Miserable

El diccionario de nuestra lengua define a una persona miserable como una persona ruin o canalla, es decir, despreciable. Es el mejor adjetivo que puede adjudicarse al arzobispo argentino Marcelo Sánchez Sorondo, canciller de la Pontificia Academia de Ciencias. La Nación de hoy publica un reportaje que le hizo otro despreciable personaje argentino, la periodista Elizabetta Piqué. Allí, el prelado afirma entre otras cosas que “…es muy curioso que todo lo que haga [el Papa Francisco] lo critiquen, porque no se debe criticar a Pedro. Y tanto menos los que se dicen católicos y de comunión diaria”.
Cualquier católico medianamente formado estará de acuerdo conmigo en que esta afirmación es propia de un canalla que se está aprovechando de su puesto e investidura, y de la oportunidad que le brinda su compinche Piqué a través de La Nación, para esparcir una mentira, confundir aún más los fieles y operar políticamente contra de Elisa Carrió y, en definitiva, contra el presidente Macri. Por supuesto, detrás de todo esto está la figura del peronista orillero que se sienta en la sede de Pedro. La conclusión que cualquier católico debería sacar fácilmente de la afirmación de Mons. Sánchez Sorondo es que criticar al Papa equivale a criticar a San Pedro y eso no puede ser admitido en un católico. Es decir, quienes critican al Papa están en contra de Pedro y, por tanto, en contra de la Iglesia. Algunos integrantes del gobierno macrista critican al Papa, ergo… Pero la jugada no les está saliendo como pretendían: basta mirar los cientos de comentarios que los lectores del diario han dejado a la nota en la que llenan de los epítetos más pintorescos tanto al prelado como al jefe de la pandilla.
Mons. Sánchez Sorondo proviene de una antigua y prestigiosa familia argentina a la que dio realce su padre, el Dr. Marcelo Sánchez Sorondo, líder del nacionalismo católico. Más allá de las diferencias que puedan separarme de él, fue un hombre honorable y meritorio, que defendió los ideales de la fe y de la hispanidad durante décadas. La formación de su hijo sacerdote y obispo no pudo ser mejor, como tampoco tiene tacha su cuna. Fue decano de la facultad de filosofía de la Pontificia Universidad Lateranense y siempre se distinguió por ser, si no tradicionalista, sí conservador y fiel exponente de las enseñanzas seculares de la Iglesia. Durante el pontificado del papa Benedicto se distinguió por la adhesión a su magisterio y a su figura y, también, como uno de los pilares más importantes, junto a cardenal Sandri, de la resistencia argentina en Roma a quien era entonces arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Bergoglio.
Cuentan las malas lenguas que, apenas elegido Bergoglio como Sumo Pontífice, y a imitación de lo que había hecho raudamente un conocido arzobispo argentino, Mons. Sánchez Sorondo se postró (literaliter) delante del nuevo Papa Francisco implorando su perdón y poniéndose a su entera disposición puesto que, con razón, temía terminar misericardiado como secretario de nunciatura en Bagdad o en Antananarivo. Y claro, el Papa Francisco le otorgó un perdón similar al agradecimiento que le solicitó el elefante a la hormiguita; y lo peor de todo, es que Mons. Sánchez Sorondo aceptó ese perdón y, automáticamente se convirtió en un miserable y en un canalla.
Al contrario de lo que afirma el arzobispo en la nota, a Pedro se lo debe criticar cuando es necesario hacerlo. Y el primero que lo hizo, y en términos bastante duros, fue el apóstol Pablo y, detrás de él, lo hicieron cientos de santos, desde San Atanasio a Santa Catalina de Siena. No se puede criticar a Cristo ni a su Revelación y, en todo caso, no se podría criticar al Papa cuando se pronuncia excátedra, pero en el resto de lo que dice o hace, el Papa puede, y debe ser criticado cuando se equivoca. Si así no fuera, se estaría otorgando al Romano Pontífice un estatus comparable a una de las Personas Divinas, porque sería impecable e infalible, y sabemos que no lo es.
Más aún, los que deben criticar al Papa cuando se equivoca, son justamente los católicos de comunión diaria. Que lo critiquen los paganos, o los musulmanes, o los enemigos de la fe, sería para él, y para nosotros, una prenda de prestigio. Pero son justamente los católicos formados y que llevan una vida espiritual profunda, los que están más capacitados para percibir ese sensus fidelium, ese sentido de los fieles, que pueden percibir, -o casi olfatear-, cuando algo va en contra de la fe que Dios nos ha dado.

Por supuesto, no estoy defendiendo aquí a la Gorda Carrió, ni a Macri ni a su gobierno, todos los cuales me importan un bledo. Estoy señalando simplemente la mentira que profiere sin sonrojarse un alto prelado de la Iglesia y la consecuente confusión y daño que causa. 

Mudanza

Nuevamente me mudé de habitación. Durante la Cuaresma, estuve residiendo en medio de las ruinas de Whitby, entre los vientos y las lluvias del mar del Norte. Pero, como me decían los amigos, el lugar era demasiado inhóspito y, por eso, para Pascua me mudé a una habitación que resultó ser demasiado oscura, con un solo sillón y un solo vaso, lo cual daba la impresión de que al Lagavulin me lo tomaba yo solo. No era esa la idea, pero era lo que parecía ser. Por eso, y con la ayuda del generoso Alex, elegí una nueva habitación para las charlas que tenemos en este blog. Es más amplia y tiene con varios sillones a fin de que el grupo de amigos, que ¡velay! suelen ir a las reuniones con sus mujeres, pueda estar cómodo. Las lámparas ofrecen una luz cálida que invita a la conversación y y al afecto amical que, entre los cristianos, es condición necesaria para la santidad.
Y a tal punto esto es así, que los medievales tenían un particular cuidado en conservar y profundizar la amistad. Y quiero ponerles un ejemplo. El Misal de Leofric es un libro litúrgico  datado hacia fines del siglo IX o inicios del X. Fue compilado para Plegmund, arzobispo de Canterbury. El texto posee cuatro misas completas denominadas pro amico. De acuerdo a los usos litúrgicos de la época y del lugar, cada una de las misas comprende la oración colecta, la secreta, el prefacio, el hanc igitur o in fractione y la oración ad complendum o postcommunio, la que en algunos casos presenta dos opciones. Destaco aquí algunas de la cosas que los cristianos medievales pedían a Dios para sus amigos. 
En el Hanc igitur de la primera misa, se pide que el amigo pueda “vivir bien” (valeat bene vivere). El verbo utilizado, valeo, expresa tanto la posibilidad como el ser capaz de algo. Ambas acepciones pueden ser admitidas y son pertinentes en este caso. Se trata no sólo de vivir, sino de vivir bien y esta condición de vida es también don de Dios. Sólo Él puede otorgar al hombre la “capacidad” de vivir bien y, quien de ese modo viva, se hará acreedor de la felicidad eterna: “... et ad aeternam beatitudinem feliciter pervenire”, termina la oración. 
En otras de las misas aparece la mención a un nuevo don que se suplica para el amigo: el gozo de la redención. La primera de las oraciones de postcomunión suplica a Dios que el amigo, siempre gobernado por el don divino, merezca alcanzar los gozos de la eterna redención (“... et praesta ut tuo semper munere gubernetur, et ad gaudia aeterne redemptionis, te ducente peruenire mereatur”). La religión cristiana es una religión caracterizada por la esperanza y, en ese sentido, por la alegría. Ese gozo fluye de la redención obtenida de una vez y para siempre por Jesucristo, y hacia él deben dirigirse todos los esfuerzos del cristiano. El mayor deseo de un amigo hacia otro se encamina en ese sentido: alcanzar el gozo eterno. Es sugerente que se menciona en este caso el concepto de gaudium que en los casos  anteriores se habla de beatitudo. Si bien la diferencia es sólo de matices, éstos son relevantes ya que, mientras la beatitudo hace referencia a una felicidad plena y abarcadora de todo el ser humano, el gaudium acentúa también el aspecto sensible de tal estado. 
Todos los amigos laicos que participamos de este blog agradeceríamos a los sacerdotes que lo leen que, de vez en cuando, rezaran algunas de estas misas por todos nosotros. Pueden bajar el Misal de Leofric desde aquí. Y no se les ocurra poner la excusa de que ese Misal está abrogado, porque en ese caso, el año próximo se les van a ordenar diaconisas cinco viejas de la parroquia, y ahí va a ver lo que es bueno. 

Don Gabino y la hoja de Niggle

Don Gabino salía todos los días a dar un paseo. A veces, caminaba durante horas, hasta perderse en el bosque que se extendía el oeste, y regresaba a su casa al atardecer. Otras, el paseo era más breve y se reducía a recorrer las calles del pueblo y allegarse, a lo sumo, hasta la vieja iglesia que se levantaba al final de una de las callejuelas. Había sido el templo de un pequeño monasterio, del que ahora solo quedaban algunas paredes y las lápidas del cementerio que lo rodeaba. Y allí, un banco de madera bajo un frondoso cedro, ofrecía una vista apacible a los ojos y al alma.
En esa dirección iba don Gabino esa tarde, cuando se encontró en su camino con el Dr. Silícides, que salía de la consulta y regresaba a su casa.
- ¿Lo acompaño don Gabino?- preguntó el joven médico.
- Claro, caminemos juntos- respondió el viejo, dándose cuenta que Silícides, más que hablar, esa tarde necesitaba compañía. Era un hombre de corazón grande, a quien un ángel había hecho caer del caballo a la edad en que otros ni siquiera sabían poner el pie en el estribo. Y él sabía que eso era una gracia muy grande.
No hablaron casi hasta llegar al banco, y allí se sentaron en silencio. 
- Glorias pasadas -dijo Silícides señalando hacia la la enorme portalada de piedra que se levantaba la derecha y daba entrada a lo que, en otros tiempos, había sido el latifundio del señor de la villa. 
- Pareciera que ya todas las glorias del mundo han pasado. Sólo quedan fruslerías; apenas algunas baratijas de las que los hombres de hoy se enamoran - respondió con poesía don Gabino.
- ¿Se enamoran? -preguntó con picardía el joven, sabiendo que no se trataba precisamente de amor.
- Tiene razón doctor. No se enamoran; apenas si se dejan seducir, porque así les conviene, de un camelo. Puro plástico y tecnología, que vacía el alma.
Y otra vez se quedaron callados mientras la brisa del atardecer apenas si movía las pesadas ramas del cedro.
- El sol se está poniendo -dijo el doctor luego de rato.
- Y las sombras ya comenzaron a aparecer en el fondo -respondió con Gabino. 
La portalada amarillenta bajo los rayos del sol, se veía ahora gris, y grisáseos eran también los prados que la rodeaban. Sin embargo, hacia el oeste, el sol todavía no había terminado de hundirse en el horizonte y las nubes que lo acompañaban estaban teñidas de azules, celestes, blancos y rosados.
- Ya no queda nada que hacer don Gabino. Está todo perdido ¿no? -dijo después de una pausa Silícides mirando como el sol se debatía inútilmente por seguir brillando.
- Casi todo está perdido. Pero siempre queda el pequeño rebaño.
- Cuesta un poco verlo, ¿no le parece?
- Ese suele ser nuestro problema -repuso el viejo-. Tendemos a estirar demasiado la vista. Mientras vemos cómo el sol se esconde en la lejanía, no vemos las flores azules que salpican los arbustos que tenemos aquí enfrente. Y fíjese usted doctor que lindas que son.
Y, en efecto, eran flores pequeñas; apenas cuatro o cinco pétalos de un azul brillante que ni siquiera la luz tenue del atardecer podía empalidecer. 
- Ya no es tiempo de las grandes guerras, don Silícides. A esas, las perdimos todas. Ahora es el  tiempo de las batallas más importantes.
- ¿Pero no dijo que las grandes guerras habían pasado? -preguntó extrañado el médico mientras seguía contemplando las flores.
- Y ese es el problema. Seguimos creyendo que las cosas importantes son las grandes empresas; seguimos soñando con una patria cristiana que jamás existió, ni existirá, y perdemos el tiempo soñando con pelear contra el temible león rampante para arrebatarle un pedazo de tierra y, mientras tanto, somos incapaces de caer en la cuenta de la belleza de las flores azules. Es allí donde están las batallas importantes.
- ¿En las flores?
- No. En las pequeñas cosas. Primero, usted mismo. Después, los que usted ama. Tercero, su misión con respecto a los que Dios les puso delante, como decía el cardenal Newman. Y me parece que con eso ya es demasiado.

- Tiene razón. ¿En qué guerra podemos meternos si ni siquiera hemos sido capaces de vencernos a nosotros mismos? -asintió pensativo el Dr. Silícides.
- Y a veces ni siquiera somos capaces de conocernos a nosotros mismos. Y ese es nuestro primer deber como humanos y como cristianos. 
- Gnóthi seautón - replicó, recordando aún su griego. 
- Usted mismo; su familia y sus amigos, y su misión, que ya verá usted de qué se trata, porque a cada uno Dios le asigna una distinta.
Y nuevamente quedaron en silencio contemplando los últimos rayos de sol que aún se erguían detrás del horizonte. Y en ese momento, la brisa comenzó a agitarse con más intensidad y llegó hasta ellos, volando y descendiendo lentamente, una hoja de roble. 
- La hoja de Niggle -dijo don Gabino.
- No. La hoja del roble -respondió casi sin ganas Silícides, señalando el árbol que se alzaba algunos  metros frente a ellos.
- Tiene que leer más a Tolkien, doctor. Me refería al cuento. “Había una vez un pobre hombre llamado Niggle, que tenía que hacer un largo viaje. Él no quería; en realidad, todo aquel asunto le resultaba enojoso, pero no estaba en su mano evitarlo”. -recitó de memoria el viejo. ¿Y sabe qué lo detenía? El cuadro que estaba pintado. ¿Y sabe qué cosa le llevaba más tiempo de pintar? Una hoja, una pequeña hoja, que era todas las hojas del árbol. Porque esa hoja, y todas las hojas, debían ser perfectas. Cada detalle debía ser cuidado. Niggle “era de esa clase de pintores que hacen mejor las hojas que los árboles. Solía pasarse infinidad de tiempo con una sola hoja, intentando captar su forma, su brillo y los reflejos del rocío en sus bordes”. Esas son las pequeñas batallas que debemos dar, Silícides, como la que daba Niggle todos los días con su hoja y con su árbol, a pesar de todo, y mientras esperaba emprender el viaje. 
- ¿Y qué pasó con el cuadro y la hoja de Niggle?
- No quiera saberlo -dijo don Gabino, conociendo que la respuesta no era la que el joven esperaba-. Cuando estaba por terminarlo, una tormenta voló parte del techo de la casa de un vecino anciano y bastante molesto que tenía, y el pobre Niggle se vio obligado a darle el lienzo de su cuadro para cubrir el agujero del techo. Con los años, sólo un retazo del lienzo sobrevivió. La mayor parte de él se echó a perder, aunque una preciosa hoja permaneció intacta. Un vecino que la encontró la hizo enmarcar, y mas tarde la donó al Museo Municipal. Durante algún tiempo el cuadro titulado “Hoja, de Niggle” estuvo colgado en un lugar apartado y solo unos pocos ojos lo contemplaron. Pero luego el Museo cerró, y el país se olvido por completo de la hoja y de Niggle.
- Pobre Niggle -dijo Silícides- Me recuerda a Ozymandias - Y comenzó a recitar pausadamente el poema de Shelley:
“I met a traveller from an antique land
Who said: Two vast and trunkless legs of stone
Stand in the desert. Near them, on the sand,
Half sunk, a shattered visage lies, whose frown,
And wrinkled lip, and sneer of cold command,
Tell that its sculptor well those passions read
Which yet survive, stamped on these lifeless things,
The hand that mocked them and the heart that fed.
And on the pedestal these words appear:
“My name is Ozymandias, king of kings:
Look on my works, ye Mighty, and despair!”
Nothing beside remains. Round the decay
Of that colossal wreck, boundless and bare
The lone and level sands stretch far away”.
- Aunque si mejor se piensa - continuó el doctor - de Ozymandas quedó algún trozo de su rostro de piedra y una inscripción. Del pobre Niggle no quedó nada.
- Bendito Niggle, doctor, bendito Niggle -dijo alegre don Gabino- Él se encontró con su verdadero árbol y con sus verdaderas hojas cuando terminó el viaje. Y sí, en el mundo lo olvidaron, como nosotros olvidamos a todos estos que nos rodean.
Y el viejo señaló las lápidas de piedra llenas de musgo que los años habían pulido y ni siquiera podía leerse en ellas el nombre del difunto.
- Pero lo importante, doctor Silícides, es pintar la mejor hoja, porque en esa hoja están todas nuestras hojas y, en ellas, está el árbol.
Volvieron caminando lentamente, mientras la brisa seguía soplando y, detrás de las ventanas de las casas del pueblo, comenzaban a adivinarse las primeras luces. 

Traducción del poema de Shelley:
Conocí a un viajero de una tierra antigua
que dijo: «dos enormes piernas pétreas, sin su tronco
se yerguen en el desierto. A su lado, en la arena,
semihundido, yace un rostro hecho pedazos, cuyo ceño
y mueca en la boca, y desdén de frío dominio,
cuentan que su escultor comprendió bien esas pasiones
las cuales aún sobreviven, grabadas en estos inertes objetos,
a las manos que las tallaron y al corazón que las alimentó.
Y en el pedestal se leen estas palabras:
"Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:
¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!"
Nada queda a su lado. Alrededor de la decadencia
de estas colosales ruinas, infinitas y desnudas
se extienden, a lo lejos, las solitarias y llanas arenas».

Sobre el instituto Miles Christi

En las últimas horas recibí la opinión de dos personas a las que respeto y a una de las cuales conozco desde hace décadas. Ambos coincidieron en advertirme que, a su juicio, el haber promovido desde este sitio un blog dedicado a denunciar lo que ocurre en el instituto religioso Miles Christi había sido un desacierto.  Creo que en cierta medida tienen razón, reconozco el error y pido disculpas a quienes pueden haber sido afectados. 
Debo aclarar que conozco ese blog desde hace tiempo y que nunca quise hacerme eco de él hasta que pude hablar, hace pocos días, con dos ex miembros del Instituto que me confirmaron algunas, -y no todas-, las acusaciones que en ese sitio se hacen.  
Por otro lado, es preciso recordar que en mi artículo mencionaba al instituto Miles Christi como un caso más entre tantos, es decir, no era un post contra Militem
Sin embargo, y en razón de que efectivamente cabe la posibilidad que en muchos casos los comentarios relaten malosentendidos, resentimientos o, directamente, mentiras, he preferido retirar el post del blog. 
No significa esto que me desdiga de los peligros que veo en muchas nuevas fundaciones sino que, en razón de los testimonios  a los que hice mención al comienzo, considero justo desligar al instituto Miles Christi de esos casos y llamar la atención de los lectores de este bitácora acerca del blog de denuncias mencionado advirtiéndoles que, si bien muchos de los hechos que allí se relatan son verdaderos, muchos otros no lo son o pueden no serlo.

Miserias en el valle de lágrimas

Días pasados nos enteramos que el Santo Padre recibirá en audiencia privada a Hebe de Bonafini, un antropoide totalmente despreciable que, entre otras cosas, defecó detrás del altar mayor de la catedral metropolitana de Buenos Aires y que, en ocasión de la muerte de Juan Pablo II dijo: “Nosotras deseamos que se queme vivo en el infierno. Es un cerdo. Aunque un sacerdote me dijo que el cerdo se come, y este Papa es incomible”. Por supuesto, jamás se arrepintió de sus dicho y hechos.
Ayer nos enteramos que el Santo Padre no quiso recibir a Margarita Barrientos, una humilde mujer originaria de Santiago del Estero que a sus 12 años fue abandonada por sus padres junto a sus once hermanos. Ya en Buenos Aires, se casó y tuvo nueve hijos propios y adoptó otros tres. En medio de la crisis del 2002 comenzó a dar de comer a niños de su barrio, tan pobres como ella. Hoy alimenta diariamente a cientos de ellos. 
Relató en un programa televisivo refiriéndose a su frustrada presencia en la audiencia pública pontificia: “Avisé con tiempo que iba. Un empresario nos pagó el viaje. Fuimos con Juan Carlos Pallarols y la periodista Karina Villela. Teníamos la audiencia. Entramos con la tarjeta celeste, para sentarnos. En un momento vinieron y nos sacaron. Me dijeron que había prioridad por otra gente que había ahí. No me sentí mal en absoluto. Pensé 'estará ocupado’”. Y añadió quien la acompañaba en ese momento: “Estábamos ubicados en el atrio. Y al lado de Margarita estaba la señora de Carlotto. De una manera espantosa nos sacaron del lugar y no nos dieron ninguna explicación. Nos faltaron el respeto. Fue una experiencia triste. Nos sentimos muy maltratados. Dejé una carta que le había escrito al Papa. Nunca me la contestó”.

Días atrás nos enteramos de la polémica desatada en Lima, un pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, a raíz de que el párroco del lugar, P. Carlos Scarlata, fijara un cartel en la entrada del templo indicando cuál era la vestimenta adecuada para ingresar. Allí disponía que no podía hacerse con pantalones cortos, bermudas, chinelas, minifaldas, escotes pronunciados, etc., es decir, lo que cualquier cristiano que posee un mínimo de conciencia y piedad hacia los lugares sagrados hace. A mi juicio, el P. Scarlata cometió el error de hablar con la prensa. (La prensa, siempre es enemiga, aunque sea un pasquín de pueblo. Con la prensa no se debe hablar, ni siquiera se debe enviar una carta de lectores porque es hacerle el juego al enemigo). La cuestión es que los carteles del pueblo se convirtieron en escándalo nacional, apareciendo en los diarios de mayor lectura y en los programas de televisión de mayor audiencia.
El obispo del P. Scarlata, es Mons. Pedro Laxague, hijo de una ilustre y heroica familia francesa que, según dicen los memoriosos, en sus años de juventud fue postulante en la abadía de Fontgombault. Declaró a la prensa: “La Iglesia tiene las puertas abiertas para todos, quiere recibir a todos, atender a todos sin discriminar a nadie. Lo que mira Dios es el corazón de la persona que se acerca a conocerlo. El Señor nunca se va a fijar en la vestimenta, los adornos. Es de hombres, es de adultos, reconocer los errores y pedir perdón. Y yo asumo ese pedido de perdón a la comunidad, a los que se han sentido discriminados”. 


La sombra del siglo XIX es alargada

Vivimos a la sombra del siglo XIX. Quiero decir con ello que, en aspectos decisivos, la imagen del mundo estándar de nuestros días sigue firmemente asentada sobre las claves desarrolladas por varias generaciones de filósofos de aquella centuria. Estos filósofos labraron, a lo largo de un proceso creativo realmente notable, los surcos de las ideas sobre la realidad y sobre el hombre que hoy suelen considerarse obviedades; unos surcos que cualquier ingenuo puede creer ahora que está descubriendo por su cuenta, cuando no hace más que seguir el trazado impuesto por los que fueron sus auténticos pensadores.
Por supuesto, entre los distintos autores decimonónicos encontramos enormes discrepancias: No dice lo mismo Feuerbach que Schopenhauer; ni Marx que Nietzsche; ni Comte que Freud (que es tan decimonónico como el que más, aunque casi la mitad de su vida transcurriera ya en el siglo XX). Pero hay un punto clave que comparten todos ellos, y que le da un aire de familia a todas las propuestas intelectuales de aquel tiempo: su ateísmo. El siglo XIX es el momento en el que se realiza el mayor esfuerzo de la historia de Occidente por pensar la realidad en clave atea. De manera que las principales propuestas filosóficas de esa centuria bien pueden ser entendidas como tentativas para obtener la cosmovisión atea más consistente y verosímil.
Ni que decir tiene que el ateísmo no es un invento del siglo XIX: Ya en tiempos de Sócrates —en pleno siglo V antes de Cristo— sofistas como Protágoras apenas si cubrían su ateísmo con el delgado velo de declararse incompetentes para abordar el asunto de la existencia y los rasgos de la divinidad. Pero lo cierto es que la confluencia de la corriente de pensamiento socrático-platónico-aristotélica con la teología cristiana dio lugar a una imagen teísta del mundo tan persuasiva que durante muchos siglos ningún autor de primera fila se sintió atraído a explorar la vía inicialmente esbozada por Protágoras, Demócrito o Lucrecio. Durante todo el periodo medieval, en incluso a comienzos de la Edad Moderna, el ateísmo estaba reservado a anónimos profesores de la Sorbona, o no menos anónimos «libertinos eruditos». Se sabe de la existencia de esas voces ateas por el eco que despertaron en los grandes filósofos teístas de cada periodo, pero poco más. El gran explorador pionero del ateísmo actual fue David Hume. Y con tal éxito, que sus «Diálogos sobre la religión natural» (publicados póstumamente en 1779, año que podemos considerar como el verdadero inicio del siglo XIX filosófico) constituyen la fuente genuina de casi todos los argumentos ateos que se vienen repitiendo desde entonces hasta la fecha. A mi modo de ver, el lector que busque las razones para el ateísmo pierde su tiempo leyendo a Dawkins, o a Dennett, o incluso al propio Bertrand Russell, puesto que podría acudir directamente a la versión original de las ideas que manejan todos ellos, que no es otra que los «Diálogos sobre la religión natural» de Hume.
Vivimos a la sombra del siglo XIX. Y no resulta sorprendente que sea así, porque la historia del pensamiento se escribe por épocas que abarcan varios siglos. A veces muchos siglos. Las imágenes del mundo pensadas tienden a perdurar mucho más que aquellos que las pensaron. Modificándose a veces con extrema lentitud, y llegando otras veces, también con extrema lentitud, a generar crisis históricas que muestran sus limitaciones (como ocurriera al final del mundo antiguo, y también al final del mundo medieval).
La desproporcionada lentitud de la evolución de las ideas, comparada con la duración de la vida humana, convierte en una tarea prácticamente imposible el atisbar los desarrollos futuros del pensamiento. Bien es cierto que Nietzsche, por mencionar el ejemplo quizás más notable de profeta filosófico, supo ver con cierta antelación lo que sería la gran popularización del ateísmo en el siglo XX, y también el tipo de hombre y de sociedad a que ello daría lugar (el «último hombre», en su terminología). Pero es justo reconocer que Nietzsche fue, en este sentido, alguien dotado de una capacidad intuitiva definitivamente excepcional. Para el común de los mortales, lo único que está al alcance es constatar la situación presente, y tratar de deducir de ella las consecuencias y extrapolaciones más obvias.
La situación presente, por lo que se refiere al pensamiento, viene dada por el hecho de que la cosmovisión decimonónica atea ha triunfado en Occidente, convirtiéndose en la convicción popular por defecto. Al menos por lo que se refiere a ese tipo de pueblo constituido por profesores, académicos, políticos, periodistas, líderes económicos, líderes «intelectuales» etc. Eso implica, para empezar, que no nos hallamos ante unas ideas que puedan ser en estos momentos refutadas mediante simples argumentos, por muy necesarios que estos sean (y los buenos argumentos lo son siempre, con independencia de su utilidad). Pues los que viven inmersos en la cosmovisión decimonónica, ni siquiera se dan cuenta de que están tomando partido por una filosofía, sino que, guiados por la seguridad que ofrece el pensamiento compartido por toda la colmena, tienden a tomar el materialismo ateo, no por una hipótesis, ni por una interpretación de la realidad, sino por la más evidente de las realidades, que resulta ocioso siquiera discutir.
En tales circunstancias, si la experiencia histórica nos permite anticipar algo, es que, salvo sorpresas intelectuales (que también se dan a veces) el materialismo ateo continuará ocupando el papel de pensamiento hegemónico en nuestra civilización hasta que esta sea llevada a situaciones realmente insostenibles y motivadas en parte por las deficiencias de dicho pensamiento. O al menos hasta que nuestra civilización tenga que afrontar situaciones límite para las que no haya salida desde la cosmovisión estándar.
¿Cabe apuntar indicadores de que nos estemos acercando a alguna situación límite en este sentido? Desde luego, resulta muy arriesgado aventurar nada al respecto. Pero a mi modo de ver, comienzan ya a atisbarse problemas muy difíciles de manejar desde las coordenadas del pensamiento vigente (e incluso en parte motivados por él). La catástrofe demográfica hacia la que nos encaminamos es posiblemente uno de ellos. Quizás el más importante. Y la incapacidad de ofrecer un análisis certero (y no digamos ya una estrategia de defensa) frente al peligro de islamización de Europa, bien puede ser otro.
En cualquier caso, y por centrarnos en un solo ejemplo, la familia cristiana, con su compromiso por la fidelidad, la fecundidad y el cuidado de las generaciones venideras podría llegar a ser contemplada en el futuro como una auténtica tabla de salvación, como un ariete contra el muro de aporías del materialismo, cuando se aproxime, o se alcance, el desplome demográfico de una sociedad basada en individuos que buscan maximizar su bienestar en esta vida (la única que existe para ellos). De manera que el testimonio (estoy por decir martirial) de tales familias tal vez nos acerque en su día más a la superación del ateísmo decimonónico que muchos tratados de teología. Ahora bien, cuando llegue el momento, ¿habrá aún familias cristianas en un número socialmente relevante?
Graves amenazas se ciernen hoy sobre la familia cristiana, en buena parte debidas al ambiente ideológico hostil en el que tiene que desenvolverse. Y de ahí que la Iglesia debería hacer cuanto estuviera en su mano por mantener vigente y fortalecer su modelo de familia fiel, estable y fecunda, que constituye uno de los tesoros principales de la perspectiva cristiana. Pero, ¿lo está haciendo? 
¡Ay!, el problema es que la sombra del siglo XIX también se alarga en nuestros días sobre la Iglesia: En aquella centuria, como respuesta al ambiente intelectual cada vez más enemigo, se optó por garantizar la fidelidad a la doctrina cristiana sobredimensionando el papel de la ciudadela romana, que sería el baluarte para siempre inexpugnable. Y así se llegó en la mentalidad popular católica al extremo de confundir la Santa Sede con la perenne morada en la Tierra del Espíritu Santo, y cada palabra de un Papa como un dictamen infalible. Y de ahí el caos que se está produciendo ahora que la ciudadela romana flaquea, y flaquea justo en un tema tan grave como es la enseñanza de la doctrina cristiana sobre el sacramento del matrimonio, el sacramento de la penitencia y el sacramento de la eucaristía. Las aguas del Tíber bajan turbias. Las directrices son ambiguas. Y el potencial disolvente de semejante situación para muchas familias es obvio. Como obvio resulta también el peligro de que la propia doctrina cristiana sobre la familia acabe difuminándose en una niebla de indefiniciones, casos particulares, ambigüedades, alternativas y aproximaciones infinitas a un ideal irrealmente lejano. ¡Y justo la doctrina cristiana sobre la familia!, cuando la dimensión familiar del hombre es posiblemente uno de los elementos de la realidad peor enfocados por el pensamiento dominante de nuestro tiempo.
Reitero y concluyo: Vivimos a la sombra del siglo XIX. Los ateos a su manera, y los católicos a la nuestra. Mucho habríamos ganado si consiguiéramos nosotros reconocer esta circunstancia, de manera que podamos dejar atrás dicha sombra antes de que su oscuridad nos impida maniobrar frente a los escollos.

Francisco José Soler Gil