Con quemante angustia

por Ludovicus
Una de las ventajas de tener un Presidente dotado de nonchalance es que ocasionalmente escapa a la corrección política. Contrariamente a la opinión de tantos bienpensantes, me parece un hallazgo del habitualmente discreto y opaco discurso de Macri dirigirse al rey de España y mencionar la "angustia" de los Congresales de Tucumán ante la decisión de declarar la Independencia. Una mención tan revulsiva como brillante. Qué mejor término que "angustia" para definir el sentimiento de quienes se separaban de la corona. La independencia prematura inauguró más de medio siglo de anarquía, luchas y disensiones civiles escandalosas. Nos forzó a adoptar moldes institucionales inadecuados y mendigar protectorados bizarros, desde un inca hasta una princesa portuguesa pasando por la corona británica, nos sumergió en utopismo revolucionario estéril y en un republicanismo a la francesa, irreligioso y anticonservador, que nos aisló del civilizado mundo monárquico europeo.
Atrasó las ciencias y las artes, colmó de sangre nuestras provincias, generó la anarquía del año 20, endeudó al país con proyectos desatinados, desarmó familias y dilapidó las energías en luchas heroicas, sí, pero a la postre tan inútiles como arar en el mar, como reconoció un responsable de las guerras americanas. Sigo: nos desorientó estratégicamente frente a un Brasil que gestionó su emancipación con mucha mayor madurez y respeto institucional. Consagró el contrabando, sentó las bases para la irresponsabilidad fiscal, dejó inermes a nuestros hermanos indígenas; abrió una grieta entre la civilización y la barbarie, entre la Ilustración y la Tradición, entre las elites y el pueblo. Generó personalismos idolátricos y laicismos también idolátricos. 
Si hasta el presidente de ese mismo Congreso, unos años después, terminó encontrando su "destino sudamericano" degollado por las huestes de un fraile apóstata. Triste símbolo que ciertamente causa angustia al leer el Poema Conjetural.
A pesar de la gloria, a pesar del coraje, a pesar del sentimiento quizás poco templado por la razón de la búsqueda de la emancipación, cómo no iban a sentir angustia.

Volver al cielo


Ilustra, sin duda, el diálogo que hemos abierto en el último post sobre la necesidad de recordar cuál es nuestra verdadera patria y cuál el verdadero consuelo, el ejemplo de la hna. Cecilia Sánchez Sorondo, carmelita descalza de Santa Fe, que murió hace pocos días.
Y en este caso no son necesarias las palabras. La sonrisa de su última agonía es suficiente.

Paráklesis

Cuando los economistas son invitados a hablar en los programas periodísticos, se expiden con solvencia y tranquilidad acerca de problemas como la inflación, el aumento de las tasas y la devaluación. Son opinantes autorizados sobre temáticas que parecen ubicadas en una zona teórica a la que acceden los entendidos y los interesados, pero que no tiene ninguna relación o impacto con la vida diaria del “hombre común”. Sin embargo, y aunque los economistas se olviden, el “hombre común” sufre las consecuencias de esos fenómenos en discusión cuando va al supermercado y debe conformarse con comprar un paquete de arroz y dejar las milanesas. 
A veces nos pasa lo mismo a nosotros: pasamos horas y días escribiendo y discutiendo en el blog sobre los desaciertos del Papa Francisco y nos olvidamos de que verdaderamente lo sufrimos, y lo sufrimos en sentido literal.
En la última entrada escrita por Francisco Soler Gil aparecen los testimonios de dos “formadores de opinión” españoles que se encuentran atravesando, como ellos mismo dicen, “una noche oscura del alma de salida incierta”, y varios comentaristas anónimos del blog en las últimas semanas han manifestado situaciones similares. Y representan a todos los estados: laicos que no saben qué hacer, sacerdotes “que sufren a Francisco” o que “están podridos de Francisco”, e incluso algún que otro obispo. Es decir, Bergoglio, devenido Romano Pontífice, no solamente provoca un daño enorme a la macroeconomía eclesial, como el que provoca la subida sostenida de las tasas de interés, sino también a la microeconomía, es decir, al corazón de los fieles.
No tengo yo, y dudo que alguien tenga, una solución, porque es difícil de entender y de explicar. Todos los católicos sabemos, de entrada, que sufriremos persecución por parte de los enemigos de la fe. Es parte del contrato que firmamos en el bautismo. Sin embargo, es inexplicable y sumamente doloroso cuando la persecución viene de quienes deberían ser nuestros padres y pastores. Quedamos desamparados y huérfanos. No sabemos qué hacer y nos angustiamos. ¿Estará bien tomar una postura combativa contra los malos pastores? ¿No causará escándalo? ¿O, más bien, no será ese nuestro deber? ¿Qué sentido tiene haber vivido décadas luchando titánicamente contra el mundo, el demonio y la carne para que ahora nos digan que fue una lucha inútil porque el mundo es bueno, el demonio es nuestro hermano y la carne es un regalo de Dios que debe expresarse sin torturas? 
Tenemos, sin embargo, algunas respuestas frente a todo esto. Y están en las Sagradas Escrituras. Yo sé que muchos lectores arrugarán el entrecejo: “Eso de andar leyendo la Biblia es cosa de protestantes”, dirán. “Los católicos leemos las obras de piedad y devoción de los santos”. Y entonces, se consuelan, por ejemplo, con las visiones y revelaciones de aquí y de allá, y explican todo el desastre actual porque no se hizo tal o cual consagración. Disparates. Dios se reveló fundamentalmente en su Verbo y nos dejó su mensaje en las Escrituras a través de los autores que Él mismo inspiró.
San Pablo, al finalizar la carta a los Romanos, escribe: “Todo cuanto fue escrito en el pasado, se escribió para nuestra formación, para que con la paciencia y el consuelo que nos dan las Escrituras, conservemos la esperanza” (Rm. 15, 4). Pareciera que nos escribía a nosotros. Dios se reveló por nosotros y las palabras que inspiró nos las dio para recibir a través de ellas la paciencia y el consuelo, a fin de mantener la esperanza. Son tres conceptos que se revelan centrales en estos tiempos de convulsión y soledad. 
En primer lugar, hypomoné, paciencia y perseverancia. Es una virtud olvidada y casi menospreciada. Y, sin embargo, se trata de una de las virtudes a las que mayor protagonismo en la vida cristiana le otorgan los autores espirituales. Escribía Simone Weil: La paciencia "designa el hombre en espera inmóvil, pese a todos los golpes con los que se trata de moverlo". Sobre este tema no vale la pena extenderse porque ya está suficientemente explicado en el texto del P. Miquel, traducido por Jack Tollers y que pueden encontrar aquí. Resulta de lectura imprescindible.
En segundo lugar, paráklesis, que es un término griego tiene varios significados. Acertadamente se lo traduce como consuelo, y ese es el significado que tiene el los textos cristianos. Los autores clásicos, además, lo usan también como llamar a alguien en busca de ayuda. Ambos sentidos nos vienen bien. Necesitamos ser consolados por Dios y llamarlo para que nos ayude. Ya sé que alguno dirá: “Qué blanditos que son. Necesitan ser consolados... cosa de mujeres”. Y la verdad que no. Que todos somos débiles y necesitamos la cercanía de Dios. San Pablo, al inicio de la segunda carta a los Corintios, habla del Dios de todo consuelo que nos consuela en todas nuestras tribulaciones.  Y los misales medievales, -por ejemplo el Missale Sarum, en uso en Inglaterra-, poseían una missa pro tribulatione cordis, que es una misa en la que justamente se pide el consuelo de Dios. Su oración colecta termina con estas palabras: “... para que, libres de toda tribulación y angustia, nuevamente te demos gracias consolados en tu Iglesia”. Los lectores del blog agradeceríamos a los sacerdotes que nos leen, que celebren de vez en cuando esta misa por nosotros. Pueden bajar el texto desde aquí.
Finalmente, todo esto se ordena a mantener la esperanza. Y nuestra esperanza es el cielo. No hay otra; y si buscamos otra, indefectiblemente desesperaremos. A veces nos olvidamos con facilidad de esta primera verdad de nuestra fe: el fin de nuestras vidas no es recuperar las islas Malvinas, ni tener diez hijos, ni leer a todos los clásicos. Es salvar el alma como sea para alcanzar la vida eterna. Y algunos la salvarán soñando con recuperar las islas, otros engendrando y otros enseñando. Cada uno en lo suyo, o cada uno en la tabla a la que pudo agarrarse en medio del naufragio. Pero la idea no es quedarse para siempre flotando en medios del vendaval: la idea es llegar a buen puerto, a esa isla que “solo se aborda al precio de naufragio y procela”, 

La he visto entre las brumas, la he visto en lontananza
A la luz de la luna y al sol de mediodía
Con sus ropas de novia de ensueño y esperanza
Y su cuerpo de engaño decepción y folia.
Esfuerzo de mil años de huracán y bonanza
Empresa irrevocable pues no hay volver atrás
La isla prometida que hechiza y que descansa
Cederá a mis conatos cuando no pueda más.

Busco la isla de Jauja, sé lo que busco y quiero
Que buscaron los grandes y han encontrado pocos
El naufragio es seguro y es la ley del crucero
Pues los que quieren verla sin naufragar, son locos
Quieren llegar a ella sano y limpio el esquife
Seca la ropa y todos los bagajes en paz
Cuando sólo se arriba lanzando al arrecife
El bote y atacando desnudo a nado el caz.
*
Busco la isla de Jauja de mis puertos orzando
Y echando a un solo dado mi vida y mi fortuna;
La he visto muchas veces de mi puente de mando
Al sol de mediodía o a la luz de la luna.
Mis galeotes de balde me lloran ¿cuándo, cuándo?
Ni les perdono el remo, ni les cedo el timón.
Este es el viaje eterno que es siempre comenzando
Pero el término incierto canta en mi corazón.

(L. Castellani, Jauja)

De mártires, rameras, y dos músicas para tiempos calamitosos

Oportunísima crónica y análisis de la muerte lenta por asfixia de una sociedad cristiana bajo el dominio del islam, el excelente libro «Al Ándalus y la Cruz», de Rafael Sánchez Saus, ofrece al lector un cuadro pormenorizado, en el que abundan los detalles que dan que pensar. En las últimas semanas, me ha venido con frecuencia a la memoria uno de esos detalles, a saber, el del triste papel desempeñado por los obispos mozárabes durante la ocupación musulmana de España: obispos en su mayor parte colaboracionistas con emires, califas y reyezuelos; sumisos ante el poder; decididos partidarios de lo que hoy llamaríamos «una política de perfil bajo», y celosamente ocupados por tanto en deslegitimar, condenar y desarticular cualquier intento de resistencia cristiana, o de testimonio cristiano martirial. Instalados de forma permanente en tal actitud «pastoral», los obispos mozárabes constituyeron un factor clave para la desmoralización y apagamiento de los cristianos de aquella sociedad.
He tenido que pensar en estas cosas durante los días pasados, al leer, por ejemplo, el desgarrador artículo de Juan Manuel de Prada «La última luz», que es todo un retrato de lo vivido de un tiempo a esta parte por el escritor, y por tantos otros, y del estado de ánimo consiguiente:

«Son muchos los lectores que me escriben inquietos, algunos muy lastimados en sus creencias, otros en un estado de angustia próximo a la pérdida de la fe, suplicándome que me pronuncie sobre tal o cual desvarío eclesiástico.
Durante muchos años ofrecí mi jeta desnuda para que me la partieran los enemigos de la fe; hasta que, cierto día, empezaron a partírmela también (¡y con qué saña!) sus presuntos guardianes. Hoy atravieso una noche oscura del alma de incierta salida; por lo que, sintiéndolo mucho, no puedo atender las solicitudes de mis lectores angustiados, sino en todo caso sumarme a su tribulación».

Y he tenido que pensar también en estas cosas al leer, no muchos días antes, la confesión no menos desgarradora de Luis Fernando Pérez Bustamante, todavía director de Infocatólica, en los comentarios a una de las últimas entradas de su blog:

«Tú sabes más que nadie de los que aquí han escrito cuántos años llevo en esto. Yo era joven por aquel entonces, lleno de ganas, celo, etc. Ni siquiera había nacido mi tercera hija. Hoy ya soy abuelo. No es desánimo. Es que ya no puedo más. Yo no me convertí a esto. Se están cargando la fe. Y, tú lo sabes, nadie de los que puede hacer algo hace nada. No les importa nada la salvación de la almas, sino el quedar bien y no tener problemas. Solo algunos sacerdotes santos y sobre todo los mártires, con su sangre derramada sostienen lo que queda de Iglesia.
Creo que toca retirarse a rezar y hacer penitencia...»

Al ir recorriendo tales testimonios, me parece como si estuviera, por primera vez, comenzando a entender la perspectiva de los mártires cordobeses del siglo IX, abandonados, traicionados y condenados por aquellos que, como el arzobispo Recafredo, debían haber sido sus pastores. Y empiezo a sospechar que un dolor profundo, aunque bueno y noble, recorre como agua subterránea la historia de la Iglesia. Es el dolor de aquellos que, dispuestos a librar el buen combate de la fe, se encontraron, y se encuentran, y se encontrarán, con que hasta la misma fe es travestida en contra suya. Y es que, como bien comenta Sánchez Saus,a propósito de los mártires de Al Ándalus:

«Nada es más fácil que utilizar los mandatos del cristianismo contra los cristianos que se esfuerzan precisamente en ser consecuentes con su fe y ponen en evidencia, junto con el mundo, a los cómplices de los lobos dentro del rebaño».

Buscando una clave para entender la dinámica que subyace en todo esto, podríamos recurrir al sabio dictum empleado por San Agustín para analizar la tensión de fondo que mueve la Historia: «Dos amores fundaron dos ciudades». Pero podríamos también parafrasearlo así: «Dos amores crearon dos músicas». Y quizás haya sido Tolkien el que mejor haya sabido captar y expresar esta idea:

«Ilúvatar levantó la mano derecha, y he aquí que un tercer tema brotó de la confusión, y era distinto de los otros. Porque pareció al principio dulce y suave, un mero murmullo de sonidos leves en delicadas melodías; pero no pudo ser apagado y adquirió poder y profundidad. Y pareció por último que dos músicas se desenvolvían a un tiempo ante el asiento de Ilúvatar, por completo discordantes. La una era profunda, vasta y hermosa, pero lenta y mezclada con un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza. La música de Melkor había alcanzado ahora una unidad propia; pero era estridente, vana e infinitamente repetida, y poco armónica, pues sonaba como un clamor de múltiples trompetas que bramaran unas pocas notas, todas al unísono. E intentó ahogar la otra música con una voz violenta, pero pareció que la música de Ilúvatar se apoderaba de algún modo de las notas más triunfantes y las entretejía en su propia solemne estructura».

«Un dolor sin medida que era la fuente principal de su belleza». ¿Cabe acaso describir de forma aún más precisa lo que estamos viviendo hoy en el testimonio de los que, siendo conscientes de la demolición a la que viene siendo sometida la Iglesia, se esfuerzan por defenderla, y sufren con paciencia la hostilidad por parte de una «Iglesia oficial» cómplice, cuando no directamente protagonista de la demolición?
Pero hay también otra música en estos tiempos, que es la de Melkor, o, siguiendo la imaginería que nos propone de Prada, la de la Gran Ramera ―o «la religión adulterada, falsificada, prostituida, entregada a los poderes de este mundo»―, que trata de ahogar esa belleza doliente de la lealtad. ¿Y cómo es esa música? Tolkien la describe como una música de fanfarria, «estridente, vana e infinitamente repetida». Y así debe de ser, en efecto, puesto que cuenta con pocas notas, pocos conceptos, y no más de tres o cuatro metáforas que escupe con arrogancia una y otra vez. Son notas simplificadoras, que modifican alevosamente el significado de los temas, con el intento de confundir. Juan Manuel de Prada describe muy bien el impacto de este grosero estribillo:

«Adulterando el Evangelio, reduciéndolo a una lastimosa papilla buenista, enturbiando la doctrina milenaria de la Iglesia, cortejando a los enemigos de la fe, disfrazando de misericordia la sumisión al error, sembrando la confusión entre los sencillos, condenando al desconcierto y a la angustia a los fieles, a los que incluso señalará como enemigos ante las masas cretinizadas, que así podrán lincharlos más fácilmente».

Una fanfarria interminable y monótona es, desde luego, una descripción ajustada de la cháchara que en estos tiempos calamitosos se nos quiere vender como religión, desde el sermón dominical a la declaración papal. Y muy en especial en estas últimas, que han acabado por convertirse, de modo acelerado, en fanfarrias arrogantes y vanas en un estado casi químicamente puro.

Ahora bien, nos advierte Tolkien que la solución no se encuentra en el silencio, puesto que antes de que apareciera el tema doliente e invencible de Ilúvatar, «muchos de los Ainur se desanimaron y no cantaron más, y Melkor predominó». Pero no: La fanfarria buenista y verborreica no prevalecerá. Es demasiado fea como para prevalecer. Y mientras va revelando toda su fealdad, no faltarán voces que nos recuerden que hay otra música, profunda, vasta y hermosa, aunque lenta y mezclada con un dolor sin medida, que nunca podrá ser extinguida del todo. Una música de fidelidad, que permanece imborrable en la memoria del que ha llegado a conocerla, como una nostalgia. Por más que el adulterador crea que basta con esperar a que los buenos músicos se jubilen.

Francisco José Soler Gil

Ocurrencias pontificias

Ayer domingo, de modo extrañamente casual, y mientras se rumoreaba que por la noche el periodista Jorge Lanata emitiría un informe comprometedor sobre la fundación pontificia Scholas Occurrentes (que pueden ver aquí), el también periodista Joaquín Morales Solá publicaba una entrevista al Sumo Pontífice en del diario La Nación, en la que Bergoglio trataba de poner paños fríos a su ríspida relación con el presidente Macri. Es que sabe que lo están sitiando y pueden comenzar a aparecer todos los chanchullos que tiene en su haber y que el gobierno conoce, y estimo que yo que el gobierno también posee las múltiples grabaciones de conversaciones telefónicas del entonces cardenal Arzobispo de Buenos Aires con las que negocia el espía Stiuso.
Pero allá ellos. Lo que a mí me impresiona y atemoriza es el nivel de cinismo e incluso, de apostasía del que hace gala el Romano Pontífice sin que nadie ya se asombre. En síntesis, me preocupa que perdamos la capacidad de asombro y, consecuentemente, de reacción frente al proceso acelerado de de descomposición de la Iglesia que estamos viviendo.
Ya sé yo que hay temas que, en absoluto, son más importantes para tratar en el blog, y sé también que desde el mismísimo 13 de marzo de 2013, desde aquí estamos advirtiendo acerca de la extrema peligrosidad de Bergoglio. Pareciera que no podemos aún desprendernos de esta misión. 
En cuanto a los sucesos de ayer, hay dos aspectos sobre los que quiero reflexionar. En primer término, la disparatada ocurrencia pontificia de las Scholas Occurrentes que, por lo que se ve, no es más que un curro del que usufructúan sus amigotes Del Corral y Palmeyro, dos facinerosos cuya mediocridad condice con la propia del pontífice. Esta fundación pretende tender puentes entre alumnos de escuelas de todo el mundo a través de encuentros y otras iniciativas igualmente ingenuas y estúpidas.. Quisiera saber yo qué puede salir de esos encuentros más que algunos cantitos insulsos, unas cuantas fornicaciones adolescentes y, en el mejor de los casos, un par de conversiones emocionales. Como bien analiza Sandro Magister, Francisco ha cambiado el concepto de educación católica con su divertida ocurrencia. Pero lo que resulta francamente inadmisible es que la Ocurrencia pontificia haya organizado a fines del año pasado un encuentro con alumnos de escuelas católicas y evangélicas en Roma, que finalizó con un encuentro musical en el Aula Pablo VI, financiado por el gobierno kirchnerista con casi un millón de dólares, y del que participaron emblemáticas figuras de la fe cristiana, como Juan Carlos Baglietto, Hilda Lizarazu y Lito Vitale.
Tratemos de recuperar el asombro. ¿Qué beneficio reportó tal encuentro a la fe y salvación eterna de esos alumnos? ¿No se alienta, acaso, con iniciativas de este tipo la confusión entre la verdad y el error, o es que ahora da lo mismo ser católico que ser evangélico, y seguir a Baglietto o a San Luis Gonzaga? Si veinte años atrás algún párroco hubiese hecho algo semejante, creo que habría causado un escándalo diocesano. Hoy, quien promueve el error, es el mismísimo Sucesor de Pedro llamado a confirmar en la fe a todos sus hermanos. El mismo personaje grosero que en los inicios mismos de su pontificado dejó plantada a una orquesta sinfónica en el Aula Paulo VI aduciendo que él no era un príncipe renacentista, organiza ahora un festival de rock y música popular en ese mismo sitio vaticano, confirmando su carácter de matón villero.
El segundo aspecto tiene que ver con el reportaje de Morales Solá, que terminó con la pregunta más previsible: cuál es la relación que tiene el Papa con los ultraconservadores. Es importante señalar que los tales son los obispos, sacerdotes, laicos y redes sociales simplemente católicas, es decir, todos aquellos que son tan exagerados como para afirmar todos y cada uno de los artículos de la fe y pretender cumplir los diez mandamientos del decálogo, afirmando que el no cumplimiento de alguno de ellos es pecado. Y el Papa Francisco, que en la misma entrevista se había mostrado tierno y misericordioso con especímenes de la calaña moral de Hebe de Bonafini, en este caso no se inmutó en afirmar que con esos personajes -nosotros, los ultraconservadores- , lo que hay que hacer, es esperar a que se jubilen y dejarlos de lado. En otras palabras, son personajes que no tienen remedio, que no son dignos ni siquiera de la omnímoda misericordia pontificia, y que lo mejor que pueden hacer es morirse cuanto antes. Sólo falta que la próxima vez sugiera que se haría un servicio a la Iglesia si alguien los ayuda a morir cuanto antes. 
Convengamos que se trata de definiciones terminantes: Francisco está marcando dos iglesias: la suya, a la que él mismo define como abierta y acogedora, dedicada a la promoción del hombre y al olvido de Dios -ver el artículo de Magister citado-, y la Iglesia de Cristo, fiel a la Verdad que Él mismo nos enseñó y que nos fue explicada por la Tradición y los Santos Padres y Doctores.
Frente a esta gravísima situación, nosotros, como laicos, no podemos hacer otra cosa más que estar alertas y advertir que el Lobo Blanco está rondando cada vez más cerca lo que queda del rebaño. Pero quienes tienen la función más delicada y absolutamente indelegable, son los cardenales y obispos puesto que, por algo, la nuestra es una Iglesia apostólica y jerárquica. Ellos debe detener los crímenes del Felón pontificio, y deben hacerlo cuanto antes. Y no basta para hacerlo decir tímidamente alguna cosita aquí y allá, celebrar de vez en cuando la misa tradicional o enrollarse en la cauda púrpura. En algún momento, más pronto que tarde, deberemos comenzar a exigir de algún modo realmente efectivo su reacción, o Bergoglio nos lleva puesto.

Berretta en Ereván

 Buenos días. Soy Juan Berretta. Ustedes seguramente me recordarán. Me hice famoso por la entrevista que le realicé al Papa Francisco en su casita de Santa Marta y por mis intervenciones durante sus magisterios aéreos. Hacía tiempo que podía volver a encontrarme con él y su séquito,  pero, por esas casualidades de la vida, he vuelto a acompañarlo en el avión.
Resulta que como el director del diario para el que trabajo había recibido algunos comentarios maliciosos sobre mis trabajos pontificios, me asignó a otra sección y me encomendó que fuera a cubrir el partido de la selección argentina en Estados Unidos. Y como el diario es medio berreta, me sacó el pasaje más barato que encontró: por Turkish Airline. Iba primero a Estambul y de allí, a Nueva York. Pero cuando llegué a la capital de Turquía estaba muy cansado y somnoliento y me mentí en la cola equivocada. La cosa es que un rato después de volar, avisaron que habíamos llegado a Ereván, lo que a mí me sonaba a cucurucho de helado. La verdad que no tenía idea qué era eso y tampoco podía entender los carteles, todos escritos con rayas y rulitos. Finalmente, me dijeron que estaba en Armenia y, ¡oh bendición de los dioses!, que allí estaba de visita del Papa Francisco. Inteligente y rápido como soy, comencé a buscar a mi amigo Mons. Guillermo Karcher, que seguro me hacía un lugar en el avión para regresar con ellos a Roma. Pero nadie sabía decirme dónde estaba, y muchos se hacía los distraídos, hasta que encontré a un gentiluomo que me dijo que seguro lo encontraría en un barsucho, triste y solo, tomando un Ararat, “perche adesso fa lezione ai chierichetti di Rebbibia”, me dijo. Y, efectivamente, allí estaba el pobre monseñor, acongojado porque lo habían relegado de su papel estelar en el mundillo pontificio. “Otro misericordiado”, pensé. 
Apenas me vio se puso nervioso. 
- ¡Que no lo vean, que no lo vean! Me han prohibido hablar con la prensa.
- Yo no quiero hablar con usted. Yo solamente quiero un lugarcito en el avión. 
- Se lo consigo, pero ahora váyase. Déjeme rumiar mis penas.
Y, efectivamente, cuando llegué al aeropuerto, me dejaron subir en el avión pontificio, custodiado a mi derecha por un monsignorino, y a mi izquierda por Elizabetta Piqué.
Y a poco de haber despegado, apareció el Papa Francisco, locuaz y risueño, como si recién se hubiese tomado la pastilla, o el vasito de ginebra. Mi colega Elizabetta se puso como loca de contenta y el monseñor sacó una lima y comenzó a arreglarse las uñas. El P. Lombardi dio inicio a la conferencia de prensa.
- ¿Cuáles son sus sentimientos e impresiones sobre nosotros los armenios?
- (...) Armenia ha cargado cruces, pero cruces de piedra, pero no ha perdido la ternura, el arte, la música, esos ‘cuarto de tono” tan difícil de entender, y con gran genialidad...
- ¿Está bien de salud Su Santidad? - le pregunté preocupado a Elizabetta - Me parece que está desvariando. ¿Qué tienen que ver los cuarto de tono, que también lo tiene el canto litúrgico griego y, los caldeos y los teníamos los latinos en el gregoriano hasta que al San Pío X se le ocurrió eliminarlos, con los sufrimientos del pueblo armenio?
- Cállese la boca -me dijo la periodista- que el Papa está inspirado por el Espíritu Santo.
Y seguía hablando Francisco:
- (...) Sí, tengo muchos amigos armenios. Una cosa que habitualmente… no me gusta hacer para descansar, pero iba a cenar con ellos y ustedes hacen cenas pesadas… pero era muy amigo, muy amigo, ya sea el Arzobispo Kissag Mouradian, el apostólico como de Boghossian, católico (...)
- Sí, y yo tengo dos amigos judíos y a veces como con ellos vareñikes... ¿qué tiene que ver? Este hombre no está bien - dije despacito. El monseñor que estaba a mi lado puso cara de rata cruel y siguió arreglándose las uñas. 
Le tocaba ahora a un francés, Jean Luis de la Vassiere, que dijo:
- Santo Padre, quisiera agradecerle por mi parte y del semanario La Croix. Vamos camino a Roma y queríamos agradecerle por este soplo de primavera que sopla sobre la Iglesia (...)
- ¿Estái mamao? - grité yo apenas escuché esa barbaridad -si hace más frío que en Siberia.
El francés, muy afrancesadamente, me miró con odio y le tocó el turno de mi amiga la Piqué:
- Felicitaciones por el viaje ante todo. Sabemos que usted es el Papa y está también el Papa Benedicto, el Papa Emérito. Pero últimamente hicieron un poco de ruido unas declaraciones del Prefecto de la Casa Pontificia, Mons. Georg Ganswein, que sugirió que había un ministerio petrino compartido con un Papa activo y otro contemplativo. ¿Hay dos Papas?
- Benedicto, está en el monasterio rezando: yo he ido a encontrarlo muchas veces o al teléfono. El otro día me ha escrito una carta con aquella firma suya, dándome algunas felicitaciones por este viaje, y una vez, no una vez sino varias veces, he dicho que es una gracia tener en casa al abuelo sabio. También se lo he dicho en su cara y él se ríe, pero él es para mí el Papa Emérito, es el abuelo sabio, es el hombre que me custodia la espalda con su oración.
- Es decir, es el viejito gagá al que entretenemos con algún chiste de vez en cuando. ¿Es eso lo que está diciendo? - pregunté a Elizabetta, pero no me escuchó, embobada como estaba.
- (...) Luego he escuchado, pero no sé si sea cierto, esto. Lo subrayo, he escuchado, tal vez sean dichos, pero van bien con su carácter, que algunos han ido allá a lamentarse por este nuevo Papa, y los ha echado, con su mejor estilo bávaro, educado, pero los ha echado. Si no es cierto está bien dicho porque este hombre es así, es un hombre de palabra, un hombre recto, recto, recto.
- Hummm, dije yo. Este es un mensaje que le está pasando al pobre Benedicto: ‘O te portás bien, y no abrís la boca contra mí, o terminás como Celestino, con un clavo en la frente”.

- También estaré yo - seguía diciendo Francisco - y diré algunas cosas a este gran hombre de oración, de coraje, que es el Papa Emérito y no el segundo Papa. Él es fiel a su palabra y es un hombre de Dios, muy inteligente y para mí es el abuelo sabio en casa.
- Betina -le dije la Piqué poniendo cara de inteligente - es un mensaje que está pasado. Si Ratzinger apenas tiene diez años más que él. Si de abuelazgo se trata, ambos están en el mismo estado, aunque uno es sabio y el otro insensato. Y le dice clarito a Ganswein que el único Papa es él, y que el otro es un viejo choto.
- No me hable - me dijo seca la Betina. Y yo seguí escuchando al colega americano:
- ¿Está preocupado de que el Brexit pueda llevar a la desintegración de Europa, eventualmente a la guerra?
Yo me puse contento. Aquí el papa Francisco iba a defender a los pescadores, artesanos y agricultores ingleses que votaron por el Brexit contra sus odiadas multinacionales y finanzas globales. Pero quedé decepcionado. Comenzó diciendo:
- La guerra ya existe en Europa, además existe un aire de división, no sólo en Europa, pero en los mismo países, recuerda usted Cataluña, el año pasado Escocia.
- Lombardi, ¡auméntele la dosis! -grité. ¿Alguien me explica qué es eso de que ya hay guerra en Europa? Este hombre no está bien. La otra vez dijo que ya había estallado la Tercera Guerra Mundial. Pero me tuve que quedar callado. Tres guardias suizos se me acercaron amenazantes.
- Estas divisiones, no digo que sean peligrosas, pero debemos estudiarlas bien, siguió el Papa.
- Pero ¿cómo? ¿no era que había guerra? Y ahora dice que no son peligrosas... Esto es una incoherencia total -dije despacito al monseñor que se había empezado a cortar las cutículas. 
Y seguía Su Santidad:
- Esta es una emancipación más comprensible porque detrás hay una cultura, un modo de pensar, en vez que la secesión de un país, aún no hablo de la Brexit, pensamos en Escocia, en todos estos, es una cosa que ha dado nombre y esto lo digo sin ofender, usando la palabra que usan los políticos, la balcanización, sin hablar de Los Balcanes.
- ¿Está diciendo que detrás de los escoceses no hay una cultura, un modo de pensar, un idioma y una historia? ¿Pero es que este hombre sabe algo de Escocia para decir ese disparate? Seguramente ignora que los únicos que dieron albergue a los pretendientes jacobitas fueron los papas y que el último pretendiente murió cardenal.
- ¿Los qué? - me preguntó el monseñor mientras se mirada las uñas.
Era el turno del periodista alemán:
- Hoy habló de los dones que comparten las Iglesias.  En vista que usted irá dentro de 4 meses a Lund para conmemorar el 500 aniversario de la Reforma, pienso que tal vez este sea el momento justo no sólo para recordar las heridas de ambas partes, pero también de reconocer los dones de la reforma, tal vez sea una pregunta herética, la de anular o retirar la excomunión de Martín Lutero o de cualquier rehabilitación. Gracias.
Y respondió el Papa:
- (...) Él (Lutero) era inteligente, ha hecho un paso adelante justificando el porqué lo hacía, y hoy luteranos y católicos, protestantes, todos, estamos de acuerdo con la doctrina de la justificación, en este punto tan importante él no se ha equivocado.
Yo me agarré la cabeza con una mano y saqué un libro con la otra. 
- Pero eso es mentira, dije despacito mientras buscaba una cita. Santidad, dije en voz alta- ni siquiera la declaración conjunta sobre la justificación de la Comisión Teológica dice esto, se limita a señalar puntos comunes, como dice expresamente. Y leí: "Cabe señalar que no engloba todo lo que una y otra iglesia enseñan acerca de la justificación, limitándose a recoger el consenso sobre las verdades básicas de dicha doctrina”. Por tanto, Santo Padre, si usted dice que está de acuerdo con la doctrina de la justificación de Lutero, usted es el único católico que puede sustentar que el hombre justificado es a la vez justo y pecador; o que “El libre albedrío después del pecado es cosa de título solamente. Y en tanto en cuanto uno obra lo que está en él, uno peca mortalmente” o que el perdón obtenido en la confesión no anula la falta sino que la soslaya; o que la fe sin caridad justifica. Usted está hablando como luterano:¡es un Papa hereje! -grieté con desesperación.
El P. Lombardi hizo un gesto a los guardias que sujetaron por los hombres y estaban a punto de meterme una trompada cuando se acercó un fotógrafo cámara en mano. Eso los detuvo. Yo me tranquilicé y seguí escuchando al Papa:
- En ese tiempo (el de la Reforma) la Iglesia no era un modelo de imitar, había corrupción en la Iglesia, había mundanidad, el apego al dinero, al poder, y por esto él (Lutero) protestó.
- Pero eso es lo que dice un chico que leyó un manual de historia del secundario -dije despacito. El mismo Lutero dijo: “Yo no condeno las costumbres impías de Roma, condeno las doctrinas impías”, o “Maldeciré y reprenderé a los canallas hasta que me vaya a la tumba, y nunca oirán de mí una palabra civilizada. Tocaré a muerto en sus tumbas con rayos y truenos, porque no soy capaz de rezar al mismo tiempo que maldigo. Si digo “bendito sea Tu nombre, debo añadir: “malditos, condenados, maldito sea el nombre de los papistas. Si digo “Venga a nosotros tu Reino” a la fuerza he de añadir “que el papado sea maldito, condenado y destruido”. En verdad rezo con mi boca y mi corazón todos los días sin interrupción “(Lutero, Sammtl. W., XXV, 108)”. 
- Ni se le ocurra decir eso en voz alta -me dijo el monseñor amenzándome con la lima de uñas. 
Y empezó a preguntar mi colega francesa:
- Hace unas semanas habló de una comisión para reflexionar sobre el tema de si las mujeres podían ser diaconisas algún día. ¿Quería saber si ya existe esa comisión y cuáles son las preguntas que tendrían que estudiar y que todavía están por resolver? 
- (...) He hablado con el Prefecto de la Doctrina de la Fe y me ha dicho “mire que hay un estudio que ha hecho la Comisión teológica internacional en los años ochenta”. Luego he hablado con la presidenta y le he dicho si por favor me puede hacer llegar una lista de gente que ella crea que yo pueda tener para formar esta comisión, y me envió la lista, también el Prefecto me ha enviado la lista y ahora los tengo sobre mi escritorio para hacer esta comisión, pero yo creo que se ha estudiado tanto sobre el tema en la época de los ochenta que no será difícil tener una luz sobre este argumento.
- No entiendo, Elizabetta, no entiendo. Si ya está hecho el estudio hace pocas décadas, ¿para qué hacer otra estudio nuevamente?
- Para escuchar la voz de las mujeres - me dijo secamente. 
- Pero los hechos históricos son los que son, más allá que los estudien hombre, mujeres o marcianos. La Comisión concluyó que las diaconisas de los primeros tiempos del cristianismo era ayudantes del obispo en tareas caritativas pero no recibían el sacramento del orden. Para mi que lo está diciendo para quedar bien con los periodistas.
- Ay, pero qué malo es usted -me dijo el monsignorino mientras se miraba las uñas recién acicaladas.
Le tocaba el turno a una colega americana:
- Santidad, en los últimos días el Cardenal alemán Marx hablando en una conferencia en Dublín, sobre la Iglesia en el mundo moderno, ha dicho que la Iglesia Católica debe pedir perdón a la comunidad gay por haberlos marginado. Días después sucedió lo de Orlando. Muchos dicen que la comunidad cristiana tiene algo que hacer con este odio a estas personas. ¿Qué cosa piensa?
- Esa pregunta no vale -dije yo en voz alta- si el que mató a los gays en Orlando era musulmán. ¿Qué culpa tenemos nosotros?
Esta vez fue el monisgnorino quien pidió a los guardias suizos que me sacaran, pero los tipos se quedaron quietitos. Parece que me argumento era convincente.
- Se puede condenar pero no por motivos teológicos sino por motivos digamos de comportamientos políticos o por ciertas manifestaciones demasiado ofensivas para los otros, pero estas son cosas que no entran en el problema. Además hay algunas tradiciones en algunos países, en algunas culturas, que tienen una mentalidad distinta en este problema.
- Pero, pero, eso no puede ser -empecé a gritar- la homosexualidad es un pecado que clama al cielo y debe ser condenado justamente por motivos teológicos y no culturales. ¡P. Lombardi, dígale que está equivocado. Que está diciendo justamente lo contrario de la doctrina católica!
El monsignorino estaba enfurecido. Sacó la lima e intentó clavármela en el pecho. Menos mal que se interpuso el escapulario verde que siempre llevó encima. 
Y siguió hablando su Santidad: 
- Creo que la Iglesia no solo debe pedir perdón como ha dicho ese cardenal marxista, no solo debe pedir perdón a las personas gays que ha ofendido, sino que debe pedir perdón también a los pobres, a las mujeres explotadas, a los niños explotados en el trabajo, debe pedir perdón por haber bendecido muchas armas. La Iglesia debe pedir perdón por no haberse comportado muchas veces. Los cristianos, la Iglesia es santa, los pecadores somos nosotros- Los cristianos debemos pedir perdón por no haber acompañado tantas opciones…
- Y ya que estamos, pedí perdón también porque la luna no es de queso y porque el agua de mar es salada... ¡Este hombre está completamente loco!

Fueron mis últimas palabras. Los suizos me encerraron en unos de los carritos donde las azafatas llevan la comida. Y me quedé allí hasta que aterrizamos. 

No traicionarás

El magisterio de la verdad fue siempre realista: en el amor, además del gozo y el deber de la lealtad, viene incluida la posibilidad de la traición. Por eso la Iglesia repite: “esto sí, aquello no”, con plena e inalterada conciencia de las consecuencias de la Caída, las tentaciones y las emboscadas de los demonios. Si es deseada, pedida, convenientemente obtenida y conservada, la gracia de Dios puede curar hasta la peor enfermedad del alma, con la condición de no disimular en nada la crudeza de la enfermedad, pues sería como sumar una enfermedad a otra, haciendo que el daño recrudezca y la debilidad aumente.
Descuidar la exactitud y hondura de las palabras por medio de caretas o sustitutos provoca graves daños, tanto en lo que respecta a los demás como en lo referido a uno mismo. El denominador común para toda enfermedad moral se expresó siempre entre los cristianos con el nombre de pecado, que es la rebeldía contra el orden dispuesto por Dios para nuestro bien.  No un dios de panteón, indiferente, que despachó al hombre a encontrar todas las respuestas en la naturaleza y en sus propios impulsos, diciéndole “ve por ahí y elige algún bicho que te guste, una mariposa, un cangrejo, y haz como ellos”, sino que empleó recursos puntuales, como la siembra o la higuera, para simbolizar la necesaria disposición espiritual del hombre respecto del Reino al que lo invitaba y el comportamiento exigido para entrar en él: lo que esencialmente está bien (la elevación, el crecimiento) y lo que esencialmente está mal (la aridez, el descendimiento), estableciendo así un impresciptible dictum común desde donde poder considerar luego la multitud de vidas y circunstancias. Y con pocas cosas fue tan terminante como con el matrimonio.
Recién en tiempos como éstos el pecado se convirtió en un “problema”, casi un problemita, una “irregularidad”, la pícara transgresión de una norma, hasta llegar a convertirse en una mera palabra que ya casi no se menciona porque no es correcta e incluso avergüenza, y que en el mejor de los casos sólo sirve para indicar algo que ideológicamente pertenece al bando contrario. Se corresponde con una época de pensamiento exánime, ídolos de barro y ternezas demagógicas. Más todavía, pues en la Escritura hay enojos y castigos durísimos, pero en ningún caso se ven acompañados de chismorreos o asombros pacatos: “¡Oh, cómo has hecho eso!”. La acusación es escueta y el auxilio vigoroso. Dios nos conoce, pero debemos reconocernos. El mayor escándalo es el fruto maldito de la hipocresía, que merece la advertencia más terrible.
Podríamos empezar por preguntarnos: si la consecuencia natural de la relación entre un varón y una mujer es para toda la vida, dado que un hijo lo es para siempre, ¿por qué no va a serlo también su causa natural, que es la unión entre ese hombre y esa mujer? Lamentablemente, esto nos conduciría a un intrincado cotejo de situaciones particulares y, a poco andar, a un inventario de situaciones excepcionales que pujarán por adquirir, en boca de los casuistas, una envergadura que no les corresponde. Además, las situaciones normales de la vida no dan ganancia ni tienen punch, y sabemos bien que artistas, pensadores y comunicadores modernos hace rato que se han subido al tren del posicionamiento y el lucro, y desde allí, bien abutacados, proceden al ablandamiento del rebaño mientras defienden propósitos e intereses que no pueden siquiera barruntar. Lo que no sabíamos con certeza, hasta ahora, era la existencia de tantos vagones cargados de teólogos católicos.
De sacrificio a ágape, de sexo a género, de matrimonio a pareja, de pecado a problema, una línea de caída vertical puede contemplar etapas en su descenso pero no modificaciones en su itinerario ni cambios en su destino. Lo primero que se debe considerar es el ingreso de términos sin rango espiritual, portadores de nociones vagas, en el vocabulario de las esencias. Y luego el emplazamiento victorioso de ese alfabeto insustancial en la religión, hasta adulterar la fe de los sencillos... y de los complicados. No es tan simple afirmar algo sobre el destino último de quienes, aun llevando una vida esencialmente honesta, han sido conducidos por mercachifles del oficio sagrado a dudar de la existencia del infierno. Más seguro sería considerar el domicilio final de quienes los han conducido.
La encrucijada es la palabra.
Bruckberger, en su “Historia de Jesucristo”, dedica un bello examen a la Transfiguración, y dice allí que Dios Padre, en el Tabor, con la presencia de Moisés y Elías, cerró el ciclo de las profecías veterotestamentarias, es decir, el ciclo de su propia voz en la historia, que a Cristo señalaba. Después de cubrir con una nube a los apóstoles boquiabiertos, les anunció que la Palabra quedaba desde entonces enteramente depositada en su Hijo, el Elegido, el mismo rabbí que ahora refulgía en un anticipo de su futura gloria. Por eso el último parlamento del Padre fue tan breve y conminatorio: “Escuchadle a Él”.
San Juan de la Cruz lo explicó de manera inigualable (Bruck lo menciona y Straubinger lo cita): “Como si dijera: Yo no tengo más verdades que revelar, ni más cosas que manifestar. Que si antes hablaba, era prometiendo a Cristo; mas ahora el que me preguntase y quisiese que yo algo le revelase, sería en alguna manera pedirme otra vez a Cristo, y pedirme más verdades, que ya están dadas en Él”.
Desde que habitó entre nosotros, la Palabra es del Hijo porque Él mismo es la Palabra. Todo quedó dicho por Él y en Él: de eso dieron testimonio los apóstoles, que nos legaron un testamento sellado. Ya no puede haber una mejor novedad; ni siquiera puede haber una novedad. Ciertamente, al ser Palabra divina, sólo en la Parusía se manifestará plenamente, pero desde aquel entonces y hasta el presente fue extendiéndose, o mejor dicho “levando”, mostrando de a poco su volumen y estatura.
Mártires y Padres, Doctores y Maestros, la fueron esparciendo, irradiando. Al hacerlo, les resultó ineludible enfrentar errores y mentiras. Predicaron la Palabra divina y combatieron cada novedad fabricada con la palabra humana. Todo comienza por palabras que tarde o temprano desnudan intenciones. Las ocurrencias de aquellos hombres que pretenden desdecir, corregir o reemplazar la Palabra del Señor de la Historia, fueron y serán siempre inspiración del Enemigo. Sólo con Cristo se puede resistir esa oposición sutil y poderosa.
En su capítulo 5, después del Sermón de la Montaña, Mateo incluye esos pasajes terribles (17-48) en los que el Señor se refiere a la Ley antigua, que Él perfecciona pero a la vez preserva: no vino a abolirla sino a darle cumplimiento, y de ella ni una tilde pasará. La Palabra no está contra la Ley, que procede del Padre, sino contra los escribas y fariseos que se disfrazan de padres. Pues bien, entre esos renglones implacables figuran las admoniciones a los esposos: no sólo no cometerás adulterio, sino que tampoco serás adúltero en el corazón, ni causa de adulterio.
Proceden de Cristo, y sobre su Palabra no se puede introducir novedad ni inculcar doctrina opuesta. Lo que sí se puede, y se debe, es iluminar con ella la inteligencia y el corazón, y conducir o corregir a partir de ella, de su Palabra, la realidad, con la guía del magisterio de siempre. El único remedio eficaz para cada situación particular compleja, para cada sufrimiento o descarrío, es el que permanece vinculado a la Palabra de Dios y a la vida sacramental. Los hombres, puestos a resolver en estos casos, deben ser dóciles a ella y pedirle a su autor la gracia para aplicar una justicia superior a la de los escribas y fariseos, o no entrarán ni dejarán entrar a otros en el Reino de los Cielos.
El adulterio es una traición, y la traición siempre se cultiva en secreto. Es en esta oquedad donde puede intervenir la gracia para sanar interiormente. El remedio también opera en lo secreto. Es frecuente pendular de lado a lado, “buscarle la vuelta”, y al fin deslizarse. Dejarse llevar, de una parte, por la ira y el resentimiento, que sólo producen pensamientos lóbregos; y de la otra, por la ponzoña que procede de los maliciosos, los analistas, los “socios en la desgracia” y los entrometidos, que acarrean su lástima postiza, sus recetas de cubil, su solidaridad mezquina, su compasión trivial. Facilitan el hallazgo de ese límite de aflicción en donde se hace posible afirmar “ya no puedo más”. Y aun cuando es indudable que algunas situaciones no dan para más, o peor, que nunca debieron haber comenzado, vemos cómo se siguen multiplicando aquellas que, merced a tanto altruismo, ejemplaridad y comunicación, rápidamente alcanzan niveles de desprecio, vejación y crueldad. Con todo, es un grave problema creer que el mensaje cristiano sitúa en el mal el quicio moral de la creatura, en la superación histórica del dolor el cumplimiento de la obra redentora y en la automática exculpación de los pecados la salud del evangelio.
El pecado es algo grande e importante. No es un “inconveniente”, un bacilo, un germen africano. Es algo formidable. Algo que se mide con reinos terrestres y paraísos celestes. El Señor le dedicó un habitáculo inviolable y una reparación sagrada dentro de su Templo, para que el mundo se postre y enmiende y la vida futura se ate y desate.  Ponerle un rostro a cada “conflicto”, como ahora se pide con jerga anodina, más propia de la mercadotecnia, lleva a lo contrario: a ponerle un pecado a cada rostro, como en un cónclave de comadres, hasta que se conviertan en registros porcentualizados y absorbidos. Esa mueca compasiva fomenta la habitualidad y ayuda a eludir la debida reparación, que no se negocia en convenciones.
 El Señor es un Dios Niño, lo fue, pero no un dios aniñado. No es un dios manipulable, ni es un dios manipulador. Nuestras farsas y debilidades no lo sorprenden, y a nosotros no deberían sorprendernos sus duras exigencias de Dios verdadero. “No cometerás, no inducirás”... En el principio no era el mundo y la verdad no está en el piso: sólo existen caminos de descenso o ascenso. No hay secretos de por medio, ni novedades en pausa, ni otro Cristo para anunciar. La torpeza de experimentar recursos livianos tiene un resultado temible: dejar caer las tildes por el camino, abandonar la Ley, extraviarse de la Palabra, perder el Cielo, y ocultarlo a los demás.
Siempre hay un propósito que se puede recuperar y ubicar de nuevo adelante para superar, juntos o en soledad, preferiblemente juntos, la desdicha conyugal. Por ejemplo, los hijos. El regocijo de ser más fuertes que el enojo y la amargura. Un legado de integridad y de entereza. El honor de seguir corriendo la buena carrera. Cada cual sabe lo suyo. Y si no lo sabe, o lo olvidó, no hay mejor consejero que san Pablo. No existe vida sin encrucijadas dolorosas, y de ellas sólo se sale por el camino difícil y angosto. Ese precio, al costo que sea, es el que cuenta, ya puesto sobre la Mesa el premio incalculable.
No es imposible recobrar el ánimo. Se empieza por hacer oídos sordos a las voces que, fingiendo acompañar, desvían. Hay que desechar ese murmullo hostil, esa solidaridad inicua, venga de donde viniere: contra lo que aparenta, emana de la frialdad del corazón. El que alimenta nuestra autocompasión es un enemigo, lo quiera o no. Ni la congoja sentimental ni la miseria material son el centro del Evangelio. Nuestro Señor no estableció un consultorio ni fundó un partido; fue incluso muy terminante con estas cuestiones. Él decidió algo distinto: marchó a derrotar a la muerte y, con ella, a la tristeza. En medio de la nube oscura, a solas con Cristo, no hay más voces ni primicias. ¡Escuchadle a Él!... Su Palabra contiene la misericordia que de verdad conforta y la promesa que de verdad se cumple.
Aun cuando quedan por considerar muchas otras instancias dramáticas de esta hora (como, por ejemplo, en qué condiciones llegan hoy un hombre y una mujer a ser esposos, si es que llegan, y qué los rodea), el tema sigue gravitando en torno a la misma y única Palabra. No hay panes especiales para entregar según las circunstancias. No hay un suplemento dietético de la verdad. No se nos ofrece una salida fácil porque no nos espera una justicia inútil, ni una paz efímera, ni una alegría leve. Cristo no repartió mendrugos: su alimento sobró. Y en la hora oscura no dijo: “esto ya es mucho, hasta aquí llegué”. Con el cielo cubierto de terribles ángeles invictos a su mando, eligió dar su Vida por nosotros, para levantarnos a nosotros, para llevarnos adonde no podíamos llegar de ninguna manera.
La Palabra ya se pronunció: un hombre y una mujer unidos son una sola carne; no separemos lo que Dios ha unido; no cometamos traición, ni en lo secreto del corazón, y tampoco seamos causa de traición. Es duro y difícil, pero no se nos ocultó nada. En ocasión de pecado busquemos el remedio que restaura, no el convenio que acredita.
Por los entristecidos, los extraviados, los que se ven sometidos a confusión y oscuridad, pidamos a María, la vestida de sol.

Alex