El cansancio de Benny

Cuando el 11 de febrero de 2013 nos enteramos con estupor que Benedicto XVI renunciaba al papado, retirándose a una vida alejada del mundo y de las miradas extrañas, para dedicarse a la contemplación y a la oración por la Iglesia, todos sufrimos bastante: ya no veríamos más a ese ancianito que tanto nos había reconfortado con sus palabras y sus liturgias. ¡Qué pena! ¡Qué tristeza!
Sin embargo, poco a poco el espíritu nos volvió al cuerpo. Lo empezamos a ver con cierta frecuencia alimentando a los pececitos de colores en los estanques pontificios o entretenido en largos discurso con los gatos petrinos. Lo vimos, incluso, compartir un enorme chopp con un grupo de bávaros.
Y también comenzó a hablar. Una cartita aquí; una pequeña entrevista allá; un saludo acullá. Parecía un poco raro. Hasta decepcionante. Pensábamos que todas esas cosas podría haberlas dicho desde la sede de San Pedro y de ese modo nos habríamos librado de los disparates que escuchábamos desde la sede de Santa Marta. 
Casi pierdo la paciencia en febrero de 2014 cuando, en una carta a Andrea Tornielli, le explicó que seguía usando sotana blanca “porque en el momento de mi dimisión no había otra ropa”. Es decir, se trataba de un problema de sastrería.  “Este hombre piensa que somos ingenuos”, me dije. ¿Quién va a creer semejante bobada? Solamente los neocones, que no se caracterizan por su inteligencia y perspicacia.
Pero hace pocos días cayó la gota que rebalsó el vaso. En la próxima biografía del Papa Ratzinger que saldrá publicada en breve, el mismo pontífice explica las razones de su renuncia con estas palabras: “Después de la experiencia del viaje a México y a Cuba, ya no me sentía capaz de realizar un viaje tan comprometido [a las JMJ de Río de Janeiro]. Además, con la impronta marcada por Juan Pablo II en estas jornadas, la presencia física del Papa era indispensable. No se podía pensar en una participación televisiva o en otras formas facilitadas por la tecnología. Ésta asimismo era una circunstancia por la cual la renuncia era para mí un deber”. En pocas palabras, el papa Ratzinger renunció al papado porque no podía viajar a Brasil.  
Teológicamente hablando, según Benedicto XVI, el ejercicio del ministerio petrino tiene como finalidad, desde Juan Pablo II, confirmar en la fe de Jesucristo a los cristianos y asistir a las Jornadas Mundial de la Juventud. Quien no pueda ejercitar esas dos actividades, no puede ser papa. 
“Pedro, ¿me amas? Apacienta mis ovejas y asiste a las JMJ”, será la nueva versión benedictina del evangelio de San Juan. 
Nobleza obliga, hay que decir que este mayúsculo disparate es perfectamente comparable a los mayúsculos disparates con que nos desayuna diariamente Bergoglio. O peor, porque viene de la boca de un teólogo.

Conclusiones:
1. Benedicto chochea. Si así fuera, no entiendo por qué quienes lo rodean no lo cuidan e impiden que diga semejantes pavadas.
2. Las razones de su renuncia fueron más graves y oscuras de lo que prevemos y, por eso, está dando manotazos, o bien para señalar elípticamente esa gravedad, o bien para desviar la atención del caso.

En cualquier caso -y con perdón-, nos está tomando por estúpidos.

Las carmelitas de Nogoyá

Estuve dudando. No sabía si escribir un post sobre el caso de las carmelitas de Nogoyá. Preferí poner apenas unas líneas. No tengo mucho que decir más que lo cualquier lector del blog puede pensar.
El caso en sí es un grave disparate pero perfectamente previsible. Si el Secretario de Derechos Humanos de la nación quiere procesar a Mons. Aguer porque habló de "sociedad fornicaria" y criticó el "matrimonio igualitario" porque se trata de expresiones discriminatorias que se alejan del magisterio del Papa Francisco (sic), sólo era cuestión de tiempo para que acusen a las monjas de privación ilegítima de la libertad y torturas. Lo peor de todo ha sido la humillación a la que han sido sometidas las pobre monjas: fueron revisadas por los médicos forenses a fin de constatar las lesiones producidas por las torturadoras.
Con respecto a la reacción de la Iglesia, el portavoz del arzobispado dijo, en pocas palabras, que se trata de un monasterio de derecho pontificio, es decir, depende del Vaticano, es decir, ellos no tienen nada que ver. Demasiado tienen los pobres con el cura Illaraz y sus abusos de seminaristas menores como para meterse ahora en el berenjenal de las monjas.
El arzobispo Puiggari usó el sentido común: derriban la puerta de un monasterio por una simple denuncia, dijo. Es decir, sobreactuación de un fiscal berreta de pueblo que querrá alguna promoción. ¿Podría hacer más? Sí, claro, excomulgar al fiscal por violar la clausura, por ejemplo, pero si no tiene apoyo de arriba, no lo hará. No cabe duda que cualquier medida dura que tomara, sería respondida con una visita fraterna y, en pocos meses, Puiggari correría la suerte de Livieres y Sarlinga.
¿Salir a los medios de comunicación a explicar el sentido cristiano de la penitencia corporal? De ningún modo. No lo entenderían, o lo entenderían mal. Sería peor. La doctrina no hay que darla a quienes no están preparados para recibirla. Como dice el Señor, "no hay que arrojar perlas a los chanchos". 
¿Bergoglio hará algo? Lo dudo. Si los afectados hubiese sido una comunidad de judíos, un grupo de pobres y excluídas "trabajadoras del sexo" o las Madres de Plaza de Mayo, ya las hubiese llamado por teléfono, o habría mandado a su operador Vera a difundir una carta de apoyo. O, incluso, les habría mandado un rosario como le mandó a la impresentable ladrona Milagro Salas. Pero son monjas católicas. No vale la pena. Que se embromen. 
A lo sumo, moverá influencias para que el caso se silencie en los medios. 
Nada que no pudiéramos prever. 

Elogio de la corbata

por Ludovicus
La corbata amenaza con desaparecer, al abrigo de cierta demagogia prima de los sans culottes de la Revolución y de los descamisados de Perón. Cada vez menos situaciones la exigen: un casamiento muy formal, un Te Deum,  o una entrevista para un trabajo en el que no se usará corbata. Es una pena. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detestable del pasaje del tiempo, escribió el conservador Borges. Y ocurre que un cambio de hábito es un cambio de hábitos. Siempre me llamó la atención que Aristóteles colocara algo tan accesorio como la ropa en la categoría de accidente metafísico, nada menos que aquello que modifica a la sustancia, contrariando el trillado refrán de que el hábito no hace al monje. Decididamente, sólo entendemos a Aristóteles a la tarde. La lechuza de Minerva. 
No he sido siempre un apologista de la corbata. De chico, era sinónimo de colegio, de nudos complicados, de falta de libertad. De joven, disfrutaba con sacármela cuando llegaba del trabajo, y no comprendía a las generaciones anteriores, a veces con bata y corbata en su propia casa. En realidad, muchas veces la corbata marcaba los lindes de lo público, de la obligación, del actuar político (de la polis). Ya habían caído los sombreros como si fueran coronas, pero la corbata permanecía, como reliquia de la fusión entre la corte de Luis XIV y los feroces mercenarios croatas que la llevaron.
Ya no. 
El primer elogio que se me ocurre de la corbata es su inutilidad: es la única prenda gratuita del vestuario masculino (hasta los gemelos tienen su función, al reemplazar los botones). Es un lujo, como el amor, la filosofía o el vino, algo tan superfluo como los colores de la cola del pavo real macho. Podrá usarse a veces para reflejar el estado de ánimo, pero muchas veces se elige por azar y gustos, fabricada con géneros preciosos (alguien debería explicar por qué la seda sólo aparece también en los bolsillos y forros). Desde Brummel en adelante el vestuario masculino se ha funcionalizado y acromatizado: la corbata es una reliquia de antiguos esplendores, de una virilidad menos gris y más autoafirmativa (¿para cuándo el desfile del orgullo varonil?), como ocurre en la naturaleza. 
Algunos no obstante computan a favor de la corbata un beneficio colateral: no exige camisas impecablemente planchadas, en particular en el reborde donde se abotonan (uno de estos días le preguntaré a mi mujer como se llama). Muchos, en especial los actores y políticos –perdón por el pleonasmo- que no usan corbata “por simplicidad” cambian sus camisas durante el día, un lujo inasequible al vulgo. 
La frivolidad y la mala conciencia de los que no son progres o mejor dicho, lo son pero de tránsito lento, ha llevado a adoptar esta moda, negativa si las hay, porque produce la sensación de “informalidad”, “sencillez”, quizás juventud. La clase media urbana ha encontrado su descamisamiento, y nuestros políticos de centro ya logran parecerse a los funcionarios iraníes o chinos, verdaderos precursores de la descorbatez. Triste conquista que comparten con los anteriores bolcheviques de salón, cleptócratas de vocación. 
En cualquier caso, sentimos que algo muy hondo se pierde con la corbata. Quizás el cuello es una zona más noble de lo que pensamos para dejarlo desnudo, quizás los croatas tuvieran razón y la corbata es un amuleto que defiende al corazón de las agresiones y de la vulgaridad, del mal de ojo y de la ignorancia 
Pero quizás el argumento más dramático a favor de la corbata es que priva de lo que llamaremos el estado-de-estar-sin-corbata de nuestras épocas juveniles. Ese sentimiento de frescura y de libertad, de informalidad y franqueza que transmite el descorbatamiento desaparece si se elimina definitivamente la corbata. Es como si se hicieran todos los días feriado: desaparecerían los feriados. Las cosas se valoran, ay, cuando se van perdiendo, y al perder el sentido de las formalidades se destruye el de la informalidad. Las reacciones negativas son eso: acciones que valen contra algo.  Como el protestantismo sin Papa, como el libertinaje sin victorianismo, como el ateísmo sin Dios, una vez que aquello contra lo que se reacciona desaparece nos quedamos vacíos. Con la camisa abierta y el cuello, el pecho, desguarnecidos.

Su Eminencia


Publicaba ayer una fotografía enviada por mi agente Jaimito con los dos malandras pontificios.
La que me envía hoy fue tomada ayer martes 23 de agosto, a las 19:30 hs., en una librería de viejos de la Avenida de Mayo. A quien se ve allí revolviendo libros viejos es al cardenal Mario Aurelio Poli, arzobispo de Buenos Aires y Primado de Argentina.
Discretamente vestido de negro y dedicado a una actividad que se encuentra entre mis preferidas. Un aplauso para Su Eminencia.

¿Qué estarán tramando?



Anoche -22 de agosto de 2016- se vio en una discreta mesa de un bodegón de Recoleta a estos dos malandras. El que se tapa la cara es Mons. Marcelo Sánchez Sorondo, alcahuete pontificio y traidor mayor a los principios que aprendió de su padre y enseñó durante décadas en las universidades romanas.
El otro es Gustavo Vera, decano del lumpenaje del que gusta rodearse a Bergoglio, su enviado para acordar con Podemos, el partido español que perdió estrepitosamente las elecciones, y su operador en las cuestiones sucias e inconfesables.
¿Qué estarían tramando? Lamentablemente, mi agente no pudo activar los micrófonos ocultos pero creo que en todos podremos descubrirlo.
Yo creo que se trata de la próxima operación para ir desgastando el gobierno de Macri, desparramando datos falsos y soliviantando a las masas de orcos que manejan.

Black Mischief

Black Mischief es una hilarante novela de Evelyn Waugh, recomendable para quienes deseen reírse un rato. Acabo de comprar en Mercado Libre una edición española de los ’50, en la que traducen el título como Fechoría negra. Otra traducción prefiere Merienda de negros (pueden bajar desde aquí). De lo más oportuno para sintetizar, según mi opinión, los puntos que discutimos en el artículo anterior.
Y empiezo otra vez con una referencia a Castellani. El 25 de junio de 1970 le escribía a su gran amigo Alberto Grafiggna: 
“En cuanto a la patria me pasa algo raro: que ya no le tengo amor, no es eso; que no sienta sus contrastes, tampoco; que no me importe nada, menos; que sea una nación “anómala” como decía César Pico, “blandengue” como decía Scalabrini, o “cretina” como decía Améndola, no estoy seguro. Lo que me pasa es difícil de explicar: una especie de indiferencia resignada y triste junto con una viva atención del intelecto; en fin, esa “inútil sabiduría de la vejez”, que quien sabe si es útil”. 
Y yo, sin tener sabiduría y sin ser todavía viejo (o, al menos, no del todo) siento esa misma indiferencia resignada aunque no triste, por el momento. Y la expongo en la siguiente síntesis, propia de un aficionado a la historia y no más que eso.
Argentina nació de un parto prematuro, acunada por una Primera Junta -rejunte de contrabandistas y jacobinos (cf. Roberto Di  Stefano, Ovejas Negras. Historia de los anticlericales argentinos, Sudamericana, Buenos Aires, 2010)-, y bautizada por clérigos liberales y amancebados, triste antecedente de la tradición clerical y episcopal argentina (cf. N. Calvo, R. Di Stefano y K. Gallo, Los curas de la Revolución. Vida de eclesiásticos en los orígenes de la Nación, Emecé, Buenos Aires, 2002). Sus victorias militares contra el Reino de España fueron lideradas por un soldado que se había formado en España, que había jurado fidelidad al rey español y que había combatido bajo su pabellón durante veintidós años y que, de pronto se dio vuelta. Y que, además, llegó al Río de la Plata luego de pasar un año y medio entre Londres y Escocia, donde aprendió a compartir los ideales del imperialismo británico (cf. Rodolfo Terragno, Maitland & San Martín, Sudamericana, Buenos Aires, 2012). ¿Qué clase dirigente podía salir de semejante condumio?
Y sin embargo, salió. Porque, a mi entender, Argentina gozó de una clase dirigente hispánica y criolla, aristocracia en sus mejores términos, entre 1835 y 1852, mientras fue gobernada por Juan Manuel de Rosas y los caudillos federales. Habrán tenido muchas fallas pero todas ellas se podrían haber ido puliendo en el tiempo si no hubiese ocurrido Caseros. Como bien dijo un comentarista en el artículo anterior, después de esa batalla, a la verdadera y más noble clase dirigente del país no le quedó más remedio que exiliarse en Southampton. 
Avanzaba la segunda mitad del siglo XIX apareció otra clase dirigente, de otro signo, liberal, masónica y anticlerical, que no me gusta nada, pero que era clase dirigente, y su máximo exponente fue Julio Argentino Roca. Nos gustará poco o mucho, pero Roca fue un estadista como lo fue Rosas. Los dos únicos que ha tenido el país. 
Los hijos de esa generación se aburguesaron y se desentendieron por pereza de los destinos del país. No estaba en ellos darnos una patria católica e hispánica, pero al menos nos podrían haber dado orden, seriedad, previsibilidad, educación, cultura, trenes y todas las demás ventajas de las que gozó este país durante décadas. Prefirieron vivir en París, dejaron solo a Roque Sáenz Peña que promulgó su famosa ley y entonces los negros, con Irigoyen a la cabeza, hicieron sus primeras fechorías, y ya no dejarían de hacerlas hasta la actualidad. Genta los llamó calamidad; podríamos llamarlos también orcos; como sea, el apelativo negro nada tiene que ver con el color de la piel, ni con la raza ni con las señoras gordas de Recoleta. Demás está decirlo, pero hay algunos que no lo entienden. 
Ya no nos recuperamos más. Una posibilidad fue la presidencia del Gral. José Félix Uriburu, pero la frustró la envidia y el oportunismo de un coctel de militares liberales, rezagos de la clase dirigente de la generación del ’80 y socialistas. Hasta hace poco pensaba que Frondizi, aunque muy lejos de Rosas y Roca, algo podría haber hecho, pero veo que estaba equivocado: no fue más que un pequeño traidorzuelo que no dudó en pagarle, a través de Rogelio Frigerio (tío del actual Ministro del Interior) varios cientos de miles de dólares a Perón para que ordenara a su seguidores que votaran por él. (Cf. Juan Bautista Yofre, Puerta de Hierro. Los documentos inéditos y los encuentros de Perón en el exilio, Sudamericana, Buenos Aires, 2015, pp. 91-131). Una última e improbable chance fue el gobierno del Gral. Juan Carlos Onganía, que se rodeó de gente buena, de gente capaz y, también, de inútiles y descastados, pero ya era tarde. La economía liberal de Krieger Vasena y el marxismo que se filtraba desde Cuba condimentado con las arengas oportunistas de Perón desde Madrid impidieron cualquier recuperación (cf. Roberto Roth, Los años de Onganía, Ediciones de La Campana, Buenos Aires, 1980). 
Ya sabemos lo que vino después. Y acabamos de salir de doce años de ser gobernados por una negra de piel blanca y con una fortuna de cientos de millones de dólares, que se rodeó de miles de negros que esquilmaron el país, cometiendo fechorías propias de Uganda. Y lo más triste de todo es que fue elegida y re-elegida con el 54% de los votos por “esa patria nuestra” de la que hablaba Sebastián S., y nos salvamos de que volviera al poder por apenas el 1,6% de votos. Porque no la eligieron los marcianos ni los bolivianos: la eligieron los argentinos. Yo me resisto a ser parte de una patria que tiene semejantes hijos. 
Y así estamos ahora. Con Macri. Hijo de un comerciante inescrupuloso, que hace psicoanálisis semanalmente desde hace viente años, practica yoga, tiene como gurú a un publicista ecuatoriano de izquierda y se casó, en terceras nupcias, con una turca de frondoso pasado. En la ceremonia, expresó su compromiso con estas palabras: “Gracias por haberme elegido, gracias negrita, mágica, única y hechicera”, mientras se apiñaban sus invitados, entre otros, Marcelo Tinelli, Jorge Rial y Guillermo Cóppola. En fin, una merienda de negros.
Quizás Castellani tenía razón. Frente a este panorama, el mejor sentimiento es la indiferencia resignada

Cosquillas

Una y otra vez nos asombramos de que, en tan poco tiempo, todo haya cambiado tanto. Cordera y sus corderitos habrían sido impensables hace treinta años, y no sólo por sus últimos dichos sino por toda su carrera. Ya nos explicó Ludovicus que gran parte de la extraordinaria velocidad del desbarranque de la cultura argentina tiene su origen en el progresismo latinoamericanista, es decir, primitivo y brutal, que instaló la recua kirchnerista durante sus doce años de poder, aplaudida y apoyada -hay que recordarlo-, por el todo el peronismo. Pero hay un detalle que no se nos debe pasar por el alto: todo esto fue posible porque la población estaba ya amansada; le habían sacado las cosquillas. 
Cuenta un hombre de campo: “Cuando comienzo a amansar un caballo, lo primero que hago es una versión de “sacarle las cosquillas al caballo”. Lo trabajo en un corral redondo, con el caballo embozalado y el cabestro en mi mano, empiezo usando una pequeña bandera en la punta de un palo de 90 centímetros. Yo froto esa bandera por todo su cuerpo, eso hace que él luego esté preparado para ponerle la montura y luego montarlo”. Ningún caballo se deja montar si antes no “le sacaron las cosquillas”, y lo mismo sucede con la sociedades.
Veamos el caso de la Iglesia. La catástrofe del Vaticano II, que comenzó siendo litúrgica, fue posible porque a los hombres de la Iglesia ya le habían sacado las cosquillas. No puede explicarse de otro modo que miles de obispos y centenares de miles de sacerdote hayan aceptado mansamente y en el término de pocos meses, un cambio tan dramático en el concepto y la forma de celebración de la Santa Misa, el monumento cultural más precioso que tenía la cristiandad occidental. ¿Y cuáles fueron esas cosquillas? Ya hablamos alguna vez del tema aquí y aquí. La primera de todas fue la reforma del breviario romano llevada a cabo por el papa San Pío X. Fue la primera vez en dos mil años de historia que alguien se atrevía a meter mano y reformar propiamente, dando vueltas y volviendo a armar a piacere, por el solo de su voluntad. La segunda fue la reforma de la Semana Santa realizada por el papa Pío XII a través de una comisión manejada, en las sombras, por el mismo Bugnini que años más tarde reformaría el ordo missae completo. Difícilmente los teólogos, el episcopado y el clero habrían aceptado el tamaño crimen litúrgico de los ’60 si antes no les hubieran sacado las cosquillas.
¿Cuándo comenzaron a sacarle las cosquillas al país? Los historiadores y memoriosos podrán citar varios acontecimientos. Yo quiero rescatar aquí uno de ellos. Este fin de semana largo vi La tregua, película estrenada en agosto de 1974, dirigida por Sergio Renan sobre el libro homónimo de Mario Benedetti. Fue el primer film latinoamericano en competir en los Oscar y perdió nada menos que con Amarcord (Es muy difícil ganarle a Fellini). Yo era muy niño, pero recuerdo que los adultos hablaban bajito del escándalo que significaba el estreno de tamaña inmoralidad. El argumento, más allá de las cientos de variantes que se pueden interpretar, abre varios frentes progres y saca varias cosquillas. El protagonista, un viudo cincuentón, tiene una aventura fugaz con una mujer casada con la que se cruza en el colectivo; se enamora y convive con una subordinada del trabajo veinticinco años menor y uno de sus hijos se revela homosexual y se va de la casa. Y todos estos hechos, que hoy nos parecen de lo más corrientes, son justificados: un viudo dedicado a su trabajo y un marido que se despreocupa de su mujer justifican el adulterio touch and go; el amor que viene a redimir el otoño de una vida triste justifica el adulterio sostenido en el tiempo; la normalidad de la homosexualidad y el derecho a la felicidad de todos justifica la conducta del hijo. 
No sé cuánto habrá impactado efectivamente La tregua en la sociedad, pero no cabe duda que fue un hito, hace cuarenta años, en el proceso de “corderización” de la sociedad argentina.