Aquellos, los gentiles de la época paulina, habían nacido en un mundo dominado por los arcontes del Malo y esclavizados a sus fuerzas. Los nuevos gentiles, habiendo nacido libres, prefirieron volver a las cadenas de la esclavitud de la muerte. Casi como el imperdonable pecado contra el Espíritu Santo. Vieron la luz, y no solamente la rechazaron sino que se entregaron al Enemigo (un comentarista dejó el enlace a la ceremonia de inauguración del túnel de San Gotardo, en Suiza. Es realmente escalofriante: adoración liza y llana a Satanás).
Vuelvo a una imagen que he repetido más de una vez: estamos en medio de un naufragio, el buque escoró y en cualquier momento termina de hundirse. Cada uno, entonces, se salva como puede: en un bote salvavidas, en una cubierta de auto o agarrado a una tabla de flota. Lo importante es salvarse y no dejarse tragar por el piélago. 

El antiguo orden

Hace pocos días, dos comentaristas del blog disputaban acerca de que, si se pretendía una vida más al abrigo de las tentaciones del mundo moderno, era conveniente hacerse monje. Y quizás tenía razón... si viviéramos algunos siglos atrás. El problema que tenemos en la actualidad y del que quizás no somos del todo conscientes es que la subversión del orden cristiano de la sociedad y de la misma Iglesia ha provocado que no haya sitios seguros para huir del mundo porque los demonios del mundo están en el aire y nos persiguen donde vayamos. O, si lo vemos desde otro ángulo, nos hemos olvidado de lo que era el orden cristiano y de cómo se vivía en una sociedad y en una Iglesia ordenada según Cristo. Más aún, la inmensa mayoría de nosotros apenas si conoció uno que otro atisbo de ese orden porque, cuando vinimos al mundo, ya había desaparecido.
Por orden cristiano no hago referencia a un orden político determinado porque creo que nunca ese ámbito fue propiamente cristiano o, más aún, pasible de cristianización. La prueba está en que los Padres de la Iglesia y los autores medievales apenas si le dedicaron algún capítulo en sus obras. Solamente se convertirá en centro de atención y discusión a partir de los primeros albores de la modernidad con Guillermo de Occam y Marsilio de Padua. Yo me refiero al orden social cristiano, que estaba nucleado en la familia y en las pequeñas comunidades que constituían el mundo de cada persona: pueblos y aldeas donde los afectos se vivían naturalmente -y no por whassap- y la fe se vivía en la liturgia diaria o semanal que celebraba el cura del pueblo -y al obispo apenas se lo veía una o dos veces en la vida, y al papa no se lo escuchaba nunca porque vivía muy lejos-. 
Este es el orden que la modernidad destruyó: comenzó con la Revolución Francesa, tuvo su climax con la desaparición del imperio austro-húngaro y fue aniquilado en la Segunda Guerra Mundial. Nosotros apenas si podemos encontrar aquí y allá algún escombro de lo que fue ese orden. Vivimos en el desierto. 
En mi juventud, me ayudó a entender algunos aspectos de ese orden la trilogía del maestro Rubén Calderón Bouchet: Formación, Apogeo y Decadencia de la Ciudad Cristiana. La editó Dictio en tres volúmenes. Estimo que hoy será imposible de conseguir. Algunos aspectos más simples pueden entenderse viendo dos películas de Ermano Olmi: El árbol de los zuecos e I fidanzati. En la primera -de la que ya hemos hablado en este blog- se muestra la vida en un pequeño pueblo italiano a fines del siglo XIX; en la segunda, el último quiebre de este orden durante la posguerra italiana: la industrialización y el capitalismo quiebran los vínculos afectivos y arrasan con la vida de las pequeñas comunidades (ambas películas se consiguen en Internet).
¿Qué hacemos, entonces? ¿Es posible restaurar ese orden? Esa es la propuesta de John Senior en La restauración de la cultura cristiana. Él opina que sí es posible. Propone el rompimiento con el mundo en diversos planos. En primer lugar, el tecnológico, con algunos planteamientos que quizás puedan parecernos exagerados y que deben ser situados en el momento en el cual el autor escribía. Y, luego, con el retorno a la vida de familia y de pequeñas comunidades. Aconseja que las familias se retiren de las ciudades, que se unan entre ellas y se muden a los suburbios que quedan deshabitados, o a pequeños pueblos abandonados. 
¿Funcionaría? No lo sé. Como en todo lo humano, es una cuestión prudencial. Debo ser realista y admitir que los intentos que conozco no funcionaron: el que Fr. U. quiso hacer en USA o Kukusburgo, vinculado al Verbo Encarnado, y alguno que otro más más por el estilo. Recuerdo, por ejemplo, el caso de Ditchling, que fundó Eric Gill en el primer decenio del siglo XX en Sussex, como una comunidad católica de artistas y artesanos. Allí se quiso aplicar los principios del distributismo y estuvieron muy relacionados con ella Hillaire Belloc y el mismo Chesterton. Pero todo terminó en un desastre sobre el que es mejor ni enterarse. 
Sin embargo, no me animaría decir que es imposible, aunque habría que evitar el espíritu moderno desde sus mismos inicios, y me refiero concretamente al racionalismo. Los pequeños poblados surgieron naturalmente y, si ahora se los quiere recrear racionalmente, es probable que no funcionen. Y aquí doy mi opinión, que no es más que eso; ustedes dirán qué les parece: quizás sea conveniente que los matrimonios y familias jóvenes, de un modo natural y sin demasiada planificación, comiencen comprando terrenos colindantes en alguna zona tranquila. Es natural que los amigos -aquellos que comparten la misma fe y los mismos ideales-, quieran estar cerca. Por tanto, compran lotes y construyen sus casa en el mismo lugar. Después se verá, naturalmente, dónde se construye la escuela y quizás, con el tiempo, una pequeña capilla. Pero si comenzamos con el plano de la urbanización donde está proyectado hasta el teatro donde los jóvenes representarán obras de Shakespeare y los niños darán sus conciertos de violín y piano, me parece que todo se termina desinflando. 
Y, mientras llega esa posibilidad, y si es que llega, lo importante es seguir haciendo lo que se debe hacer. Nada más que eso, sin soñar con grandes empresas y grandes batallas porque a esas, las perdimos todas. Dicho de otro modo, tratando de alejarnos de aquello que nos aliena de la realidad y volviendo constantemente ésta. Volver una y otra vez durante el día al contacto con lo real. Y ese contacto no lo da la televisión ni el celular; lo dan los hijos, lo da la música, los animales, las estrellas y los árboles. Si perdemos esa dimensión, por más aldea que fundemos, seguiremos viviendo en la fantasía que crea el nuevo orden, fantasía que pretende imitar, como un mono, la maravillosa obra creadora de Dios.
Como dice una amiga, San Ireneo de Arnois no es un lugar físico, es un estado del alma. 

That's all folks


Fotografía tomada el sábado 28 de mayo de 2016. 

El Santo Padre esta semana dio una muestra acabada de que, efectivamente, fue elegido por el Espíritu Santo y la tercera de las Divinas Personas está constantemente asistiéndolo. Nos confirmó en la fe, tal como lo manda su munus, con estas palabras pronunciadas en la homilía de Santa Marta:
"Qué feo esos cristianos con la cara torcida, los cristianos tristes. Qué cosa fea, fea, fea. No son plenamente cristianos. Creen que lo son, pero no lo son plenamente. Este es el mensaje cristiano"
Definitivamente, los neocones tienen razón. Semejante enseñanza y discernimiento entre los cristianos verdaderos y los falsos cristianos no pueden ser realizada sin la asistencia particularísima del Espíritu Santo. ¡Qué lindo, lindo, lindo es tener un Papa elegido por el Espíritu Santo!

Señores, se acabó el Magisterio.


La restauración de la cultura cristiana



Finalmente, apareció la versión castellana de La restauración de la cultura cristiana, el libro de John Senior que hemos mencionado en muchas ocasiones en este blog. Se trata de un libro que debe ser leído: ilumina, acompaña y cura las heridas de todos los que caminamos en las sombras de este valle de lágrimas.
Fue editado por Vórtice y pueden visitar la página o blog de la librería para comprarlo. 
Aquí dejo algunos párrafos del prólogo e introducción para pregustarlo:

Andrew Senior (hijo del autor)
Este libro es como una fiesta asombrosa. Escrito cuando Occidente se adentraba en las profundidades de la malvada noche del mundo moderno, se transforma en una luz cálida y resplandeciente que esparce su fulgor en un mundo realmente malvado. En primer lugar, provoca que el lector tome conciencia que, como Dante en el comienzo de su viaje, estamos perdidos en una gran foresta. Y luego, suavemente, nos conduce hacia las viejos, probados, verdaderos, simples y familiares senderos de la tradición.

Philip Anderson (abad de Nuestra Señora de Clear Creek y discípulo converso del autor)
Una de las inspiraciones más grandes –y más sorprendentes– del Pearson Integrated Humanities Program, al cual John Senior dedicó su enseñanza en los ’70, fue el significado y la importancia que le otorgaba a Don Quijote de la Mancha. [...] En el contexto de los desafíos que enfrentaban los estudiantes universitarios de fines del siglo XX, el Caballero de la triste figura vino a simbolizar el combate desigual pero glorioso de cada ser humano contra lo que parecía ser la inevitable hegemonía de la tecnología y de la estandarización deshumanizada. Creo que, a pesar de las amarguras de esta lucha, John Senior nunca perdió esa actitud de “esperar contra toda esperanza”, ese valor quijotesco al que llamaría “asombro invencible”.

Rubén Peretó Rivas (traductor)

La lectura de La restauración de la cultura cristiana nos pone en contacto directo con esa maravillosa empresa que tuvo lugar hace pocas décadas, en un mundo y en un ámbito tan descristianizado como el nuestro. El modo en que se desarrolló este proceso no consistió en grandes encuentros masivos, ni ruidosas misiones populares, ni alborotados programas televisivos. Fue a través del silencio, la oración y la lectura de los clásicos, ofrecidos por tres profesores de provincia, que cientos de vidas se transformaron. Es ese el modo divino de actuar: Dios habla a través de la brisa y no del viento, y se manifiesta en el silencio y en la profundidad del corazón, como nos enseña Nuestra Señora.

Natalia Sanmartin Fenollera (autora de El despertar de la señorita Prim)

W. B. Yeats tiene un hermoso poema que expresa muy bien lo que quiero decir: “Una belleza terrible está naciendo”. Con la pequeña hoguera que se encendió en la Universidad de Kansas comenzó a nacer una belleza terrible. Una belleza que está presente en todo lo que Senior escribió, que está presente en las páginas de La restauración de la cultura cristiana, pero que sobre todo sigue viva en las múltiples vidas en las que él influyó. No hay una ruptura entre su vida y su obra, no hay una separación entre lo que hizo y lo que escribió, no existe una teoría separada de una práctica. Senior llevó a cabo en la vida la misión que plasmó en los libros. Por eso, cuando se conoce su historia y se leen sus palabras, se contempla un edificio levantado con cimientos firmes, construido sobre la verdad y alimentado por la fe y por la experiencia. No es un experimento pedagógico, no es una ideología de laboratorio; es la cosa misma.