Cinocéfalos, ángeles y otras criaturas

Bienquerido Wanderer, 
gracias por contar un tema tan interesante y valioso, pues sus múltiples resonancias rozan las fibras más íntimas de nuestra Fe. Déjeme adivinar lo que subyace –o evoca, por caso–  su escrito, a ver si emergen algunas ideas sugestivas para el debate y la reflexión. Y después me da su veredicto, claro.
Ahí va el intento:
1) Hay un racionalismo lapidario, una lógica descarnada que de tan prosaica se vuelve estéril. Los de este bando, piensan haber llegado al fondo de la realidad por el rigor conceptual o la exactitud científica ¡Error! Han precisado en sus mentes una porción de realidad que han desencantado, arrebatándole su halo de misterio. Piensan haber descubierto todo y no se han dado cuenta que sólo han visto –al buen decir de Chesterton– las espaldas del mundo. O como dice un amigo, no conocen el reverso de la trama, donde habita esa luz nativa que irradia el orbe y cautiva, en contraparte, los ojos de espíritus atentos.
2) Si hay una exactitud científica –universal y necesaria–, hay también una exactitud poética. ¿Cuál es? Mandrioni dice algo así (cito de memoria): “La palabra justa o exacta del poeta es la que logra introducir la mayor carga significativa y evocativa en el corazón de la palabra”. En virtud de lo cual,  también es capaz de mostrarnos ese universo espiritual inasible que desborda cualquier intento de conceptualización. Justeza de la dicción al servicio de la evocación, así es la gramática poética.
El poeta ve diamantes antes que astros porque tiene memoria, me dijo un monje una vez. Y tenía razón. Usted dice que hay hadas en los bosques y el rey David que la noche a la noche le susurra el mensaje de una gloria divina… El que no alcanza a vislumbrar estos secretos de la creación, no hay ciencia ni filosofía que lo salve.
3) Imaginación y sensibilidad disponen el corazón; hacen de suelo firme y fértil no sólo para la germinación de la ciencia –según el citado Perse–, sino del pensamiento y, en última instancia, de la Fe. ¿Y de qué se nutre la imaginación sino es del mito, los cuentos de hadas y esa poësis perennis de la que habló Claudel? ¿Cómo adentrarnos en ese mundo maravilloso de Dios, si no hemos vivenciado la fantasía? No la fantasía egoísta, de realismo superficial, que sueña con mujeres lindas y manjares suculentos. No. Se trata de la fantasía desinteresada que enseñaba Lewis, “con pan mágico y rocío de miel”.
4) Y entonces Bruckberger da en la tecla cuando propone la poesía como auxiliadora de la Fe. Aquí es donde creo –y ya es mi última intuición aventurada– que recordó las palabras de su estimado John Senior: “Cualquiera sea nuestra especialidad, nuestra vocación, nuestro trabajo, todos somos amantes; y mientras que sólo los expertos en cada campo deben conocer matemáticas, ciencias u otras artes, todos debemos ser poetas en el camino de la salvación.” Porque hasta tanto no se haya restaurado el amor por medio de una poesía vital, que lo griegos denominaron psicagogia, la razón no echará raíces; y nuestra Fe se volverá pacata y aburrida mientras no repare en la voz del poeta, símbolo poderoso que le señalará esa eternidad sabrosa a la que pertenecemos…
En fin. Verá que hay mucha tela para cortar, pero soy sólo un aficionado asomado a las entrelíneas de su post. Mejor que prosiga la tejedora en boca de los que saben. 
Yo me marcho y le queda a usted mi afecto,

El Poeta

A midsummer’s nigthmare


Anoche soñé lo siguiente: que llegaba diciembre, con Bergoglio con 80 años cumplidos.  Que éste, advirtiendo que su ciclo estaba agotado, que había disparado todas las bengalas de pólvora trucha que le quedaban, que se repetía como Bill Murray en El Día de la Marmota, anunciaba en un latín macarrónico que renunciaba al trono de Pedro pero no a la lucha, convirtiéndose en el Segundo Papa Emérito Viviente. Pero que declinaba el honor de vivir junto al Abuelo: él era un Pastor, no un intelectual de gabinete.
Que preparaba minuciosamente su sucesión, quizás ungiendo a un prelado de lengua germánica y noble apellido.
Que volvía a su país y a su barrio, para continuar caminando juntos en la Argentina, como su obispo emérito y popular. Que venían días difíciles para la Patria Grande, y que su lugar estaba junto al pueblo, agredido por el imperialismo y el poder de las finanzas. Que no quería más honores que los de un cura de barrio que pudiera predicar todos los domingos sus sermones y recorrer los barrios con sus zapatos gastados. Y que convocaba a un gran Frente Ciudadano para que todos los argentinos pudiéramos comer en la misma mesa y dormir en la misma cama.

Me desperté temblando, mientras una ola de alivio me inundaba. Era una pesadilla. Macri piensa lo mismo.

Ludovicus

Del cosmos como obra de arte (y cinocéfalos)

Publicaba hace unos días Wanderer una bella defensa de la poesía como auxiliar de la religión, bajo el título «De cinocéfalos y ángeles».
Si este blog, en lugar de ser un espacio virtual, fuera tan físico como la taberna «Del Águila y el Niño», creo que dicho texto hubiera dado pie a una intensa y agradable tertulia, en el rincón junto a la chimenea. Y creo además que alguna protesta por mi parte se hubiera escuchado ahí.
Desde luego, no le reprocharía la defensa de los cinocéfalos, por muchas razones. Entre otras por respeto a San Cristóbal; pero también por su parentesco con Anubis, que vigila una balanza en la que no puede pensarse sin temor ni temblor. Ahora bien, ejerciendo la cerveza de mediadora, y cuando la niebla de las pipas se fuera ya espesando, sí que le afearía la contraposición entre ciencia y poesía que se desprende de las reflexiones culminantes del artículo:
«Por eso, la poesía termina siendo la mejor auxiliar de la religión, y un medio privilegiado para atravesar este valle de lágrimas, poblado de los fríos cálculos de los hombres de ciencia, etc.».
Y es que Dios es el más verdadero Poeta, y su poema, su obra de arte, es la creación. Por eso, la actividad de la primera y memorable centuria de científicos modernos (los Copérnico, Galileo, Kepler, Newton...) no era fría, aunque sí calculadora. ¡Y qué pasión la de aquellos cálculos! Pues de lo que se trataba, ni más ni menos, era de poner al descubierto párrafos enteros, y estrofas, y cantos, de ese gran poema que estaba aguardando ser leído desde el primer día del mundo.
Querido Wanderer, queridos amigos de esta virtual taberna errante, ¿pueden imaginarse la emoción que tuvo que sentir por ejemplo Kepler, cuando después de casi una década de intensísimos desvelos, pudo por fin comprender el simple y elegante ritmo de los versos divinos que cantan el camino de Marte por el firmamento?
Diez años de intentos y fracasos, de noches de insomnio y de dudas. Pero alentado en todo momento por la seguridad de que estaba estudiando la obra del Poeta incomparable, y que era una obra compuesta de modo que nosotros, hechos a su imagen y semejanza, pudiéramos entenderla. Y al cabo... las leyes del movimiento planetario: hermosas, sencillas, dotadas de una gracia luminosa. ¡Divinas!
«Verachtet mir die Meister nicht, und ehrt mir ihre Kunst!», es decir, «¡No me despreciéis a los maestros, y honradme su arte!», es la enérgica amonestación de Hans Sachs en la escena final de «Los Maestros Cantores de Núremberg». Y la misma enérgica amonestación vale también en este caso: ¡No me despreciéis a los verdaderos científicos! Es decir, a aquellos que no han perdido el sentido religioso y poético de su obrar, y se acercan con amor, y pasión y reverencia a los versos de la naturaleza.
Dice el salmista: «Los cielos narran la gloria de Dios», y debemos por ello quedar agradecidos a los que dedican su vida a poner al descubierto más y más detalles de esa gloria. ¡Qué enorme, qué fecundo y qué lleno de maravillas es el universo creado por Dios! Ya nos había advertido el sabio cardenal Nicolás de Cusa que, siendo Dios infinitamente generoso, no cabía esperar de su «fiat» otra cosa que la creación de un cosmos tan similar a Él mismo como fuera posible. Y el trabajo de los grandes científicos ha consistido en mostrarnos, de generación en generación, nuevos aspectos de esa realidad exuberante que es el universo, como poema y canto del Creador.
Por tanto, «Verachtet mir die Meister nicht!», y no caigan en la trampa de dejar las reflexiones sobre la ciencia en manos de ese pueblo mezquino de los cientifistas de nuestro tiempo (o mejor dicho: «de los cientifistas decimonónicos», pues ese es su mundo mental, aún en nuestros días).
Todo ello, por supuesto, sin menosprecio alguno de los poetas, ni desdoro de los cinocéfalos.
Francisco José Soler Gil

Las sandías de Leticia

Circula por Internet un texto muy interesante. Se trata de un explicación for dummies, y para neocones y, en realidad, para todo el mundo, acerca del valor relativo del famoso magisterio pontificio que el Papa Francisco acaba de dinamitar de modo solemne con su pasquín sobre los amores adulterinos y el uso del celular durante las comidas familiares. 


En medio del fatigoso debate desatado, una vez más, ante el reciente documento Papal, respecto de si ahora sí se puede tal o cual conducta, o ahora no, si la Iglesia ahora me permite tal o cual cosa, o decide declarar mala tal otra, me parece oportuno avisar una verdad básica que se da un par de casilleros previos a este asunto. Una verdad tan robusta como simple. Verdad básica, sea tal vez ese el adjetivo que busco. Básica de basal, claro. 

Y es avisar que el Magisterio de la Iglesia es el segundo piso de un edificio donde es posible pintar sus paredes del color que se quiera… pero es imposible modificar su ubicación catastral. Avisar —dicho más del derecho— que el Magisterio de la Iglesia no cambia ni decide nada (aunque muchas veces dé un poco esa sensación o imagen, ciertamente). El Magisterio de la Iglesia, como el término ya indica, es un ente docente, que enseña (con más o menos destreza) algo que ella no determina. 
El Magisterio de la Iglesia no tiene mucho más “poder” del que tiene un maestro rural enseñando los ríos de cada provincia del país, o, si se quiere realzar un poco su status, digamos, del que tiene un profesor de astrofísica repasando a su alumnado los planetas conocidos del sistema solar. Al docente no le atañe agregar ni modificar cuál sea la capital de Formosa ni el recorrido del Pilcomayo. Ni al docente raso ni a la máxima autoridad del Ministerio de Educación. 
Todo magisterio es descriptivo de una realidad preexistente. Por supuesto, la docencia puede ejercerse mejor o peor, pero nunca puede quedar en posición adelantada respecto a la ciencia, que es la que le marca la cancha, ya sea ciencia empírica, ciencia filosófica o ciencia divina. 
Pero a su vez, la ciencia, cual fuera, tampoco establece la realidad: justamente su rol consiste en descubrirla, no en inventarla. Es valiosa la etimología de “docente” en algunas lenguas —las germanas, por caso— donde expresamente se ubica al docente por debajo de la sabiduría. La ciencia descubre, no inventa. No es artífice. Sólo descorre cortinados. 

Curiosamente, los científicos —a los ojos de los piadosos— tienen fama de arrogantes, de soberbios, de pretender saberlo todo. Y puede que incurran en algo de eso en sus secretas expectativas… pero notablemente jamás un científico pretendería arrogarse el derecho o la posibilidad de determinar la realidad. Ella está allí. Antes. Y ella manda. El bendito Dasein: ese estar ahí, más allá de todas nuestras especulaciones, expectativas y pretensiones. 

De modo que se dan normalmente tres eslabones firmemente encadenados: el docente que explica lo que la ciencia descubre de la realidad manifiesta. De idéntico modo —y tal vez como el ejemplo más puro y emblemático de esta terna— el Magisterio de la Iglesia explica lo que la Revelación nos desvela acerca del Misterio, en su Realidad divina y humana. Incluso el Magisterio extraordinario declarando dogma la Inmaculada Concepción: ni la genera ni la desvela: anuncia con certeza lo que la Revelación le manifiesta acerca de la Realidad de la Virgen.

Así las cosas, es importante que el católico de a pie entienda que un Papa no decide qué está bien y qué está mal. No pone ni saca, como ningún docente pone ni saca ríos de provincia ni planetas del firmamento, ni catetos del triángulo. Lo que está bien, lo está desde siempre; y lo que está mal, siempre estuvo mal y seguirá estando mal. A los papas (y todos los docentes que estamos debajo suyo) nos atañe explicarlo con renovada destreza, con mejor ingenio, con un novedoso enfoque pedagógico, si se quiere. Pero no nos incumbe establecerlo. 

Agreguemos de paso, que “algo está mal si hace mal y está bien si hace bien”. Y hace bien cuando tal acción mejora nuestro ser, nuestra realidad. La moral cristiana es tan simple, tan pura, tan cristalina como eso: secuela esse, seguir al ser. Porque el deber ser es idéntico al ser. En una paridad abrumadora, aplastante. Nuestra moral no nos conmina más que a un simple “let it be”, siempre que ese “be” sea algo más que el zumbido de abejas y cuente con la insoportable densidad del ser. 

Cuando los investigadores descubren que los rayos solares producen cáncer y lo avisan a la comunidad médica y ésta lo baja a la sociedad: ninguno está “cambiando” nada sobre la realidad. Desde que hay sol y hay humanos, esto fue así. Antes de que se descubriera. Y antes de que se avisara. Y antes de que algún alegre desaprensivo, nopasanadista, insistiera en tomar sol al mediodía sin hacer caso. O que un dictador excéntrico decretara que en su imperio el sol no hace daño. 
A su vez (y esto es crucial para el distorsionado imaginario colectivo): nada cambia, nada modifica, nada incrementa ni disminuye el daño que la radiación ultravioleta le genera a mi piel el hecho de que: yo sepa, yo no sepa, yo lo sepa a medias pero no lo crea, yo lo sepa posta pero me importe un belín, yo termine o no termine de comprender los daños inherentes a los rayos ultravioletas… sea como sea mi situación: si no me cuido, el melanoma se llevará mi vida sin atender a mi subjetividad. 
Y también es interesante repasar la verdad inversa: si hoy la ciencia descubriera que en realidad no hace daño combinar vino con sandía, y los canales docentes así nos lo informaran: esto no “entra en vigencia” a partir del día del comunicado de la OMS: sino que nunca jamás hizo mal. Ni a mí, ni a mi tátarabuelo. Y todos los que se privaron del vino ante la sandía, se privaron al divino botón. 

El cristiano medio cree, contrario a todo esto, que en el caso de la ciencia moral (esa que explica qué conductas nos hacen bien y cuáles nos desfavorecen), cree que la VERDAD sale por decreto. O sea, entra en vigencia, por decreto. Que se genera por una voluntad. Algo así como si la OMS decidiera bajar de su listado una enfermedad, mágicamente tal enfermedad dejara automáticamente de ser tal (y de hacerme mal, claro). Son taras de corte guillermomorenista, que nos alientan a creer que si yo bajo el número del INDEC, bajo la inflación. Creer que la naturaleza imita al arte. 
Pues no. No. Y no. 
Todo eso es voluntarismo puro y duro.

Lo cierto es tan abrupta y diametralmente opuesto, que la Doctrina cristiana insistirá, en un colmo de honestidad, que ni el mismo Jesucristo, ni el ipsísimo Dios, determina qué esté bien y qué esté mal. No se contenta con decir: “esas cosas no las deciden los humanos, las decide Dios”. No, no. ¡Ni Dios las decide! Nadie las decide. ¡Son! Porque Dios las hace, son. Y porque son, obligan.
Cuando san Juan en su Prólogo llama al Logos Eterno “el Exégeta” está avisando algo de esto: el Hijo Eterno es Quien nos revela, nos explica, nos manifiesta lo-que-ya-es y Lo-Que-Ya-Es. Cristo es “la Ciencia del Padre”, como gustan decir los Padres. 

Volviendo al Magisterio papal: entiéndase bien, de una buena vez. El Papa no es tan sólo que no “deba”, sino que directamente le resulta por completo IMPOSIBLE tornar disoluble el matrimonio, ni tornar bueno lo que hasta ayer fuera malo. Ni el Papa ni Jesucristo. Porque el matrimonio es intrínsecamente indisoluble, es que Nuestro Señor así lo revela, y porque Él así lo revela, es que el Magisterio así lo enseña. 

Sí atañe al Papa de turno esmerarse en explicar más y mejor la compleja realidad humana, que está allí desde siempre y que nos fue manifestada por Jesucristo. Y en esto puede fallar también. Pero dejemos de lado por el momento ese margen de error para ubicarnos bien ante el peso específico del Magisterio. Es un ente docente. Ni menos de eso, ni más, claro. 
Como un buen maestro, el Sumo Pontífice está para ayudarnos a comprender lo que Cristo nos ha manifestado acerca de la REALIDAD. Se esmerará en refinar con ingenio y aggiornamento el recurso didáctico; no la certeza de ciencia; y mucho menos aún: la cosa en sí, objeto de tal ciencia. Un Papa ni genera realidad ni genera tan siquiera la Sacra Doctrina (conformada por las Sagradas Escrituras y la Tradición). Lo suyo, su rol, su función, su servicio, es enseñarla. De modo ordinario (con margen de error) o de modo extraordinario (sin margen de error): enseñarla.
Recién entonces cabe habilitar el asunto tan en boga respecto a que los Papas, en el ejercicio de este rol, pueden acertar y pueden desacertar y cuáles son los límites de una y otra posibilidad. Pero eso viene después. Después de entender bien que ni la realidad ni la manifestación de esta realidad está en juego, sino la enseñanza de la manifestación de la realidad. 

Pero hay más (y en los tiempos actuales es mucho más que más lo que atañe a este más): hay que saber que un Papa no sólo no genera Realidad ni genera Revelación, limitando su ministerio a hacer el Magisterio de ambas. Sino que, además de su ministerio petrino con su rol magisterial, tiene una vida propia. Como el maestro rural tiene una vida y el catedrático de Oxford tiene una vida. Y el lustroso oxoniense tiene todo el derecho a opinar sobre el arbitraje del último partido del Tottenham Hotspur. Aunque a los viejos carcamanes del Consejo Académico les pareciera que el profesor no debería emitir opinión alguna fuera de lo estrictamente escolar. Lo mismo vale para el Sumo Pontífice: escandalizarse porque opine sobre San Lorenzo o sobre los osos panda en extinción no está bueno. Lo importante es saber diferenciar bien cuándo está siendo docente desde su cátedra y cuándo no. 

Recapitulando: 
PLANTA BAJA: está la realidad, creada e increada, ahí está. Y allí mismo ya está la norma moral que es idéntica a la realidad sin corrimiento alguno. 
PRIMER PISO: luego está su manifestación: autoelocuente en el caso de la realidad creada, se muestra a la razón natural; y como misterio en el caso de lo increado, se revela a la Fe, por la Escritura y la Tradición.  
SEGUNDO PISO: el aparato docente, que en variadísimos registros se ocupa de transmitir lo que el primer piso le refiere sobre la planta baja.
AZOTEA: nada, el cobertor del edificio; alude en esta parábola a todo aquello que el docente haga y diga por fuera de este específico rol de transmitir lo que el primer piso le refiere sobre la planta baja. 

Esto es un edificio, y es valioso como totalidad y en cada una de sus partes. Aunque, claro está, en el negocio inmobiliario, no todo vale lo mismo (ya lo dijo un griego: soy amigo de la azotea, pero más amigo de la planta baja). No obstante, insisto: cada espacio tiene su nobleza y valor. Lo realmente importante (y acuciante) es saber bien dónde uno está parado y no confundirse de lugar. Pues ha pasado —y por desgracia seguirá pasando—, que más de un distraído, caminando por la azotea, o el balcón del segundo piso, creyéndose al ras del suelo, fue víctima de un suicidio involuntario. 


De cinocéfalos y ángeles

Hace algunos meses tuve una interesante discusión con un querido amigo a raíz de un documental sobre la Edad Media que yo considero como muy bueno, y él considera como muy malo. Y uno de los puntos sobre los que él se apoya para calificarlo de esta manera es que el presentador sostiene insistentemente que los medievales creían en la existencia de hombres con cabeza de perro, lo cual los hace quedar como ignorantes y primitivos en consonancia con las leyendas del oscurantismo medieval.
Es probable que la insistencia sobre el tema sea un poco exagerada pero el hecho histórico comprobable es que, efectivamente, los hombres de la Edad Media -o buena parte de ellos-, creían en los cinocéfalos y, más aún, solían representar a San Cristóbal como uno de ellos.
Pero no me interesa discutir aquí acerca de si, efectivamente, este athelta Christi tenía cabeza de perro o no, si fue bautizado en Antioquía y murió mártir, o si tales personajes no son más que resabios del folclore egipcio. Lo me interesa discutir es lo que yo le respondí a mi amigo: que no me preocupa en absoluto que los medievales creyeran en este tipo de criaturas; es más, me resulta de lo más simpático e interesante y que, enfurecerse porque alguien quiera desprestigiar a la Edad Media por estos motivos, sería un indicador que nos estamos moviendo en sus mismos registros, es decir, estamos pensando como modernos.
Dentro de algunos cientos de años, los científicos de ese futuro incierto se reirán de los hombres del siglo XX que, en su ignorancia, creían que el hombre descendía del mono. Por eso, a mí me resulta mucho más simpático creer en la existencia de gigantes que tiene cabeza de ovejero alemán a creer que mi abuelita tenía un estrecho parentesco con los orangutanes de Kenia. Y, también por eso, me gusta mucho creen que los bosques están poblados de duendes que suelen tener problemas de vecindad con las hadas que revolotean, cuando los adultos están lejos y no pueden verlas, en torno a las flores silvestres. 
Muchos me dirán, riéndose, que hay base científica muy seria para probar nuestra herencia simiésca y que no la hay para probar la existencia de los cinocéfalos. Yo, por mi parte, les respondo que tengo mis dudas acerca de la seriedad de las pruebas científicas del evolucionismo y que no me interesa discutirlo porque, para en este caso concreto, sería poner al hombre de Neanderthal y a los cinocéfalos en un mismo plano cuando, en verdad, ocupa lugares muy diversos: el hombre con cabeza de perro es muy superior al simio en proceso de humanización. Pretender igualarlos significa ubicarnos en el lugar del oficinista de Rimbaud: “Este señor no sabe lo que hace: es un ángel”, dice el poeta. A lo que el funcionario del registro civil responde: “No hay ángeles. Si los hubiera, yo sería el primero en estar informado, y podría darle a usted documentación completa sobre ellos”.
Y vienen al caso aquí las palabras del premio Nobel de Literatura Saint-John Perse: “Cuando se mide el drama de la ciencia moderna que descubre hasta en el absoluto matemático sus límites racionales; cuando se ve, en física, dos grandes doctrinas dominantes plantear la una un principio general de relatividad, la otra un principio cuántico de indeterminación y de incertidumbre, que limita definitivamente la propia exactitud de las medidas físicas; cuando se ha oído al mayor innovador científico de este siglo, iniciador de la cosmología moderna, responsable de la más vasta síntesis intelectual en término de ecuaciones, invocar la intuición en auxilio de la razón y proclamar que ‘la imaginación es el verdadero terreno de germinación científica’, llegando incluso a reclamar para el sabio el beneficio de una verdadera ‘visión artística’, ¿no se tiene derecho a considerar el instrumento poético tan legítimo como el instrumento lógico?”.
Y, la verdad, es que es mucho más poético aceptar la existencia de duendes y gnomos que aceptar la existencia del hombre de Cromagnon. Es limitante y, sobre todo espantosamente moderno, pretender vivir en un mundo de seguridades y evidencias científicas, sabiendo con exactitud los milímetros de la superficie terrestre y el número y especie de los seres que la pueblan. Eso es vivir en un mundo en el que todo está meticulosamente ordenado, lo que equivale a decir, en un mundo totalitario, en el que la ciencia no deja libertad para la imaginación y la poesía. Y esta actitud, muy nuestra, es profundamente moderna. Es sustancialmente la misma en Descartes, Newton, Voltaire, Lenin y Hitler. 
Por eso, la poesía termina siendo la mejor auxiliar de la religión, y un medio privilegiado para atravesar este valle de lágrimas, poblado de los fríos cálculos de los hombres de ciencia y de los pringosos relatos de los amores de Leticia de los hombres religiosos. Es que, como decía Bruckberger -en quien me he basado para redactar estas reflexiones-, no hay religión auténtica sin poesía. Dios es poeta, lo cual no es sino otro modo de decir que es creador. Y si no, lean el Silmarillion de Tolkien y, después, el De musica, de San Agustín.