es momento de que estemos juntos


















Yobailopogo! 
-Tengo de misión la liberación,
salgo de mi cuerpo a otra dimensión,
desintegración,
puse mi ADN en tu imaginación-

Odiosas comparaciones



El video exige, como decía un amigo, ser acompañado por una buena dosis de omeprazol. Pero también habilita una reflexión más profunda y perturbadora. Comparar el rito romano con el rito bizantino, absolute, no tendría demasiado sentido. Ambos son ritos católicos, de origen apostólico en términos generales, y con igual dignidad y valía. El problema es que si el primero de ellos, tal como aparece celebrado en este video, puede ser considerado “rito romano” o, sencillamente, si puede ser considerado un rito. 
Si nos preciamos de ser realistas, es decir, de atender y apreciar los datos que nos llegan a través de los sentidos, debemos ser sinceros: en el primer caso, estamos frente a lo que pretende ser una ceremonia y no pasa de ser un encuentro socio-musical de mal gusto destinado a la autoayuda de los asistentes. Es suficiente con ver las caras: por un lado, una suerte de grupete de maricas movedizos y, por el otro, la gravedad de las miradas y los gestos de quienes son conscientes de que se están enfrentando al misterio indecible de un Dios que ha plantado su tienda entre los hombres. 
Pero hay situaciones agravantes que provocan la perturbación de la que hablaba. Lo que vemos con vergüenza como expresión de la liturgia católica, no es ya una misa semicarismática celebrada en una parroquia de barrio. Es una misa -en caso de que lo sea-, celebrada por el Sucesor de Pedro nada menos en la basílica del Santísimo Salvador -San Juan de Letrán-, caput et mater de todas las iglesias del mundo. No podemos dejar de apreciar la gravedad simbólica del hecho: es una liturgia celebrada por el fundamento sobre el que Nuestro Señor quiso edificar su Iglesia, y en el templo que es fundamento de todos los templos de la cristiandad. Resulta difícil no rememorar aquí las frases bíblicas que hablan de la profanación del templo y de la “abominación de la desolación” asediándose en él. 
Y la más perturbadora de todas las preguntas aparece en este momento: ¿podemos, en buena fe, reconocer como católica esa liturgia? O, mejor aún, ¿podemos reconocernos en esa liturgia? Adelanto mi respuesta: yo no puedo. Esa no es mi Iglesia. Y doy un paso más: esa liturgia no es católica; ese no es el culto al Dios vivo y verdadero. Ese es el culto al hombre. 
No significa esto una “promoción” de la Iglesia ortodoxa. Más allá de mi visión positiva hacia ella, no la idealizo en absoluto, pero sería de obcecados no reconocer su gran mérito: mantuvieron la Tradición. Y mantener la tradición no significa guardar trapos viejos. Escribe Pearce en su biografía de Solzhenitsyn, refiriéndose a una tía con la que el escritor ruso pasó una temporada durante su infancia: “Ella le enseñó la verdadera belleza y el significado de los ritos de la Iglesia Ortodoxa Rusa, enfatizando sus antiguas tradiciones y su continuidad. De este modo, lo proveyó de un sentido de tradición, de familia y de raíces que de otro modo, no habría poseído”. 
Nosotros, los latinos, no tuvimos tía. Luego del desastre del Vaticano II y de los pontificados posteriores, perdimos el sentido de tradición, de continuidad y de pertenencia a una familia determinada. Si San Luis o Santa Teresa se levantaran de sus tumbas, o si lo hiciera León XIII, y asistieran a una misa como la celebrada por Bergoglio en el video, saldrían huyendo, convencidos que se trata de un ceremonia protestante o pagana. Se rompió la continuidad. Ya los católicos no nos reconocemos en lo que somos porque, si aceptamos la vigencia del principio de no contradicción y del tercero excluido, debemos decir que o bien los católicos son San Luis, Santa Teresa y León XIII, o bien somos nosotros, los del siglo XXI. No es la misma liturgia; no es la misma fe.

Santa Margarita Clitherow

Hace algunos meses estuve en York, apenas el tiempo suficiente para conocer su catedral y, aunque la majestad y belleza del edificio bien valen la visita, resulta desagradable ver en su entrada la enorme foto del actual obispo anglicano de la antigua Eboracum: un primate mediático y políticamente correcto, muy al estilo de ya sabemos quién.
Para llegar a las puertas del minster, es necesario atravesar la parte vieja de la ciudad, por callecitas angostas, llamadas en conjunto The Shambles, flanqueadas de comercios que aún no han perdido su estilo victoriano, donde se puede comprar desde ropa hasta chocolates. Y por allí estaba, caminando la empinada callejuela cuando, a mi izquierda, vi una puerta en cuyo dintel se anunciaba que esa había sido la casa de Margarita Clitherow. Pasé de largo, para mi pesar, sin saber ni querer enterarme quién era esa mujer. Y vengo a descubrirlo ahora, al leer el último libro de Joseph Pierce.
Ya que hace algunos días se animó a comentar en el blog una tal Madame Forgeron y que, de vez en cuando, aparece una tal Juana, les dejo aquí la historia de esta mujer que me conmovió, y que bien podría tomarse como protectora de todas las esposas y madres que, con valentía y decisión, se mantienen, a pesar de todo, fieles al Evangelio.
Nacida en 1556, Santa Margarita fue criada como protestante y se casó, en 1571, con un próspero carnicero llamado John Clitherow. Tres años más tarde, se convirtió a la Iglesia Católica y muy pronto comenzó a ser conocida como una activa y decidida defensora de la fe. Ya que se negaba a asistir a los oficios anglicanos en su parroquia local, fue encarcelada durante dos años. Cuando recuperó la libertad, organizó una pequeña escuela en su propio hogar para los niños católicos del barrio, incluidos los suyos. Si bien lo vemos, fue una pionera del homeschooling en un medio hostil, y a ella podrán encomendarse las madres que siguen este tipo de educación para sus hijos. 
Además, albergaba sacerdotes católicos en su casa, escondiéndolos en los llamados priest hole, espacios reducidos construidos en las viviendas de los católicos, con acceso secreto, a fin de ocultar a los sacerdotes cuando la policía realizaba alguna redada.
Fue eso lo que sucedió en 1568. Sin embargo, ni el sacerdote, ni los ornamentos y vasos sagrados fueron encontrado. Se interrogó a los niños de la familia pero tampoco dieron información. Finalmente, uno de los alumnos de la escuela, un niño flamenco, fue engatusado por los policías y terminó revelando el escondite.
Santa Margarita fue arrestada, encarcelada y acusada de albergar a sacerdotes católicos y asistir a Misa. Ella se negó categóricamente a pedir clemencia, diciendo: “Si no cometí ninguna ofensa , no necesito ser juzgada”. La pena por esta negativa consistía en ser aplastada hasta morir. Fue ejecutada en Tollboothe, York, el 25 de marzo de 1586, en la fiesta de la Anunciación. Se dice que estaba embarazada.
Quienes la conocieron, afirman que Santa Margarita Clitherow era bella, ingeniosa y alegre, llena del gozo misterioso que la Iglesia celebra el día en que fue martirizada. “Todos la querían y corrían a ella cuando estaban necesitados de ayuda”, escribía un contemporáneo. Seguramente, también hoy podemos recurrir en busca de su protección. 
Fácilmente podría haber evitado su primer encarcelamiento: “sólo” era cuestión de asistir a los oficios anglicanos, y fácilmente podría haber evitado su martirio: sólo necesitaba reconocer su delito y pedir clemencia. Pero su fe fue más fuerte. 
En estos días de confusión y desaliento, cuando pareciera que da lo mismo no ya ser católico o no serlo, sino ser cristiano, ser musulmán o ser un buen ateo, el ejemplo de Santa Margarita Clitherow nos interpela. Dejó incluso de lado cualquier tipo de prudencia humana (“Hazlo por tus hijos, a quienes dejarás huérfanos”) para ser fiel a Dios y a lo que creía. 
A ella me encomiendo. 

Si eres una estrella fugaz, quiero saber dónde caerás.















Yobailopogo! 
-Por todo lo que hicimos,
todo lo que vivimos,
aún nos queda un cielo a cruzar-