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Yobailopogo! 
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Charlas de café con Jack Tollers. Versión para extranjeros


Una nuevo encuentro con Jack Tollers en su pub, esta vez para hablar de: "Juicio Particular, Purgatorio, Finimondo y Parusía". Versión sin música que puede ser vista fuera de Argentina.

¿donde andas CHIP TORRES?

















Yobailopogo!
 -la chiptonita y la torta de buevito-

Los tres mosqueteros y sus dubia

La noticia apareció en medio de la turbulencia y de los ataques de pánico provocados por el triunfo de Trump y, por eso mismo, paso poco menos que desapercibida para muchos. Me refiero a la publicación de la carta con cinco dubia en relación al confuso texto de Los amores de Leticia que enviaron al Santo Padre algunos cardenales, los tres mosqueteros que en realidad son cuatro, en el mes de septiembre. 
Algunos detalles para tener el cuenta:
1. Los cardenales firmantes no ocupan actualmente ninguna función específica lo cual les da mayor libertad dado que no pueden ser misericordiados. Sin embargo, Magister asegura que “no es un misterio que su apelación ha sido y es compartida por no pocos cardenales que están todavía en plena actividad, también por obispos y arzobispos de primer nivel, en Occidente y en Oriente, pero que han decidido mantenerse en las sombras”. Y esto lo sabe Bergoglio. 
2. Si bien los cuatro cardenales firmantes no tienen “fierros”, como sí los tienen el cardenal Dolan de Nueva York o el cardenal Collins de Toronto firmantes ambos de la “carta de los trece”, son autoridades en lo suyo, y lo suyo es materia particularmente sensible en este caso: Burke es canonista, prefecto de la Signatura Apostólica antes de ser misericordiado; Brandmüller, reconocido historiador de la Iglesia; Caffarra, el teólogo más respetado durante el pontificado de Juan Pablo II y autoridad, si la hay, en temas de matrimonio y familia y, sorprendentemente, firma también el cardenal Maisner, emérito de Colonia y representante durante décadas del establishment episcopal alemán.
Luego de un mes de espera y de no obtener respuesta, los purpurados hicieron pública la carta, a fin de proceder según el mandato evangélico, y encerrar de ese modo a Bergoglio que, presumiblemente, debería dar una respuesta. ¿Qué tenemos hasta ahora?
1. El silencio del papa Francisco porque su respuesta exigiría, necesariamente, jugarse en un sentido o en otro, que es justamente lo que evitó hacer en Los amores de Leticia, donde apenas si incluyó una nota a pie de página que desató la confusión. A los tres mosqueteros cardenalicios no puede responderle lo que le respondió a los periodistas hace algunos meses cuando le hicieron una pregunta análoga: “Pregúntenle al cardenal Schönborn que es un gran teólogo”, les dijo. En este caso, Burke y su grupo le preguntan explícitamente a Bergoglio como sucesor de Pedro y maestro en la fe. Es él, y no otro, quien debe dar la respuesta. 
2. Respuestas por elevación, que son las que le gusta disparar Bergoglio. En la audiencia del último miércoles habló de “soportar a las personas molestas”. Dijo: “Enseguida pensamos: «¿Cuánto tiempo tendré que escuchar las quejas, los chismes, las peticiones o las presunciones de esta persona?». También sucede, e veces, que las personas fastidiosas son las más cercanas a nosotros...”. Muchos consideran que estas palabras expresan la actitud que tiene el papa hacia los molestos preguntones. 
O bien, lo que dice en el reportaje aparecido el viernes pasado en L’Avvenire. Dijo: “(Algunos tienen)... una concepción cristiana teñida de un cierto legalismo, que puede ser ideológico, con respecto a la Persona de Dios que se hizo misericordia en la encarnación del Hijo. Algunos -piense en ciertas réplicas a la Amoris laetitia- continúan a sin comprender; o es blanco, o es negro, incluso si todo sucede en el flujo de la vida donde se debe discernir”. El Papa Francisco prefiere permanecer en los tonos pastel, donde nada es definido, todo es difuso y casi todo es permitido. Y a ese colorinche él lo llama misericordia.
En en el mismo reportaje añade: “Otras veces se ve de inmediato que salen críticas aquí y allá para justificar una posición ya asumida, no son honestas, se hacen con espíritu malo para fomentar la división. Se ve de inmediato cierto rigorismo escondido de una falta, de querer esconder dentro de una armadura la propia triste insatisfacción. Si ve la película La fiesta de Babette existe ese comportamiento rígido”. También estas palabras parecen estar dirigidas a los cuatro cardenales, y esto lo piensa nada menos que un bergogliano de primera línea como Andrea Tornielli. En este caso, el papa recurre a la vieja táctica jesuita de descalificar al enemigo sin brindar argumento alguno. Los criticones lo que hacen es sembrar “mal espíritu” que conduce a la división. Nadie sabe bien en qué consiste el mal espíritu, pero lo importante es rotular con un epíteto que resulte fácilmente identificable y repudiable. Y, además, les adjudica una patología: esta gente debe tener algún problema interno que resuelven creándose una armadura. Por eso mismo, porque se trata de un caso patológico, hay que ser cuidadosos para evitar el contagio y no molestarse en responder sus argumentaciones. Notemos las fuentes teológicas a las que recurre Bergoglio para fundamentar su respuesta. La mención a una “armadura” hace referencia, sin duda, al viejo libro de autoayuda de Bob Fisher “El caballero de la armadura oxidada” y, de modo explícito, se refiere a la película de Gabriel Axel La fiesta de Babette, y pone a los cuatro cardenales en el lugar de Martina y Filipa, las dos rígidas solteronas protagonistas del filme. Como no podía ser de otro modo, el Santo Padre recurre a la interpretación comunísima y más que discutible de la película. Más allá de esto, es llamativa la profundidad y solidez de las argumentaciones pontificias...
En la homilía pronunciada durante la creación de los nuevos cardenales, habló de evitar "polarizaciones", las que cuales pueden infectar también a los cardenales. No apeló esta vez a la gama cromática del blanco y del negro, pero la idea es la misma. Para Bergoglio no hay sí sí, no, no; ni cosechas o desparrames, como enseña el Evangelio. Para él, todo es igual: prefiere navegar por el medio.
Todas estas respuestas indirectas, en el fondo, no hacen más desacreditar a Bergoglio. Justamente él, que ha reprochado duramente a la Curia y a los obispos por la merecida fama de "chismosos" y ha condenado los chismes y habladurías, ha caído en el mismo vicio porque, como bien afirma Marco Tossati, las respuestas por elevación terminan siendo puros chismes, es decir, el recurso de aquél que no quiere enfrentarse con su oponente y otorgarle la respuesta que con toda licitud reclama, y prefiere desacreditarlo con habladurías, aunque en este caso sean públicas. 
3. La defensa de los progresistas. Como no podía ser de otro modo, los progresistas en teología se comportan del mismo modo que los progresistas políticos. La defensa que han hecho de Bergoglio es muy llamativa y causa gracia. Su argumento más fuerte se reduce al siguiente: “¿Cómo se les ocurre a cuatro cardenales pedirle aclaraciones al Papa, ¡nada menos que al Papa!, que a nadie debe  explicaciones”. Justamente los mismos que se rasgaban las vestiduras cuando, durante el pontificado de Benedicto XVI, alguien osaba reclamar algunas de las prerrogativas magisteriales pontificias, alegando que eso no eran más que rémoras del pasado, ahora se erigen en defensores acérrimos de la infalibilidad pontificia, aún en el magisterio ordinario, yendo mucho, pero mucho, más allá de lo que el mismo Vaticano I definió. Caso emblemático de todo esto son las columnas aparecidas recientemente en el sitio Religión digital
El clarinetista Julio Algañaraz titula su informe sobre el sínodo advirtiendo que Francisco "cruzó a los cardenales rebeldes". Ahora está bien visto, parece, ser autoritario, enérgico y hasta cruel. A los ultraconservadores nada; ni justicia, habría dicho Perón. Lo curioso del caso es que una amplia mayoría de los lectores que comentan la nota están de acuerdo con Burke. Impensable hace un par de años: los lectores de Clarín le dan la razón "al cardenal rebelde partidario de Trump". 
4. La cancelación, en la práctica, del consistorio. Se trata de la respuesta más patética de todas y la que demuestra el grado de nerviosismo de Francisco y los suyos. El periodista Edward Pentin, corresponsal americano en el Vaticano, dio a conocer que "el Papa está hirviendo de rabia" debido a la carta de los cardenales.  El caso es que el consistorio que se celebró el sábado pasado contó solamente con el acto público de creación de los nuevos cardenales. Tal como detallan algunos sitios, según lo establece el derecho canónico, (c. 353), en todo consistorio el papa debe mantener reuniones reservadas con todo el colegio cardenalicio a fin de tratar cuestiones del gobierno de la Iglesia, y es eso lo que se hizo siempre. Pero resulta que ahora, con un pontífice que se la pasa hablando de sindalidad, colegialidad y diálogo, cancela las reuniones en las que podía darse ese intercambio enriquecedor de ideas entre el sucesor de Pedro y sus colaboradores más inmediatos. Según se especula, y es la única explicación razonable, el papa Francisco no quiso enfrentarse al colegio cardenalicio porque debería haberse expresado, y esta vez sin recurrir a libros de autoayuda o películas taquilleras, sobre las dubia planteadas por los “tres mosqueteros”. Y sabe también que a los cuatro cardenales se le habrían sumado muchos más, y sabe finalmente que no habría sabido qué responder y que los machetes que pudiera haberle pasado Tucho Fernández no le habrían servido de nada.
¿Qué hará Bergoglio? Yo creo que, jesuíticamente, no hará nada. No responderá la carta, no se reunirá con cardenales peligrosos y seguirá mirando para otro lado, rodeándose del aplauso de la prensa laica y de sus secuaces progresistas. 
¿La publicación de la carta de los cardenales no servirá de nada? A los fines inmediatos que perseguía, no, porque Bergoglio no responderá. Sin embargo, creo que tendrá un efecto positivo a mediano plazo. La autoridad y peso de los cardenales que la suscriben terminará de abrirle los ojos a otros miembros de la jerarquía sobre el rumbo que Francisco le ha impuesto a la Iglesia, que termina en su disolución, y actuarán en consecuencia. Quizás tímidamente; quizá con un poco más de estridencia, pero servirá, creo yo, para que en el próximo cónclave los cardenales piensen muy bien el nombre que escriben en la papeleta. Y un buen ejemplo de esto lo podemos ver en la elección de las autoridades de la Conferencia Episcopal de Estados Unidos, que se realizó el martes pasado. Se la entendió como un referendum sobre el papa Francisco y, una vez más, perdió. Todos los puestos fueron ocupados por los obispos más alejados de su pensamiento. Mons. Cupich, su preferido, arzobispo de Chicago, creado cardenal el sábado ni siquiera estuvo entre los nominados. Magister escribe  un buen análisis de la situación. 

Escolio: Yo tengo un dubium. ¿Por qué los Tres Mosqueteros hicieron públicas sus dubia apenas  pocos días antes del Consistorio? ¿No habría sido más eficaz pedirle al Papa que respondiera delante de todo el Colegio Cardenalicio?
Posibilidad 1: Burke es un pésimo estratega político; fue un error debido a su impericia. En última instancia, lo que quería era que se hicieran públicos los errores doctrinales de Bergoglio.
Respuesta: Es verdad que al cardenal Burke le falta cierta sagacidad propia del hombre político. Varias veces se ha ido de boca y ha terminado perjudicado. Pero no puedo pensar que la decisión de publicar las dubia haya sido tomada en solitario. Entre los cuatro firmantes, Meisner y Caffarra -sobre todo el primero-, son personajes político experimentados. Por otro lado, es inverosímil que los cuatro se hayan cortado solos; creo más bien, y es lo que afirma Magister, que detrás de ellos hay muchos más y, lo más lógico es que entre ellos estén los trece que firmaron la famosa nota durante el sínodo. Si es así, la publicación de los dubia seguramente fue consultada con varios de ellos, al menos con los más poderosos. Y Dolan no es ningún ingenuo. Yo creo que lo pensaron bien. Por eso me inclino por la
Posibilidad 2: Fue una encerrona a Bergoglio. Si las dubia no se publicaban y encaraban al Papa en pleno consistorio exigiendo una respuesta, lo más probable hubiese sido que éste pateara la cosa para adelante, como hace siempre. "La Congregación para la Doctrina de la Fe se está ocupando del asunto. Les pido un poco de paciencia", podría haber sido su respuesta. Y las tres mosqueteros no habrían obtenido nada, si siquiera la simpatía de los otros purpurados que los habrían mirado como violentadores del Sucesor de Pedro. Y no podrían haber publicado la carta.
Al publicarse las dubia, a Francisco le quedaban dos opciones: seguir adelante con el Consistorio tal cual estaba previsto, es decir, con las reuniones con todo el Colegio, o suspenderlas.
En el primer caso -es decir, si se hubieran realizado como corresponde y como siempre se hizo reuniones del Papa con sus cardenales-, todos los purpurados estarían al tanto de las preguntas y esperarían una respuesta. No se habrían conformado con una dilación. Y la respuestas eran muy simple: Sí o No. Y Bergoglio no podía darlas. Ni siquiera la astucia y doblez en las que fue entrenado en la Compañía le habrían servido en la ocasión. ¿Le iba a decir a Kasper que hablara por él? Imposible. Las preguntas las debía responder él y solamente él, y cualquiera hubiese sido la respuesta se hundía.
En el segundo caso -suspender el Consistorio dejando solamente la parte ceremonial que fue lo que finalmente hizo- fue, creo yo, el peor error de Bergoglio y el mejor batacazo de los tres mosqueteros a mediano plazo. Ha quedado públicamente demostrado, al menos a ojos de los cardenales y obispos del mundo entero, que Francisco es un autócrata caprichoso, que le importa un bledo la colegialidad y el diálogo con los que se llena la boca y que, consecuentemente, le importa un bledo la opinión de sus hermanos en el episcopado. Es decir, perdió credibilidad, y la perdió muy feo.
Por supuesto que los obispos progres seguirán prendidos a su pollera transparente, simplemente por una cuestión ideológica. Pero los que están en el medio; los que aún tienen fe y buenas intenciones pero seguían creyendo todo el verso bergogliano, y que son la mayoría, comenzarán a mirarlo con desconfianza: el Sucesor de Pedro es incapaz de responder cinco simples preguntas que, con todo derecho, le hacen algunos de sus cardenales. Y no solamente eso, sino que ningunea a todo el Colegio y a sus opiniones. Para muchos, este traspié significará también una caída estrepitosa de la imagen de Bergoglio.
Los cuatro cardenales dubitativos han suspendido sobre la cabeza del Soberano Pontífice una espada de Damocles. De esta no saldrá fácilmente, sencillamente porque no tiene modo de salir. Como explica Marco Tossati, responder a los cardenales diciendo que aquel que está en pecado mortal objetivo (con todos los atenuantes del mundo) puede comulgar es romper con todo lo que la Iglesia enseñó hasta ahora. Lo de Bergoglio con el sínodo y la Amoris Laetitia fue una avivada, pero la avivada de un puntero peronista, con las patas muy cortas: no contaba con las dudas cardenalicias.
Lo positivo se verá en el mediano plazo (que esperemos que sea lo más mediano posible), es decir, en el próximo cónclave. Tal como se están dando las cosas, podríamos llevarnos una grata sorpresa.
¿Qué va a pasar? Nada, porque ya pasó. No creo que haya una aclaración sobre la cuestión de los recasados porque, cualquiera que fuese, no haría más que oscurecer el panorama. Lo que pasó, y esto es lo más trascendente, es que Bergoglio perdió, y perdió mal. Ya no solamente seremos los argentinos quienes abramos los ojos acerca de quién es verdaderamente este personaje, sino que serán los obispos del mundo entero (excepto los argentinos, por cierto) quienes sabrán con qué buey están arando.
En definitiva, Bergoglio volcó.

Tres golpes

por Ludovicus

Tres elecciones, tres sorpresas, tres aldabonazos, marcan la irrupción del votante silencioso. Brexit, Colombia, Estados Unidos. A la Naturaleza le gusta ocultarse, escribió Heráclito, y en estos casos, bajo la apariencia de una pacífica hegemonía del progresismo –que no es otra cosa que la negación sistemática de la existencia de una naturaleza- se ha revelado como latente una discrepancia, una disonancia, una dynamis de sentido contrario.
“Son votantes vergonzantes”, explican los medios al intentar razonar lo inexplicable. “Tienen miedo de declarar sus ideas”.  Pero el fenómeno dice más sobre las características del actual sistema hegemónico de ideas que sobre los votantes. Es hora de darnos cuenta de que vivimos bajo la dictadura del progresismo. Esta dictadura es tanto más opresiva cuanto que es omnipresente. Asoma en los textos escolares, en los medios de comunicación, en las oficinas públicas. Tiene su propia Inquisición, que no duda en examinar a quien exprese opiniones contrarias, iniciarle acciones administrativas, enjuiciarlo. Tiene una cosmovisión en temas que van desde la sexualidad hasta la integración cultural, un sentido de la Historia, una moral y una antropología que debe compartirse bajo diversas penas. Hemos ganado la batalla cultural, pueden decir los progres; ya no hay necesidad de hacer prisioneros.
Aun más: en todo Occidente, quizás con excepción de Inglaterra, se ha consagrado por diversos medios el delito de opinión, por ejemplo en materia de discriminación de géneros (y es metafísicamente imposible, si se habla de géneros, no discriminar). Un pensamiento contrario al progresista te puede llevar a perder el empleo, a sufrir una multa o a la cárcel. Todo transgresor es instantáneamente burlado – ya que no refutado, pues ni siquiera se argumenta hoy a favor de los axiomas progres, que se consideran evidentes de suyo como los metafísicos. Y el campo de la persecución se ha ido ampliando aún más: no sólo opinar, sino describir una realidad cruda que contradiga el dogma progre puede constituir una infracción mortal. Ay de aquel que lee en la TV un estudio estadístico sobre una minoría sexual, racial o étnica que indique algún tipo de constante negativa. Ay del que establezca una relación de causalidad entre un vicio y una consecuencia desgraciada; vergüenza sobre quien diga que un Dios tiene que ser justo, un macho es un macho y el pasto es verde.
Podríamos decir que la Progresía se engolosinó, creyéndose su propio relato, suicidándose por complaciente. Si asomaban descontentos, como manchas de hierba quemada en un prado magnífico y unánime, siempre se podía recurrir al arsenal de descalificaciones: son homófobos, islamófobos, sexófobos, globalófobos cualquier cosa menos deífobos. Son pobres, son descastados, son blancos de cuello azul, son obreros de cinturones oxidados, son campesinos cuidadores de cerdos, son resentidos víctimas de la guerrilla. Son, con palabras de la candidata Clinton, una canasta de deplorables. Basura de la Historia, una versión posmoderna del lumpenproletariat de Marx. Los yanquis resentidos, los colombianos rencorosos, los ingleses reaccionarios.  Si alguien discrepaba se le oponía la ineluctable corriente de la globalización, la teoría del género o la desnacionalización como fenómenos irreversibles e irresistibles.
Pero no se argumentaba. Ya no. El dogma, en particular el progre, no se argumenta. La opinión contraria debe ser amonestada, ahogada y silenciada, hasta el punto de hacerlo desaparecer del ágora público. No hay que razonar con deplorables. Tolerarlos, y sólo por un tiempo.  Circula por internet el video de un agudo pensador progresista agarrándose la cabeza por el error cometido; se da perfecta cuenta de que la hegemonía ideológica y la complacencia universal genera inmediatamente una reactividad, una dialéctica que a su  vez no es medible precisamente por la existencia de esa hegemonía que oculta las corrientes subterráneas como la capa de hielo en la superficie de un río en invierno.  Tan luego les ocurre a los progres, que olvidan el lema de Rousseau espetado por Demoulins al Inquisidor Robespierre, “brûler n´ est pas répondre”.
Pues bien, estas elecciones –quien diría- han venido a demostrar, contra viento y marea de los medios, las dirigencias y la “opinión pública”, que existe un sentido del hombre común que se parece al sentido común. Es una tardía reivindicación de Chesterton, que justamente hacía residir el valor de la democracia en ese hombre ordinario. Que calla ante la matonería universal de los medios, que disimula sus discrepancias por miedo o quizás por prudencia, pero que surge con la fuerza brutal de un géiser cuando se le abre una urna. No es suficiente, claro que no. No es la irrupción de la verdad ni de la salvación de nuestra civilización, pero celebremos esta triple victoria de la realidad: la expresión de una percepción genuina, la valiente disonancia y un rasgo de sentido en un mundo que lo ha perdido. 

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La persecución de los curas

Muchas veces nos olvidamos de mirar al costado y, yo el primero, criticamos y exigimos a los curas que lleven cargas que a duras penas pueden soportar porque ya sus vidas los ha cargado de otras inesperadas. Y me refiero a esos pobres curas invisibilizados la mayoría de las veces y que soportan una vida heroica o, más concretamente aún, una vida de persecuciones. Y lo más desgarrador del caso es que no son arrojados al anfiteatro para ser devorados por leones sino por bestias mucho más crueles y despiadadas: sus propios obispos.
Como enseña la buena filosofía, la gracia no destruye la naturaleza. Lo natural del cura, que es loa de cualquier humano, sigue permaneciendo tan humana como siempre, y sus afectos, sus emociones y deseos siguen siendo los mismos. Y debe mantener el equilibrio de todo ese complejo bajo las circunstancias adversas que le tocan vivir. “Tienen la gracia”, dirán algunos. “¡Que recé!”, dirán otros. Pero la oración y la gracia no disuelven la naturaleza. Lo humano, y es humanidad caída, sigue estando allí. 
Conozco un cura que, además de la persecución de su obispo, debe atender cada fin de semana cinco capillas y recauda, en concepto de colectas, $170 en total. Es decir, debe vivir con menos de 10 euros por semana, mientras su obispo cobra un salario de juez y está atento a cualquier movimiento de Roma a fin de alinearse correctamente según soplen los vientos.
En las últimas semanas he conocido dos casos indignantes, protagonizados por obispos “buenos”, es decir, de los mejor y más granado de la ortodoxia episcopal argentina. Uno de ellos, que lleva el mismo nombre que el Príncipe de los Apóstoles, encubrió, a pesar de varias denuncias, a un sacerdote que durante años mantenía conductas homosexuales hasta que, finalmente, el escándalo se filtró nada menos que en la redes sociales, con escabrosas fotografías incluidas. La reacción del prelado fue la prevista: trasladarlo a otra diócesis hasta que las aguas se calmen. Pero, al mismo tiempo, no cesó de perseguir a otro sacerdotes por sus posturas demasiado católica en cuanto a la defensa de las verdades de siempre relacionadas con la fe y con la doctrina. En concreto, ese sacerdote fue invitado a retirarse de la diócesis.
Otro prelado, titular de una de las diócesis más conservadoras del país, ha tenido en los últimos años tres sacerdotes con fuertes escándalos mediáticos por escalofriantes casos de pedofilia, -y hay otros cuatro en espera por la misma situación- y, sin embargo, sus preocupaciones de padre y pastor de su clero, pasa por reconvenir fuertemente a aquellos sacerdotes que no permiten que se toque la guitarra en sus misas, o que son reacios a distribuir la comunión en la mano y que suelen ser, como es habitual, denunciados por las propias monjas de la parroquia.
¿Cómo pueden los buenos sacerdotes resistir? ¿Qué pueden hacer, cuando se llega a puntos límites, para salvar su sacerdocio y no desmoronarse? Porque, en medio de todo esto, tengamos en cuenta que el demonio “sicut leo rugiens, circuit quaerens quem devoret”; el diablo está presto a encontrar una presa, y si es carne consagrada mucha mejor, para devorar. La ley canónica de la Iglesia, sabiamente establecida para el bien del clero y para evitar que se colaran en sus filas avivados y vividores, se ha terminado convirtiendo en una trampa para los buenos curas que, necesariamente, deben depender de un obispo que los persigue sin piedad pero que no los deja salir de la jaula de la incardinación. Y, aún cuando los dejara, no sabrían muy bien donde refugiarse, porque no es negocio dejar la jaula del león para caer en la de la pantera o en la del oso.
¿Estaríamos los laicos dispuestos a sostener y proteger a un cura sin licencias? ¿Hasta dónde llegarían nuestros escrúpulos canónicos y nuestra generosidad económica? ¿Qué otra opción les quedará a algunos de ellos tal como se presentan las cosas?
Desviemos la mirada por un minuto, y pongamos atención a un dato. Mientras los seminarios diocesanos se vacían, se cierran o se fusionan y mientras las congregaciones religiosas languidecen y muchas de ellas han entrado en un irreversible proceso de extinción, la FSSPX acaba de inaugurar hace apenas unos días en Estados Unidos un nuevo seminario que, en estructura, no tiene nada que envidarle a las antiguas y monumentales abadías medievales. Y el motivo de la nueva edificación es muy sencillo: el seminario que durante décadas tuvieron en Winona les quedaba chico. Ya no tenían espacio para albergar en él a la cantidad de vocaciones de habla inglesa que solicitaban ingresar. Y traigo a colación el hecho porque desde una mirada completamente extraña a ese mundo, como es la mía, me pregunto si no será posible que, en un futuro cercano, sea justamente la Fraternidad un lugar de refugio para esos buenos curas de los que hemos hablado. 
Nolens volens, Bergoglio va a algo positivo en su pontificado: consagrará la carta de ciudadanía incondicional que tiene la tradición, y lo tradicionalistas, dentro de la Iglesia, ciudadanía que le había sido retirada por Pablo VI y por Juan Pablo II, y que volvió a ser adquirida merced al motu proprio Summorum Pontificum del papa Benedicto XVI. Sin embargo, con la creación de la prelatura personal de la FSSPX, se disipará ya cualquier posibilidad de sospecha o de vituperio por parte de obispos y curas, como es el caso aún hasta el día de hoy. El blog Rorate Coeli publicó hace una semana una entrevista a Mons. Fellay en la que afirma que los arreglos con Roma están “casi listos”, y sólo queda algún detalle de “sintonía fina”.
¿Qué fuerza podría tener una decisión como esta? ¿Qué posibilidad de cambio real? No se sabe, pero no sería de extrañar que fuese mayor al esperado. Recientemente se dio a conocer una serie de estudios y encuestas, realizadas de modo profesional en varios países de Europa, que revelan que más del 60% de los fieles católicos que asisten habitualmente a la misa dominical del rito moderno, asistirían gustosamente a una celebrada en latín según el rito tradicional, y que solamente un 10% de ellos se resistirían a hacerlo. El dato es significativo.
Si el mismo se confirmara, y si otro tanto sucediese en nuestras pampas, quizás los buenos curitas perseguidos por sus obispos, podrían obtener refugio en la nueva prelatura y, luego de un periodo de noviciado o como quieran llamarlo, podrían fundar nuevos prioratos, situación frente a la cual los obispos diocesanos no podrían más que emitir alguna opinión no vinculante.
Si fuera esto posible, corresponderá a nosotros, los laicos, hacerlo posible.